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Poliédrico Mozart

Barcelona. 5/2/17. Auditori. Mozart: Obertura de “El rapto en el Serrallo”. Concierto para violín y orquesta núm. 3. Giuliano Carmignola, violín. Sinfonía núm. 41 en do mayor “Júpiter”. Orquesta Sinfónica de Barcelona y Nacional de Cataluña. Dirección: Jan Willem de Vriend. 

El “Festival Mozart” dentro de la temporada de la OBC ha repartido a lo largo de tres días consecutivos las tres últimas sinfonías de Mozart, junto a una primera parte que se repetía en la primera parte de los tres formada por la pequeña obertura de El rapto en el serrallo y el Concierto para violín y orquesta núm. 3. Una música que sigue arrastrando público a las salas como se pudo comprobar también en esta ocasión, con uno de los programas con mayor asistencia del año. Intenso trabajo mozartiano por lo tanto con la orquesta, el del principal director invitado Jan Willem de Vriend. 

El minucioso trabajo de Mozart sobre la exitosa partitura desde su estreno en 1782 de El rapto en el serrallo en materia por ejemplo, de orquestación, dio lugar a una obra de ciertos rasgos exóticos desde su obertura. La riqueza de ambientes y pasiones del Singspiel se intuye ya en el color orquestal, con mucha presencia a lo largo de una pieza con más música de la habitual en el género. Sin tarima hasta el final del programa, de Vriend abordó una dirección solvente de una obertura que obtuvo un sonido homogéneo, y que sirvió de pequeño entrante.  

El popular tercero de los cinco conciertos para violín de Mozart compuestos en 1775, forma parte de la trilogía espléndida que se cierra en el quinto concierto, y el ensamblaje entre solista y orquesta está magníficamente cuidado y requiere delicadeza e intimismo profundo por parte del violinista. Con más expresividad que elegancia el violinista italiano abordó con vehemencia el Allegro coronado por una espléndida cadencia antes de abordar el final. El solista italiano está indudablemente dotado, pero se apropia de esta obra hasta el punto de hacerla, en algunos pasajes, casi irreconocible, algo que puede generar la misma dosis de placer que de incomodidad. Acomodándose con esfuerzo al peculiar –extraño– fraseo de Carmignola, de Vriend eligió una lectura analítica que benefició al equilibrio y la claridad de las frases. Un equilibrio que tuvo algunos momentos de dudas en el Rondo final. La proyección discreta de Carmignola mejoró en un Adagio de sonido elegante y delicado en los ataques, donde se mantuvo el equilibrio entre orquesta y solista, que logró obtener un estado de recogimiento. De las principales arias de Il re pastore del mismo año, estructuradas como conciertos en diálogo con flauta y violín, proceden temas que podemos oír en este concierto. Desde el mismo Allegro donde la orquesta nos remite al ritornello del aria “Aer tranquillo e di sereni” que canta Aminta y que exige aquí gran ligereza del violín. El italiano la tuvo, aunque algunos excesos en un sonido amplio y dinámicas extremas deslucieron el sonido –por no hablar de ruidos por parte del solista con dedos y arco sobre el mástil en sus compases de silencio– en la delicada entrada de la orquesta en el Adagio maravillosamente cuidada por de Vriend y sus músicos, que recibió la limpieza cristalina de flautas y solidez de trompas que demanda y una espléndida sonoridad cálida en el elegante juego de pregunta y respuesta en las cuerdas, con un pizzicato redondo en los bajos. La ironía y sorpresa en el final del concierto que se interrumpe cuando reaparece a través de la variación el tema del Rondó, mejoró las sensaciones con un Carmignola ágil y preciso que dejó respirar las frases, sin responder con ninguna propina a los aplausos de la sala.  

Las tres últimas sinfonías escritas en verano de 1788 marcan en la vida de Mozart el inicio de la decadencia y también la consagración de una obra irrepetible. “El otro día olvidé escribiros que la sinfonía fue “magnifique” y obtuvo todo el éxito posible. Tocaron 40 violines, todos los instrumentos de viento doblados, 10 violas, 10 contrabajos, 8 violoncelos y 6 fagotes”. El texto es de una carta del compositor a su padre tras la interpretación en Viena de la Sinfonía núm. 31 “París”. Siguiendo la opinión del mismo compositor, Felix Weingartner se oponía a la interpretación con orquestas reducidas, pero esta es sin duda la opción generalizada, y también lo fue esta vez: la grandilocuencia de la partitura se pone en juego, sin embargo, en aspectos que no tienen que ver tanto con el dispositivo orquestal. Liberado del delicado trabajo de conjunción con el solista en la primera parte, de Vriend imprimió energía y vitalidad –también un tempo algo elevado– a una orquesta vigorosa, flexible, que respondió desde el principio. El legato en la articulación de las cuerdas, fue enfatizado por de Vriend y mostró el maravilloso relieve de la partitura tanto en los numerosas transiciones que desarrollan el tema del primer movimiento, como en el profundamente conmovedor Andante cantabile: la solemne acumulación de tensión prerromántica junto a la alegría inocente despreocupada y pastoral fue arrancada de una lectura sensible y elocuente, favorecida por la larga comprensión de las frases del director holandés. Sólo el final fugado del Molto allegro con el que Mozart cierra su última sinfonía, un testamento magistral, serviría para ilustrar hasta que punto esta “sonata para orquesta” que es la sinfonía alcanzó con el genio salzburgués como lo hará después con Beethoven altísimas cotas de intensidad dramática a través de una elaboradísima organización estructural abstracta. Mucho de esa solemnidad triunfante pudimos oír, gracias a una lectura inteligente y precisa de la orquesta y de de Vriend que hicieron crecer hasta el final este ciclópeo monumento sinfónico, despedido con la admiración que merece.