De cuerpo perfecto y oro
Oviedo. 17/05/2025. Teatro Campoamor. Lleó: La corte de faraón. María Rey-Joly (Lota, soprano), Milagros Martín (faraona, mezzosoprano), Enrique Viana (Sul, tenor), Ramiro Maturana (Putifar, barítono), Abraham García (Gran Sacerdote, bajo), Annya Pinto (Raquel, mezzosoprano), Jorge Rodríguez-Norton (tenor, José), Enric Martínez-Castignani (faraón, barítono) y otros. Orquesta Oviedo Filarmonía y Coro Capilla Polifónica Ciudad de Oviedo. Dirección escénica: Emilio Sagi. Dirección musical: Néstor Bayona.
Allá por diciembre de 2015, que ya ha llovido desde entonces, tuve la fortuna de asistir al estreno de esta versión de La corte de faraón en el bilbaíno Teatro Arriaga en coproducción con el Campoamor ovetense –con la pertinente reseña publicada en esta revista- y diez años después he tenido la fortuna de revisitarla dentro del Festival de Teatro Lírico Español ovetense. En esos diez años algo habré aprendido de zarzuela en general y de este título en particular, por lo que no me cuesta admitir que mi visión del espectáculo ha cambiado mucho, como es lógico.
La corte de faraón es definida como una opereta bíblica en un acto y cinco cuadros que, interpretada en su integridad, anda casi por las dos horas de duración; la función de Oviedo ha durado unos noventa y cinco minutos así que habrá que encontrar las razones de tal reducción. Y ello nos lleva a la primera reflexión de la noche: esta obra, encuadrada dentro del llamado género sicalíptico, que es una forma aparentemente cultivada de decir irreverente, descarado y –casi- blasfemo, es perfecto reflejo de la sociedad española de 1910, año del estreno. Ciento quince años después la sociedad ha cambiado mucho y todas las alusiones a la mujer sumisa o al homosexual ridiculizado hoy tienen menos público.
He escrito menos, que no ninguno, porque todo aquello relativo al caca-culo-pedo pis sigue teniendo su clientela, no nos engañemos. De ahí que en esta época en la que los zarzueleros puristas han levantado voces y clamores ante propuestas modernizadores de títulos clásicos, caso de Luisa Fernanda o Doña Francisquita en estos últimos tiempos, han callado ante este espectáculo que altera la obra de forma más que obvia.
No me consta ninguna protesta del “entendido” público del Teatro de la Zarzuela ante la desaparición del personaje de Arikon –que, no nos engañemos, hoy es indefendible y además no aporta nada en el desarrollo dramático de la zarzuela- o la alteración absoluta de la letra cantada en la escena de las tres viudas, en la que las llamadas a la sumisión al marido y la reivindicación de una mujer rendida a los pies de su consorte desaparecen para reivindicar a la mujer autónoma, la que estudia y se ilustra para la vida moderna.
Emilio Sagi apuesta por el brillibrilli de forma clara, llegando a cegar al público con el reflejo áureo de los vestidos del coro en el cuadro III. Todo es excesivo: el espumillón, los brillos, los cuerpos casi desnudos –sobre todos los de ellos- y la “normalización” de lo gay. Es decir, Sagi no sorprende, continúa en su línea gamberra para con la zarzuela y consigue un desarrollo escénico ágil y adecuado.
Néstor Bayona no lo tuvo fácil para coordinar tanto a los cantantes como, sobre todo, al coro. El Coro Capilla Polifónica Ciudad de Oviedo ha puesto mucha voluntad pero los descuadres, sobre todo en la escena inicial, fueron más que evidentes. La Oviedo Filarmonía fue llevada con buen pulso, permitiendo que la parte sinfónica de la zarzuela luciera de forma adecuada.
Vocalmente el nivel fue más que aceptable. Lo mejor de la noche en este aspecto, sin duda, fue el casto José de Jorge Rodríguez-Norton, de volumen ancho, muy buena dicción y alardes operísticos que eran de agradecer. Su forma física ayudaba al alarde y solo cantantes muy concretos podrían hoy en día responder a las exigencias del director de escena, en un caso que abre interesante discusión sobre el culto al cuerpo normativizado en la sociedad actual, sobre todo a través de las redes sociales. María Rey-Joly supo responder de forma adecuada a las exigencias vocales y actorales de Lota mientras Annya Pinto dio mucho realce a las frases de su criada, Raquel. Ramiro Maturana tampoco tuvo problemas con el Putifar.
Milagros Martín canta ahora la faraona y aún son audibles sonidos de calidad y lo que le sobra es calidad actoral y conocimiento del género. Enric Martínez-Castignani cantó con suficiencia el faraón y dio un estilo pomposo con dicción a la antigua a su faraón. Bien las tres viudas (Serena Pérez, Ana Nebot y María Heres) aunque tuvieron un pequeño descuadre con el coro y bien vocalmente aunque, quizás, algo falto de solemnidad Abraham García como Gran Sacerdote, quizás el papel más operístico de la obra. Muy bien Carlos Mesa y Oscar Fresneda.
Punto y aparte para el show de Enrique Viana. Vaya por delante que aun enseña una voz, de timbre poco agradable, aunque potente y bien proyectada, con fraseo sobresaliente, pero lo suyo va en otra dirección. Durante veinte minutos se detiene la función y Viana hace lo suyo, que lo hace muy bien: contacto con el público, chistes cargados de ironía y doble intención y críticas políticas solapadas. La gente se lo pasó en grande aunque el mismo Viana decía que estaba seguro de que algunos se encontraban incómodos con su parte, y seguro que habla por conocimiento personal.
El Campoamor estaba casi lleno y el ambiente era festivo antes de comenzar la función. Siempre he considerado que la mejor estrategia para disfrutar de una función es saber dónde se está y qué es lo que se va a escuchar. Por ello esta función fue un disfrute y la gente lo agradeció.