Un clásico contemporáneo
Nueva York. 18/3/2017. Metropolitan Opera House. La Traviata. Sonya Yoncheva, Michael Fabiano, Thomas Hampson, Dir. escena: Willy Decker. Dir. musical: Nicola Luisotti
Corría el año 2005 cuando en Salzburgo se presentó una producción de La Traviata que, tras más de una década, se ha confirmado como histórica. Fue un momento de enorme impacto mediático en el que se consolidó la que sería la pareja de moda en la lírica internacional durante un lustro: Anna Netrebko y Rolando Villazón. La producción corría a cargo de Willy Decker y, a pesar de su modernidad y simplicidad visual, fue mayoritariamente aclamada. La Traviata de IKEA, como la llamaron algunas voces insidiosas por sus líneas claras y su atrezzo de línea nórdica, es hoy un referente imprescindible para la ópera del siglo XXI.
Unos años después, en 2011, el MET la adquirió para proseguir el camino de modernización -de acercamiento al eurotrash que dirían algunos- en el que, vacilante, todavía anda embarcado. Cruzó el océano gracias a la generosidad y el arrojo de algunos patronos, ya sabemos que en EE.UU. la gran cultura se financia sobre todo desde los bolsillos de los benefactores privados. Desde entonces ha reaparecido con frecuencia en su programación, siempre encabezada por un reparto entre lo sugerente y lo excelente.
Como todas las buenas producciones, y frente a la versión de video que muchos aficionados conocen, solo el directo hace justicia a las buenas ideas de Decker. El espacio vacío de la escena, casi onírico, elimina lo superficial y refuerza las esencias de la obra: el inevitable destino de Violetta y la fuerza opresora del mundo masculino que la rodea. Los cimientos escénicos se construyen desde un excelente lenguaje visual, evocador y sugestivo, que impresiona, conmueve y demuestra cómo la estética desnuda puede funcionar como motor para los afectos. Tenemos un buen ejemplo en ese enorme muro de flores pintadas que se marchitan a la vez que las esperanzas de los protagonistas.
La soprano búlgara Sonya Yoncheva, una experta Violetta a la que hemos podido ver en ese papel en España en los últimos años, encarna a la protagonista. Tiene muchas virtudes y alguna dificultad. Entre las últimas estarían cierta incomodad en las coloraturas del primer acto y problemas para afinar cuando hay saltos hacia el agudo. Entre las virtudes, una voz potente, un buen control de las dinámicas y un centro sólido con una preciosa, densa y sensual carnosidad. Su actuación fue creciendo imparablemente hasta un impactante tercer acto, convincentemente lleno de sensibilidad y desesperación. Frente a ella Michael Fabiano -entrevistado haces unos meses por Platea- lució capacidades para hacer un Alfredo versátil, adaptado a la acción de cada uno de los actos y siempre correctamente cantado. Su voz es suficiente para llenar la inmensa sala del MET sin esfuerzo aparente y sin perder matices ni delicadeza. Puede además cambiar de registro dramático -inicialmente atolondrado, feroz e impertinente después y honradamente penitente en el final- manteniendo siempre la belleza balsámica de una emisión que nace de la buena técnica.
Thomas Hampson conoce bien el papel y el escenario ya que, entre otras cosas, formó parte del reparto original en 2005. A pesar de su veteranía, o precisamente por ello, ofreció un retrato teatralmente solvente de Germont, aunque vocalmente atípico. Tiene una magnética presencia escénica, una emisión sorprendentemente firme y una inteligencia dramática que suman a la credibilidad y el carisma del personaje. Desatendió sin embargo el canto, nada menos, y apenas atendió a la línea melódica ni al fraseo. Ofreció más bien una aproximación declamatoria que funcionó en muchos momentos, pero resultó insuficiente en otros, como en su pieza estrella, “Di Provenza”, un momento sin enormes complicaciones vocales pero que requiere una ejecución técnicamente correcta y muy sentida.
Pero lo más cuestionable de la noche estuvo sin duda en el foso. El director Nicola Luisotti optó por revisar siglos de tradición en la música italiana, rebajando melodías y armonías para resaltar los componentes rítmicos. La afamada orquesta del MET resultó casi inaudible, falta de carga emocional y, cediendo el protagonismo a los cantantes, ofreció ante todo un acompañamiento métrico.
En definitiva, una Traviata escasa de música, extraviada desde el foso, pero redimida por los esfuerzos de los cantantes y, sobre todo, por la magia de una producción que es ya un clásico incontestable de la ópera contemporánea.