• © Thomas Bartilla
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Quien mucho abarca, mucho aprieta

Berlín. 21/12/15. Philharmonie. Mozart: Concierto para piano. KV 466. Bruckner: Sinfonía No. 5 (edición original). Staatskapelle Berlín. Dirección musical y piano: Daniel Barenboim.

Me van a permitir que desmienta el refranero. Ya saben, el consabido dicho de “quien mucho abarca, poco aprieta”. Y es que genios de la talla de Daniel Barenboim se empeñan en desmentirlo. Dos días después del estreno de una nueva producción de La traviata, en la víspera de otra nueva función de este título verdiano y con apenas unas horas de ensayo para este programa que interpretaba por segunda vez con la Staatskapelle de Berlín tras haberlo hecho ya a comienzos de diciembre. Así es como Barenboim se presentó en la sala principal de la Philharmonie para enfrentarse, como pianista y director, a un programa exigente presidido por el Concierto para piano KV 466 de Mozart y la Sinfonía no. 5 de Bruckner. El hombre orquesta, una agenda imposible. Sólo figuras únicas y superdotadas como Daniel Barenboim o Plácido Domingo soportan ese régimen intensivo de interpretación artística. Cierto es que Barenboim ha hecho de esa inercia su propio leitmotiv, buscando a menudo en la vida del teatro o en la sala de conciertos la verdadera realidad de la música; no improvisando, pero sí buscando rematar en vivo y en directo sus interpretaciones.

El concierto para piano mostró al Barenboim vibrante, cálido e intenso. Hay otro Barenboim más hondo, reflexivo y sesudo. No fue en modo alguno el suyo un Mozart superficial o complaciente; nada más lejos de la realidad. Pero tuvo eso sí un vivacidad, una electricidad furtwaengleriana que hacía mucho que el aquí firmante no sentía en una sala de conciertos. Era tal el dinamismo, tal la sucesión de detalles e inflexiones… Un fascinante torbellino. Por otro lado siempre he apreciado en el piano de Barenboim una cordial naturalidad, una vivencia auténtica, ajena a cualquier dramatismo impostado. Así respiró este concierto de Mozart en su movimiento central, de una belleza casi idílica.

Ver a Barenboim ora sentado, ora de pie, ora con una mano en el piano, ora buscando con la otra la complicidad de sus músicos… fue todo ello un verdadero festival de música de media hora de duración y de una intensidad que cuesta traducir en palabras. Cuán dentro lleva Barenboim la música, sobre todo esta música de Mozart. Es cierto que no tiene ya hoy en sus manos la frescura inmaculada de otros tiempos, con pasajes algo más alborotados, aunque siempre precisos y con una fluidez innata. Pero el conjunto se impone sin duda sobre el detalle, el bosque prima con creces sobre los árboles.

En la segunda parte vimos ya otro Barenboim, el pequeño gran hombre que subido a un podio elevado se impone y comanda a un centenar de músicos para sacudir la música de Bruckner con una convicción tal que parece que no hubiera mañana. Como un Napoleón circunspecto pero habitado por genes latinos, poniendo corazón y cerebro a partes iguales en su hacer. El resultado fue una Quinta de Bruckner que circuló como una espiral salvaje y perversamente calculada (memorable el crescendo al cierre del primer movimiento). Sobrecogió después, por su trascendente hondura, la primera exposición del tema principal del Adagio, de una grandiosidad conmovedora, apabullante, poniendo al oyente frente a frente ante una insondable inmensidad. Nos acordamos aquí de Celibidache, lo mismo que el anterior Mozart nos trajo el recuerdo de Furtwaengler. Barenboim está en un termino medio, tan propio ya como inédito, en el que hace grande la música sin necesidad de recurrir a extremos. 

La respuesta de la Staatskapelle de Berlín fue no sólo intachable sino incluso virtuosa. Por descontado en el concierto para piano de Moart, con apenas treinta músicos en los atriles, sonando con una precisión, un color y una pasión que sólo cabe elogiar. Se advierte en cada gesto, en cada mirada, una complicidad largamente cultivada, no sólo con Barenboim sino también entre ellos. En la sinfonía de Bruckner les vimos trabajar como una legión, todos a una, capaces de responder en una décima de segundo al gesto más repentino e imprevisto de Barenboim, con un sonido que no conoce la superficialidad. En fin, un concierto de esos a los que no se les puede pedir más.