accademia bizantina

Que el llanto dulce me sea

Madrid. 18/12/2016, 19:30 horas. Auditorio Nacional de Musica, ciclo Universo Barroco. Obras de Giovanni Battista Pergolesi y Charles Avison. Silvia Frigato, soprano. Sara Mingardo, contralto. Accademia Bizantina. Ottavio Dantone, clave y dirección.

   De entre todas las muertes prematuras que han acontecido en la historia de la música ninguna –con el peligro que acompaña siempre al uso de palabra de significado tan definitivo- tan de lamentar, por lo que seguramente nos impidió llegar a disfrutar, como la de Giovanni Battista Pergolesi, fallecido apenas cumplidos los 26 años, tiempo que fue suficiente sin embargo para dejar a la posteridad una obra trascendental, que incluye extraordinarias piezas religiosas, unas cuantas Operas Serias que merecen revisitarse y sobre todo dos obras maestras indiscutidas –canónicas, podríamos decir, porque nedie discute su pertenencia al canon de lo que llamamos impropiamente Música Clásica-, presentes constantemente en las programaciones y aún en la memoria colectiva de los aficionados como no muchas obras pueden presumir, y de entre ellas ciertamente muy pocas si nos circunscribimos al período barroco. La primera es naturalmente el Intermedio buffo La Serva Padrona de 1733, que independizado hace mucho de su función complementaria (en origen, de la Opera seria Il Prigionero Superbo) se eleva como una de las más altas cimas del teatro musical cómico, y en el que la trascendencia apuntada forma parte de la Historia con mayúsculas, baste recordar que es su representación en París el año 1752 la que desencadena la conocida “Querelle des Bouffons” entre los partidarios de la tradición operística francesa, la de la Tragédie Lyrique de Lully a Rameau, y aquellos otros que lo eran de la musica italiana, auténtica batalla estética y dialéctica a cuyo vanguardia se situaron, por el lado italiano, y no exenta la cuestión de connotaciones políticas, algunos philosophes como Rousseau, D`Alembert o Denis Diderot, el cual escribiría con toda la ironía en su sátira El sobrino de Rameau:

Se debería prohibir con una ordenanza de policía a cualquier persona, fuera de la calidad y condición que fuera, cantar el Stabat de Pergolesi. Ese Stabat debería ser quemado por el verdugo. A fe mía que esos malditos bufones con su Servainte Maîtresse, o su Tracollo, nos han dado fuerte en las posaderas.

   Porque no hace falta que Diderot nos recuerde que la otra obra por la que Pergolesi ha alcanzado la inmortalidad es su Stabat Mater, sobre la que aún existen sombras en cuanto a algunas circunstancias de encargo y composición, no exentas de leyendas románticas, pero que brilla con una perfección tan evidente que ya fue apreciada por sus contemporáneos -cuando nada menos que J. S. Bach, al que podemos conceder que algo sabía, versionó la composición en su paráfrasis del Salmo 51 Tilge, Höchster, meine Sünden (BWV 1083)- y en la actualidad sigue grabándose regularmente (en estos tiempos de mercado discográfico menguante) en versiones con instrumentos de época y “modernos”, con el concurso de mezzos, contraltos o contratenores para la parte de alto, por cantantes especializados en el repertorio barroco o por otros que sin serlo acuden a esta pieza muchas veces bajo el manto del estrellato mediático.

   La versión que disfrutamos el pasado día 18 en el Auditorio Nacional se benefició de la presencia en la parte orquestal de la excelente Accademia Bizantina y el no menos excelente clavecinista Ottavio Dantone, que es su director desde hace 20 años, a la cabeza, con una formación que a priori podría suponerse un poco sobredimensionada dadas las características de la obra (5 primeros violines, 5 segundos y violas y violonchelos doblados), aunque si alguna duda pudo plantearse se disipó de forma inmediata, ya que la ejecución fue absolutamente comedida y perfectamente balanceada con las voces. Más allá de la inevitable, tanto como irresoluble, cuestión de la presentación de ciertas piezas en la gran sala sinfónica del Auditorio, cuando su naturaleza pide espacios más reducidos, la ejecución se mantuvo en parámetros digamos “camerísticos”, desarrollados a mi manera de ver desde dos presupuestos: respeto absoluto a la labor de las dos cantantes, cediéndoles el protagonismo de alguna manera, y lectura “neutra” sin enfatizar lo patético que la partitura contiene, dejando que lo emotivo surja de la música misma; de lo primero da testimonio el cuidado por mantener el volúmen controlado en todo momento en que las dos solistas cantaban, sin ser ninguna de ellas poseedora de un volumen desbordante precisamente; de lo segundo, la elección de tempi relativamente vivos (muy significativo ya el comienzo mismo, donde otras versiones tienden a recrearse). Y precisamente en esa contención, quedarse en segundo plano radica la gran virtud de un conjunto del renombre de la Accademia –extensible a la labor al clave de Dantone- que no se permitieron caer en lo que habría sido el error de buscar efectos deslumbrantes o un protagonismo fuera de lugar por la vía de comprometer el equilibrio de todas las partes; la perfección alcanzada en el Fac ut ardeat con meum (con mención especial para los violonchelos y el contrabajo) es solo un ejemplo que podemos poner de este equilibrio, si acaso mínimamente sacudido en el Amen, como queriendo remarcar el final enfatizándolo desde la orquesta.

