Experimentos con champán
Madrid. 20/12/2014. Teatros del Canal, Sala Roja. Lehár: La viuda alegre. Natalia Millán (Hanna Glawari), Antonio Torres (Conde Danilo), Silvia Luchetti (Valencienne), Guido Balzaretti (Camille), David Rubiera (Barón Mirko Zeta). Iñaki Maruri (Njegus). Dirección de escena: Emilio Sagi. Dirección musical: Jordi López.
El título que me venía a la mente para la presente crítica tras asistir a la representación de La viuda alegre en los Teatros del Canal de Madrid, era “Violencia de género”, pero mi escaso afán por adentrarme en según qué espesos jardines me aconsejó un cambio de titular. Sin embargo, la idea me sigue rondando cuando intento dar forma a lo que pienso de la función. Obviamente no me estoy refiriendo a la tragedia que llena a diario los informativos, sino a la violencia que supone intentar convertir una cosa en otra, en este caso transformar una opereta en un musical. Ese casi alquímico afán plantea ya problemas desde su planteamiento, y tengo la impresión de que esa constante dualidad se hace demasiado presente en la suntuosa producción de Emilio Sagi, con demasiadas decisiones que plantean cuestiones sin resolver.
Para empezar, la causa que se nos da para ese travestismo de género musical es “acercar la obra a un público más amplio”. Pero ¿realmente necesita la obra más popular de Lehár mucha transformación, más allá de la traducción de los textos al español, para resultar atractiva a ese amplio público que supuestamente no acudiría a los recintos en los que la pieza suele representarse? Pocas obras se me ocurren más fácilmente disfrutables, con sus encantadoras melodías, su disparatado argumento y su decadente glamour, por lo que la decisión de la transformación se transforma a su vez en una cuestión más de dimensiones que de género en sí. Y la cuestión del tamaño se hace bien presente en la orquesta.
Franz Lehár escribió para una orquesta completa, no de dimensiones mahlerianas, pero sí del tamaño regular en un teatro de la época. El musical suele usar un grupo mucho más pequeño, que hoy en día suele estar amplificado. En este caso eran doce profesores los que debían interpretar la música compuesta por Lehár para una formación mucho mayor. El Ensemble de la Orquesta Sinfónica Verum se mostró competente en todo momento, pero realmente se notaba la falta de efectivos. Mientras acompañaban a las voces no había problema, pero en los momentos en los que la orquesta se quedaba sola, realmente faltaba la opulencia, sobre todo de una sección de cuerda completa en vez de cinco instrumentos amplificados. No sonaban mal, pero faltaba algo.
Parecida cuestión se plantea con las voces. El papel de Hanna Glawari, la alegre y millonaria viuda que da título a la obra, está escrito para una soprano, y da vértigo leer los apellidos de las cantantes que lo han interpretado y grabado, por lo que resulta evidente que la principal adaptación vocal vendrá por esta parte, ya que Natalia Millán es una espléndida actriz y también una buena cantante, pero su especialidad no es la lírica. Como Hanna Glawari resulta encantadora y le da al papel todo el glamour que requiere, pero en la cuestión vocal no sale tan airosa, pues es evidente que, incluso adaptado, el papel, desde el punto vocal, le resulta grande. No es que suene mal, pero falta ese mordiente, esa seguridad de una cantante con la voz más adecuada al repertorio.
Lo contrario puede decirse de Antonio Torres, el barítono que interpretaba al Conde Danilo. Su potente voz no hubiera necesitado amplificación, y aquí tropezamos con otro de los elementos problemáticos del cambio de géneros. Todos los cantantes estaban amplificados, y si bien era evidente que Natalia Millán lo necesitaba por su tipo de voz y su forma de abordar el repertorio, era igualmente patente que a algunos de los otros cantantes, de formación más lírica, la amplificación casi les perjudicaba. Además, y esto ya es un problema puramente técnico, la microfonía eliminaba cualquier sentido espacial del sonido, lo que en los diálogos hablados producía un efecto extraño, resultando a veces difícil identificar a qué personaje estábamos escuchando. Volviendo a Antonio Torres, resultó ser un Conde Danilo elegante y seductor, mejor como cantante que como actor.
La otra pareja, Valencienne y Camille, está interpretada por los argentinos Silvia Luchetti y Guido Balzaretti. La voz de ella es clara y potente, agradable de escuchar, la de él resulta en cambio un poco justa. Tiene un timbre bonito y suave, pero en algunos momentos daba la sensación de no encontrarse del todo cómodo con la partitura. David Rubiera cantó con soltura y convicción el papel del Barón Mirko Zeta. Ninguno destacó especialmente como actor, pero hay que reconocer que el argumento tampoco es que destaque por la riqueza psicológica de los personajes. Iñaki Mauri estuvo muy gracioso en el papel de Njegus, papel que resulta beneficiado con los cambios en el libreto, pues en el último acto en Maxim’s aparece travestido y encabezando el frenético Can-Can.
Fantástico el coro de bailarines y cantantes, cumpliendo mucho más que sobradamente en las dos funciones, y protagonizando algunos de los momentos más brillantes de la velada. La coreografía de las danzas folklóricas les permitió lucirse, y tanto los valses como el Can-Can resultaron elegantes y trepidantes, según conviniera. Nuria Castejón es la coreógrafa, y no pudo hacerlo mejor.
La producción, con escenografía de Daniel Bianco, es suntuosa hasta el derroche, especialmente en el primer acto, el baile en la embajada. Sagi sabe indudablemente cómo mover a sus actores por el escenario, y la escenografía, con una escalera central, estatuas doradas y arcos metálicos, resultaba verdaderamente lujosa. Más sencilla, aunque con unas espectaculares vidrieras al fondo en el segundo acto, y también estupenda en el final, en ese Maxim’s lleno de terciopelos rojos que realmente nos llevaba al célebre cabaret. Elegantes y lujosísimos los figurines de Renata Schussheim y muy adecuados el maquillaje y la peluquería de Anitz Hair Machine.
Muchas cosas buenas, por lo tanto, en esta Viuda alegre, pero también, como ya he contado, algunas lagunas. La pregunta crucial sería, entonces ¿consigue su objetivo? ¿Engancha a ese público amplio al que dice dirigirse? Por lo visto en el teatro el pasado domingo, rotundamente sí. El público que llenaba la sala aplaudió entusiasmado al final del espectáculo, por lo que parece claro que Emilio Sagi consigue lo que pretende. Se le pueden poner pegas (qué les voy a contar), pero también se puede disfrutar del espectáculo y pasar un rato agradable y divertido, que en el fondo, es lo más fiel que se le puede ser al espíritu de Lehár, Léon y Stein.