Incroyable
Urruña. 28/08/24. Iglesia de San Vicente. Obras de O. Messiaen, A. Scriabin y J. Zorn. Bertrand Chamayou, piano y Barbara Hannigan, soprano.
Cuando los dos músicos (el pianista y la cantante) nos hicieron saber que el concierto había terminado una espectadora de aproximadamente mi edad, con la boca abierta, mostrando una estupefacción absoluta en su rostro y mientras me miraba a los ojos buscando mi complicidad, fue capaz de musitar una única palabra: incroyable. Y yo que de francés sé lo justo –es decir, prácticamente nada- solo fui capaz de asentir, queriendo compartir con ella esa valoración tan sucinta como sincera y adecuada que salía de su garganta y que también podría haber salido de la mía; o de mi corazón; o de mi cerebro. Porque lo que hemos vivido en la bellísima iglesia de San Vicente, en la hermosa localidad de Urruña, sita a medio camino entre la frontera de Behobia y el pueblo natal de Ravel, Ziburu, ha sido sencillamente increíble. Y aquí podría escribir una retahíla de sinónimos con los que creo sería incapaz de describir el cúmulo de sensaciones que vivimos en un concierto tan valiente y temerario como hermoso.
Un concierto valiente porque la música contemporánea tiene habitualmente muchos problemas para hacerse un hueco en los festivales veraniegos y más aún los monográficos. En este sentido creo que el Festival Ravel ha jugado muy bien sus cartas y se ha anotado un tanto –otro, que no es el primero porque solo recordar el monográfico George Benjamin ya es ejemplo suficiente- a la hora de invitar a la soprano canadiense Barbara Hannigan, considerada la musa de la música clásica vocal contemporánea. Quizás, por ello también, tenga algo de temerario el apostar a un único momento histórico y por un programa lleno de simbólicos compositores de los siglos XX y XXI. Y antes de continuar escribiendo quiero dejar claro que el esfuerzo del Festival Ravel tuvo el premio de un concierto hermoso de principio a fin, un concierto que se rubricó con una respuesta popular generosa, sincera y apasionada.
Barbara Hannigan no es una soprano al uso. Ella decidió dedicar toda su vida artística a la música contemporánea, abandonando el llamado repertorio tradicional. En torno a ello ha habido lecturas muy interesadas –y alguna malvada, lo acepto- pero que nadie ponga en duda el valor de Hannigan como cantante. Que ella haga una apuesta por la creación contemporánea es tan legítimo como hacerlo por el barroco, el bel canto o el mundo wagneriano. Lo importante no es qué estética te gusta sino la calidad con la que eres capaz de ofrecerla al público y en este sentido el concierto de Urruña fue ejemplar.
En pleno siglo XX, en torno a la Segunda Guerra Mundial y especialmente tras la catástrofe del Holocausto o de las bombas atómicas sobre Japón, se extendieron ideologías próximas al marxismo y al ateísmo que atrajeron a muchos compositores –véase el caso de Luigi Nono o Hans Werner Henze, por poner solo dos ejemplos. Pero al mismo tiempo un compositor levantó una obra singular sobre dos columnas muy particulares: el canto de los pájaros y la fe en la religión católica. Ese personaje, obviamente, era Olivier Messiaen. De él Barbara Hannigan interpretó Chants de terre et de ciel (1938), seis melodías para soprano y piano que aunque compuestas justo antes de la contienda mortal están en perfecta consonancia con lo que luego fue su carrera, la misma que recogió en sí obras tan emblemáticas de la vanguardia mundial como Catalogue d’oiseaux o Saint Françoise d’Assise.
Chants de terre et de ciel es una obra compleja en la que Hannigan ya apuntó todas sus cualidades. Las canciones están dedicadas a la esposa Mi y a Pascal, su hijo recién nacido, y se convierten así mismo en instrumentos para la expansión de la fe. Muy exigentes con la soprano, Hannigan responde de forma muy adecuada, sabiéndose recoger en los momentos más espirituales para luego apostar por la expansión sonora allá donde quiere manifestar su amor más humano, más terrenal. Una voz en la que la coloratura aun se mantiene firme y clara, donde el juego entre pianos y fortes están equilibrados y donde la compenetración con el pianista, Bertrand Chamayou, es absoluta. Y conviene decir cuanto antes que definir el trabajo de éste como mero pianista acompañante es reducir en mucho el nivel de exigencia del compositor para con el teclado. Y, en este sentido, la labor de Chamayou ha sido extraordinaria.
