© Gert Mothes
Memorable y espectacular
Leipzig celebra a Shostakovich de la mano de Andris Nelsons y sus dos orquestas
La ciudad del Leipzig, musicalmente hablando, está especialmente ligada a la memoria de tres compositores: Bach, Mendelssohn y Shostakovich. Precisamente en torno a este último la Gewandhaus ha organizado un festival digno de elogio, conmemorando el 50 aniversario del fallecimiento del compositor ruso y contando además para ello con las dos orquestas lideradas por Andris Nelsons, la propia Gewandhausorchester y la Boston Symphony Orchestra.
Con esos mimbres asistimos a una ejecución de la Sinfonía no. 7, la famosa 'Leningrado', de las que se clavan en la memoria. Con un Nelsons inspiradísimo -y transformado tras un cambio físico espectacular- ambas orquestas cuajaron un sonido verdaderamente glorioso, con unas maderas memorables, con un metal apabullante y con una cuerda de ensueño. Imposible no sentirse noqueado con una Leningrado en la que no hubo ni la más mínima concesión a la vana espectacularidad.

© Gert Mothes
Al día sigjuiente, y con el listón tan alto que había marcado esta 'Leningrado', pudimos disfrutar de Lady Macbeth de Mtsensk, la colosal ópera de Dmitri Shostakovich y que tantos disgustos trajo en vida al compositor.
Estrenada hace ahora un año, en este mismo teatro, la propuesta escénica de Francisco Negrín es realmente nefasta, una conjunción realmente memorable de ideas deslabazadas y torpezas en la resolución escénica. La propuesta me pareció un auténtico dsilate, una sucesión poco inspirada de ocurrencias que no llevan a ninguna parte. Y es una pena, porque la estética de la propuesta parecía prometer, a priori, un discurso teatral estimulante sobre la Rusia rural y sus sinsabores en el contexto soviético.
Pero no, Negrín se empeña en descafeinar precisamente aquello que debería subrayar, como las poderosas escenas sexuales de la partitura o la escena del envenenamiento, que pasa sin pena ni gloria. La escenografía, tremenadmente sobredimensionada en el primer cuadro, parece estar al servicio de un gigantesco huevo de Fabergé, de ignota connotación con el libreto -se supone que simboliza la fertilidad y la artistocracia-, y sobre el que que todos los espectadores especulaban perplejos en el descanso.
Lo más calamitoso de la propuesta de Negrín, amén de una dirección de actores como poco desnortada, es un final que descabeza a la obra de buena parte de su sentido, con Katerina suspendida sobre un espacio gigantesco del que sale humo. Tanto la propia muerte de Katerina como la de Sonietka desvirtúan la carga dramática de un final que Shostakovich concibió de manera muy distinta y al que no hacía falta buscarle tantas vueltas.
© Tom Schulze
Al margen de la escena, que estuvo a punto de lastrar con sus dislates el conjunto de la función, el verdadero espectáculo estuvo en el foso con una Gewandhausorchester en estado de gracia, entregada en cuerpo y alma a las sonoridades que Shostakovich despliega -y cómo- en su partitura. Nelsons volvió a recordarnos que es un excelente director de ópera -todavía recuerdo su Rusalka en Múnich, en 2017-, capaz de manejar escena y foso con aplomo y contundencia. El efecto sonoró que se buscó situando parte de los metales de refuerzo en los palcos laterales del teatro se me antojó un tanto cacofónico, aunque añadió sin duda espectacularidad a la velada. Merecidísima mención también al Coro de la Ópera de Leipzig, esmeradísimo en todas y cada una de sus intervenciones.
El elenco estaba encabezado por Kristine Opolais, quien pinto una Katerina de un solo trazo, convincente a la postre por su indudable entrega escénica aunque la voz de la soprano letona no posee en verdad el tinte dramático que la parte demanda. A su lado estuvo Pavel Cernoch volvió a estar impecable como Serguei, como demostró al comienzo de esta misma temporada en el Liceu. Contundente y sonoro, Dmitry Belosselskiy convenció con creces en la parte de Boris, redondeando un sólido terceto protagonista.
© Kirsten Nijhof