   Por lo que toca a la parte vocal, la soprano Silvia Frigato dejó una grata impresión, sin poseer una voz particularmente dotada se reveló como una consumada especialista que no reuyó ninguna de las dificultades de su parte, que las tiene por ejemplo en su primer número solista, Cuius animam gementem, con las agudos con trino marcando las sílabas de la palabra “pertransivit”, a los que consiguió además, dificultad sobre dificultad, dotar de una intención expresiva. Expresividad y comunicación que llegaron a su máximo desarrollo en un Vidit suum dulcem natum sensacional, en el que hubo lugar al canto más doliente en piano (morientem, desolatum) derivando hasta el forte (la segunda vez que se repite Vidit suum dulcen natur, donde la genialidad de Pergolesi parece querer indicar un sentimiento de revelión ante la muerte del hijo), para terminar casi en un hilo de voz que se disuelve, ayudado aquí sí por un marcado ritardando de efecto sobrecogedor. A su lado Sara Mingardo tiene a su favor en primer lugar una trayectoria intachable y una voz personalísma, automáticamente reconocible porque quien más, quien menos la ha escuchado en bastantes grabaciones y aún en directo en varias ocasiones; al margen de la cuestión (también irresoluble) de la real condición de contralto de muchas de las cantantes que se definen como tales, que tampoco es ajena a la Mingardo, no se puede poner en duda que defiende el repertorio propio de esta escurridiza cuerda con gran solvencia, aunque en directo pierde algo de efecto por su escaso volúmen, notoriamente en la zona grave que desaparece con frecuencia, lo que es indicativo de que está en buena medida construida. Con todo y con eso, escuchar a la cantante italiana es siempre un placer que emana de su cálido timbre y saber hacer, y no fue tampoco una excepción en este Stabat Mater de cuyas intervenciones solistas destacaría sin duda el Fac ut portem Christi mortem, tal vez demasiado contenida aunque en la línea marcada por la orquesta, excelentes sobre todo las largas frases de canto más adornado Et plagas recolere y Ob amorem filii. Lo dicho para las dos cantantes por separado, igualmente se hace extensivo a los número compartidos por ambas, donde las dos voces empastaron adecuadamente, como en Quis est homo qui non fleret, que con su compleja estructura concentrada en los menos de tres minutos que dura su ejecución revela asombrosamente todo el genio de Pergolesi.

   Qué duda cabe que el plato fuerte del concierto era el Stabat Mater, y por eso lo he comentado en primer lugar aunque su lugar dentro del programa de la tarde se encontrase en la segunda parte, después del descanso, lo que me ha obligado, si acaso fuera necesario justificar la ruptura del orden temporal, a apoyarme en la autoridad de Diderot (reconozco que de forma un tanto rebuscada). Y desde luego no significa para nada que la primera parte desmereciera pues en ella aparecían también dos magníficas piezas de Pergolesi, sendos Salve Regina, el primero en La menor, para soprano y el segundo en Fa menor, para contralto, piezas de carácter muy diferente al Stabat Mater, con una escritura mucho más “alegre” y sin tanta carga emocional, acorde con el texto que las sustenta. Hay que decir que en mi opinión también aquí logró dejar mejor impresión la soprano, demostrando por ejemplo su capacidad para el canto adornado en la frase Ad te clamamus, exsules filii Hevae, faltándole algo de brillo y expansión pero con gran corrección en la ejecución. Entre las dos obras, la única exclusivamente orquestal permitió disfrutar plenamente de la orquesta, aunque sea de imposible justificación la inclusión de un concierto de Charles Avison en un programa íntegramente dedicado a Pergolesi, por más que liberados de sus autoimpuesta sobriedad del resto de la tarde la Accademia Bizantina ofreciera una interpretación vibrante, con ritmos dramáticamente marcados y contundencia (con la excepción del tercer movimiento, que resultó algo discontinuo) sin comprometer con ello la claridad de ejecución, destacando las intervenciones solistas del concertino Alessandro Tampieri.

   Como es habitual, prácticamente lleno el aforo de la sala de un público que sin lugar a dudas disfrutó a tenor de los calurosos aplausos ofrecidos a la finalización, aunque si hay algo que no se podrá decir nunca del público del Universo Barroco es que sea frío o reservado a la hora de manifestar su agrado aplaudiendo... como simple anécdota se debe considerar que en ocasiones les pueda el entusiasmo y les lleve a aplaudir antes de tiempo, como ocurrió el día 18 cuando se adelantaron al Amen, pues siempre será menos malo aplaudir a destiempo que poner de manifiesto inseguridades sobre el propio juicio, o escasa capacidad para disfrutar, cuando no falta de educación, siendo cicateros con los aplausos o saliendo disparados hacia las puertas así el director baja los brazos. Sobre la epidemia de toses que se desataba cada vez que callaba la orquesta entre número y número, cercenando la continuidad de la obra y rompiendo el estado emocional creado por la música, supongo que debemos achacarlo a los picos de gripe propios de la época, o relegarlo también a la categoría de cuestiones irresolubles.