Barbara Hannigan se retiró a descansar y el pianista nos regaló dos piezas breves de Alexander Scriabin, a saber, Poème nocturne, op. 61 y Vers la flamme, op. 72. Quizás la peculiar acústica de la iglesia perjudicó o condicionó la percepción de la obra pero no quedó duda del alto nivel del francés al teclado. Casi sin darnos cuenta y tras el pertinente cambio de vestido, se nos apareció la soprano canadiense ataviada con los colores de la bandera finlandesa. Eso es lo primero que me vino a la mente, aun más teniendo en cuenta que la obra, de un neoyorquino, John Zorn, tenía título y temática de este país nórdico: Jumalattaret (Diosas), estrenada en 2012 y que en nueve distintos fragmentos mas obertura y postludio hace un recorrido por el mundo divino de las tierras del norte de Europa.
Ahí radicaba el hilo conductor del concierto: mientras Messiaen se centraba en la religión actualmente dominante en esta zona de Europa, Zorn viaja a la mitología nórdica para tratar la religión desde la perspectiva de lo que hoy llamamos paganismo. Así, Päivätär, diosa del sol o Kuu, diosa de la luna, adquieren protagonismo en este ciclo entre otras divinidades, magas o espíritus a los que también se les dedica el pertinente fragmento musical.
Y aquí comienzan los problemas para tratar de describir lo que es esta obra porque no es tarea fácil su descripción. El breve texto en finlandés es declamado al modo del sprechgesang en las citadas obertura y postludio mientras que el resto de fragmentos –advierta quien lee estas líneas que huyo de conceptos como canción, lied o similar y lo hago de forma voluntaria- son cantadas sin texto alguno. Y para ello Barbara Hannigan procede a un alarde absoluto del canto con técnica contemporánea que trataré de resumir en esta enumeración: líneas musicales sobre la vocal a, sobre la i o sobre la o, canto a boca cerrada, canto sobre sonidos onomatopéyicos, suspiros, jadeos, canto interrumpido con la mano misma de la soprano, como si de un niño imitando al apache de turno se tratara, aplausos rítmicos y, finalmente, utilizar un instrumento ligero de percusión a modo de campana para ceremonias con la que la soprano nos ofreció sus últimas notas.
Todo ello mientras en ocasiones se volcaba sobre el piano para buscar resonancias de la caja del instrumento o simulaba una pequeña danza mientras tarareaba música. Y si esta es la labor de la soprano, la del pianista no se queda atrás: más allá del “convencional” acompañamiento, sonidos reiterados a modo de minimalismo, golpes sobre las cuerdas, sonidos deformados, el interior del piano como instrumento de percusión. En definitiva, una obra, de unos veinticinco minutos, de enorme complejidad vocal y pianística que ambos, Hannigan y Chamayou, Chamayou y Hannigan sacaron adelante de forma ejemplar, mientras nuestra estupefacción iba in crescendo. Cuando cayó la última nota y ambos artistas nos hicieron saber que la obra, de 2012, había finalizado, un rugido auténtico de aprobación salió de las trescientas afortunadas personas que habíamos decidido apostar por este programa tan interesante.
Y entonces, solo entonces, escuché decir a esa desconocida lo de incroyable, como si fuera incapaz de decir una sola palabra más. Y me uní, siquiera simbólicamente, a tal calificativo porque desde un principio tuve la seguridad de que acababa de vivir uno de los recitales más apasionantes que jamás he tenido la fortuna de escuchar. Y por todo ello es de justicia agradecer al Festival Ravel la iniciativa y a los dos artistas su compenetración y fe en la música actual.
Fotos: © Festival Ravel - KOMCEBO