Dolor y silencio
Barcelona. 29/1/17. Auditori. Shostakovich: Cuarta Sinfonía. Orquesta Sinfónica de Barcelona y Nacional de Cataluña y Orquesta del Teatro Mariinsky. Dirección: Valery Gergiev.
Con un silencio doloroso, casi eterno. Sólido, denso y oscuro como la melancolía de esta música. Así decidió Valery Gergiev cerrar la última puerta de los tres movimientos que componen la Cuarta sinfonía de Dmitri Shostakovich, y escribir una página en la historia de esta orquesta golpeando a todos los que nos acercamos al Auditori. Fue una confirmación rotunda de las expectativas generadas, y gran parte de una sala repleta se puso en pie para despedir al director ruso, a la alianza orquestal entre la OBC y la Orquesta del Teatro Mariinsky que puso más de cien músicos sobre el escenario y a una partitura magistral que Gergiev decidió alzar al cielo en la última de las veces que salió a saludar. No fue un simple gesto: el concierto se erigió en un homenaje a la obra del compositor de San Petersburgo. La gira española de Gergiev con su orquesta ha sido exigente y poliédrica, como se ha podido leer en las páginas de esta misma revista. Difícilmente puede imaginarse un broche final mejor que el que pusieron en Barcelona, sin olvidar el soberbio trabajo individual y colectivo de la OBC.
“La vida es mejor, se ha vuelto más alegre” decía Stalin, mientras los campos de concentración se abarrotaban de prisioneros. La agresiva transparencia en la escritura de Shostakovich –en una partitura que tardó veinticinco años en estrenarse– es indiscutible, y constituye la semilla de una interesante trayectoria creativa que permaneció a la sombra de la imagen oficial que se vio obligado a ofrecer, y que anunciada en los espléndidos Cinco fragmentos, op. 42 sólo en contados momentos reaparecería: el compendio de una expresión íntima que sentaría las bases de un proceso creativo que nunca se dio en forma completa, a lo largo de casi cinco décadas dedicadas al género sinfónico. En este caso, mediante un despliegue sinfónico monumental, en una suerte de síntesis de la primera etapa del compositor junto a la constante presencia del color, la forma y el universo sinfónico mahleriano. Estabilidad y proyección en las maderas, flexibilidad lírica en unas cuerdas abundantes –compuestas en esta ocasión por ochenta intérpretes–, y precisión imperial en los metales. Estos ingredientes, junto al equilibrio de los elementos en el oleaje sinfónico son imprescindibles para poder abordar con suficiencia la partitura. A través de una dirección austera y minuciosa, Gergiev confió en las fuerzas con las que contaba para ir mucho más allá de la suficiencia y no se equivocó: éstas respondieron a las mil maravillas. Para empezar, una emulación orquestal del asalto del Palacio de Invierno a cien años de distancia: un primer movimiento de impacto, con tempi sensiblemente rápidos, pero sin dejar de mantener una rigurosa claridad y una genuina tensión acumulativa en las frases. Hiriente e incisivo en la presencia de las células secundarias que asedian el carril central del caudal sinfónico, siempre encontró agilidad en los solistas de ambas orquestas, que se repartieron el trabajo entre los movimientos. Es tan difícil como injusto destacar algunos por encima de otros, pero en la memoria más inmediata quedan trombón, trompa y trompeta en los dos últimos movimientos, fagot a lo largo de la obra (con errata en el programa de mano que enumeraba los fagotistas de la orquesta rusa como trombonistas) y maderas estables en líneas generales, así como un desempeño rotundo de la percusión sin ser nunca excesiva, y una espléndida intencionalidad y carácter de violonchelos y contrabajos en los numerosos pasajes de relevancia.
La administración emocional del discurso sonoro en manos de Gergiev fue admirable, ofreciendo con personalidad y criterio estilístico una verdadera lección en uno de los retos principales que presenta la dirección de la obra. El director ruso logró asimismo articular con fluidez la difícil yuxtaposición de elementos que se congrega en el tercer y último movimiento. Tras un vals macabro que tendía en sus gestos un hilo invisible y trágico entre Viena y Leningrado, para terminar la irradiación expresiva del detalle que en ningún instante se le escapó a la minúscula y gigante batuta. Sobre el colchón telúrico de las cuerdas que sostienen la tónica, se oye la reiteración etérea y rigurosa de la trompeta a través del tritono que asoma entre los intervalos de la celesta, llegados desde otro mundo. Gergiev lee el final de la sinfonía como el final de un mundo al que no puede evitar dedicarle unos segundos de silencio. Más allá de todas las estériles categorías estéticas, más acá de la belleza o sublimidad de esta obra, de la honestidad y excelencia de esta interpretación... la recepción siempre tiene una dimensión personal e intransferible. Algunos quizás recibimos la obra esta vez como un golpe certero en nuestras vidas pequeñas y confortables, recordándonos que estamos a punto de perder un mundo que aunque terminó devorándola, vio nacer la mano de un artesano como Shostakovich.