© Javier del Real
Cuando todo te convence
Madrid. 30/04/2025. Teatro Real. El cuento del zar Saltán. Rimsky-Korsakov. Bogdan Volkov (Príncipe Guidón), Svetlana Aksenova (Zarina Militrisa), Ante Jerkunica (Zar Saltán), Nina Minasyan (Princesa cisne). Coro y Orquesta titular del Teatro Real. Dirección de escena: Dmitri Tcherniakov. Dirección Musical: Ouri Bronchti.
Salía contento el público que asistió al estreno en el Teatro Real de El cuento del zar Saltán de Nikolái Rimski-Korsakov. Los comentarios que se oían eran de sorpresa. Nadie esperaba una música tan maravillosa (poco escuchada por estos lares), la producción era inteligente y muy efectista y el aspecto musical brilló especialmente en la dirección y la orquesta. Y ese sentimiento era para este cronista de franca alegría. Porque cuando un espectáculo operístico funciona, cuando todo te convence, puede ser un momento tremendamente satisfactorio. Y este lo fue de largo.
El libreto de El cuento del zar Saltán es una adaptación de Rimsky-Korsakov de un famoso cuento de Alexander Pushkin que bebe de la tradición oral rusa. Pushkin fue la base de una parte destacable de la producción operística de los compositores rusos del siglo XIX. Su estilo romántico, con una influencia inequívoca de la tradición literaria rusa, hizo que sus obras fueran atractivas para la elaboración de óperas muy diversas. En El cuento del zar Saltán se dibuja la Rusia más tradicional, menos occidentalizada (en oposición, por ejemplo, a Eugene Onegin de Piotr Chaikovski, también basada en Pushkin, en este caso una novela en verso). Rimsky y su libretista, Vladimir Belsky, optan por este cuento de hadas que, como dijo años después el escritor y crítico Dmitri Mirski, "tiene el mismo atractivo para un niño de seis años y para el más sofisticado lector de poesía de sesenta. No requiere comprensión; su recepción es inmediata, directa, incuestionable". Pero lo transforman con los cambios necesarios para tener un sentido dramatúrgico.
Rimsky-Korsakov elabora una partitura rica e intensa, con ciertas reminiscencias wagnerianas, pero que intenta alejarse del camino trillado y busca un elemento más étnico y nacionalista sin olvidar líneas románticas y transformaciones que van surgiendo en la música rusa con el cambio de siglo. El cuento narra la historia de Militrisa, una especie de Cenicienta de la Rusia medieval, a quien el zar Saltán elige como esposa, para gran disgusto de su nodriza y sus dos hermanas. Mientras Saltán está guerreando la zarina da a luz a un heredero. Las maquinaciones de su malvada familia llevan al soberano a creer que su esposa ha dado a luz a un monstruo.
El zar cae en la trampa y "ordena a sus boyardos que, sin perder tiempo, arrojen a la zarina y a su descendencia al abismo del agua en un barril". Madre e hijo aparecen en una isla donde el zarévich Gvidon, ya adulto, salva a un cisne de las garras de un halcón: “No salvaste al cisne, dejaste con vida a la doncella. No mataste a un halcón, disparaste a un hechicero”. La isla se transforma milagrosamente en una ciudad próspera. Para que Gvidon pueda volver a ver a su padre, el cisne lo transforma en un abejorro que volará hasta el palacio del zar: aquí escuchamos "El vuelo del moscardón", una de las melodías más conocidas del compositor. El cisne resultará ser una encantadora princesa con la que Gvidon se casará, y se reencontrará con su padre, quien perdonará a los conspiradores.
Efectivamente parece un espectáculo para todos los públicos, especialmente el que esté familiarizado con la narrativa tradicional rusa. Pero Dmitri Tcherniakov, responsable de esta producción que comparte el Real con el Teatro de La Monnaie de Bruselas (donde se estrenó antes de la pandemia), trae hasta nuestros días una actualización estilística que hace más comprensible la enrevesada trama del libreto. Y lo hace de una manera muy a lo Tcherniakov pero sin las exageradas licencias que se permite en otras producciones que le he podido ver.
El director ruso parte de una premisa muy inteligente. Antes de que la música comience, en el desnudo escenario, cerrado con un gran muro color dorado que deja escaso espacio, una madre de nuestro tiempo, Militrisa, nos explica en ruso que ha criado un hijo sola, ya que su padre no llegó a conocer al joven, que padece autismo. La comunicación con el exterior es precaria, solo habla con su madre, y esta ha decidido que es el momento que Guidón, su hijo, conozca la verdadera y dolorosa historia de Militrisa. Y lo hace por medio del juego, del cuento, de los medios que ha conocido Guidón desde niño. Y ahí empieza El cuento del zar Saltán, basándose en un espectacular vestuario de Elena Zaytseva que convierte a los personajes del cuento en unas enormes matrioskas (hombres y mujeres). Solo la madre y el hijo visten igual que al principio. La acción se va desarrollando con poca participación de Guidón, ausente en su mundo, sin que parezca que la narración de su madre le incumba, ajeno a lo que pasa.
Todo cambia en la segunda parte. Desde el momento en que la zarina y el príncipe aparecen en la isla donde el barril los ha llevado, Guidón, a través de sus dibujos, se involucra cada vez más en la acción. Las impresionantes imágenes que se van proyectando, los trazos que va haciendo el joven contando la historia del cuento, permiten una conexión perfecta entre la fantasía de la mente de Guidón y la narración de su madre. Es un trabajo impecable, extraordinario y bellísimo de Gleb Filshtinsky (responsable de la iluminación y el video) que encandila completamente al público. En el último acto, volvemos al mundo real. El padre ausente aparece, finge ser el zar, y sus amigos la corte que han ido a visitar al Príncipe Guidón a su palacio. La madre, ayudada por una enfermera (la princesa cisne con la que en el cuento se casa Guidón) ha preparado esta visita para que el joven reaccione y acepte su situación. El cuento acaba bien, pero la realidad es otra. Tanta atención, tanto agasajo por parte del zar y la corte abruman a Guidón que sufre una crisis terrible y retrocede aún más en su aislamiento. Un grito desgarrado, mudo, de su madre pone fin a la obra.
Todo este planteamiento no sería posible sin la entrega absoluta de un equipo artístico, de unos cantantes-actores que hacen posible que lo que teatral y técnicamente se propone funcione en el escenario. Hay que decir que los principales personajes ya estrenaron esta producción en 2019 en Bruselas. Eso le permite estar muy familiarizados con la dramaturgia, y hemos tenido la suerte de disfrutar de esa experiencia que llega a cotas casi insuperables en el trabajo de Bogdan Volkov como Príncipe Guidón, el joven autista. Los que eran nuevos en estas lides eran los componentes del Coro Titular del Teatro Real, que en esta obra, como en tanta música operística rusa, cuenta con unos momentos de gran belleza que ellos y ellas resolvieron a la perfección tanto en lo musical como en el difícil movimiento con un vestuario tan aparatoso, sobre todo en los dos primeros actos.
Volviendo a los papeles principales y a Bogdan Volkov concretamente, su trabajo vocal fue exquisito. Poseedor de un timbre de gran belleza, tiene un centro seguro y también llega a los tramos agudos sin problemas. Los solos (no sé si llamarlos arias en este tipo de ópera) fueron resueltos con gran elegancia y una fuerza que insufló juventud y entusiasmo a su texto. Como no podía ser de otra manera, gran parte del público lo recibió en pie cuando salió a saludar al final de la obra.
Svetlana Aksenova como Militrisa, la madre, también estuvo excelente como actriz: una madre desesperada, ansiosa, ilusionada y al final nuevamente desesperada porque su plan ha fallado y su hijo está aún peor que al principio. Muy solvente como cantante en una parte de soprano dramática muy exigente vocalmente tuvo algún problema en el agudo que resolvió sin mayores dificultades.
Ante Jerkunica es un conocido bajo que como zar Saltán comenzó un poco dubitativo pero fue ganando peso y seguridad en la segunda parte de la ópera. Sus mejores momentos estuvieron en la última escena, como padre que quiere ayudar (con evidente torpeza) a su hijo. El papel de princesa cisne es de lucimiento para una soprano ligera y Nina Minasyan (la única de los protagonistas principales que no estuvo en el estreno belga) lo aprovecho para lucir una voz de grato color con un seguro y restallante agudo.
En un papel secundario pero también con excelente desempeño actoral y musical las hermanas y nodriza (o tía según las versiones) de Militrisa:Bernarda Bobro, Stine Marie Fischer (en un avanzado estado de gestación, bravo por su entrega) y Carole Wilson. Estupendo el resto de comprimarios que redondearon un plantel de cantantes con mucho nivel.
Indudablemente, además de Tcherniakov, el éxito de esta función se debe a la magistral dirección musical de Ouri Bronchti. No podía haber mejor sustituto al cancelar por problemas médicos Karel Mark Chichon, que el asistente de Alain Altinoglu, director titular de La Monnaie. Bronchti conoce perfectamente esta partitura y eleva muy alto las cotas musicales de una ópera en la que la música es bellísima. Brillante en todo momento, destacó especialmente en los varios interludios orquestales que tiene la obra. Allí él, como una inspiradísima Orquesta del Teatro Real, proporcionaron los momentos más emocionantes, insuflando pasión y lirismo. Manteniendo la tensión en todo momento, atento al escenario y sabio conductor de sus músicos, Bronchti hizo un trabajo impecable. Como impecable fueron todas las familias de la Orquesta del Teatro que va ganando virtuosismo paso a paso, demostrando toda su valía. Espléndido el metal, sin un fallo y brillante una aterciopelada cuerda. Todo un lujo.
Un gran triunfo del Teatro Real. Un gran triunfo de una obra cuasi desconocida para el público español. Un nuevo triunfo de la ópera bien hecha.
Fotos: © Javier del Real