• Foto: Javier del Real
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¡Qué maravilla! ¿Qué maravilla?

20/01/16. Madrid. Teatro Real. Mozart: Die Zaubeföte. Norman Reinhardt (Tamino). Sylvia Schwartz (Pamina). Gabriel Bermúdez (Papageno). Kathryn Lewek (Reina de la Noche). Rafal Siwek (Sarastro). Mikeldi Atxalandabaso (Monostatos). Elena Copons / Gemma Coma-Alabert / Nadine Weissmann (Tres damas). Orquesta de la Comunidad de Madrid. Coro Intermezzo. Pequeños cantores de la ORCAM. Ivor Bolton, dirección musical. Barrie Kosky, director de escena.

Es La flauta mágica de Mozart una obra aparentemente sencilla de escenificar (aunque Barrie Kosky tenga una opinión contraria, tal y como ha contado a Platea), con una historia, personajes y simbolismos múltiples que pueden dar opción a su vez a múltiples apuestas y conceptos. También, cuando muchos se cansan de decir que ahora se canta Mozart mejor que nunca, debería ser aparentemente sencilla de interpretar, y aquí eso sí, no hay alternativa posible más allá de lo que marca la partitura. “¡Tampoco hay muchas opciones con la escena!” Pensarán, dirán, espetarán, vociferarán algunos. Pero el caso es que Buster Keaton y Max Schreck (o al menos reminiscencias suyas) se pasean estos días por el Teatro Real dotando de verdadera magia a una Flauta que en lo escénico ha querido ir más allá del mero cuento infantil sin sobrepasar a su vez las delicadas líneas de la incongruencia dramática en la que muchos recaen queriendo aportar konzepts pasados de vuelta que terminan por no encajar más que a quienes los han creado.

Para los que afirman que no es ópera todo lo que (prácticamente) va más allá del cartón piedra, esta Flauta del australiano Barrie Kosky y el equipo del londinense 1927 (Suzanne Andrade y el ilustrador Paul Barritt) dan buena muestra de que se equivocan. Cambiemos ya de una vez el “esto no es ópera” por el “esto también es ópera”. Videoescena fascinante, de rico colorido y magia que atrajo un despliegue “técnico-movilístico” nunca antes visto en el Real, con decenas de señoras y señores sacando los teléfonos de turno para captar las imágenes que, proyectadas sobre una gran pared blanca repleta de ventanas y puertas, conformaban un exquisito homenaje al cine mudo, de refulgente carga naif y como decía anteriormente, repleta de guiños a los inicios del séptimo arte: allí estaba El maquinista de la general (Papageno), Nosferatu (Monostatos), Mary Duncan en City girl (Pamina) o incluso señoritas de music-hall (Tres damas) que de similar forma reflejó Chomet en Les triplettes de Belleville. A su vez, los recitativos (más que significativos en el singspiel alemán) fueron sustituidos por concisos pantallazos acompañados por un pianoforte amplificado.

Una maravilla, pues. ¿Una maravilla? Sí y no. Sí, si la ópera fuese sólo la escena. No, cuando fallan el resto de los elementos que la conforman. Que las luces no nos ensordezcan. La ópera también es esto, decía, pero desde luego y por encima de todo, la ópera son las voces que las protagonizan. O han de protagonizarla. Si bien la escena de Barrie Kosky puede y debe convivir estupendamente en una programación junto a otras puestas diferentes, más clásicas o más transgresoras; no tengo tan claro que una ópera con dos repartos nada destacables tenga justificación o equilibrio posible dentro de una temporada de un teatro alineado en la segunda división de la lírica (dejemos la primera para Met, ROH, Múnich, Viena…). Exceptuando la resolutiva Reina de Kathryn Lewek y el convincente Monostatos de Mikeldi Atxalandabaso, no hubo nada entre las voces que mereciese una atención especial, dentro eso sí, de la corrección general.

Lo que sigue sin ser de recibo es el resultado del supuesto director principal de la casa, el inglés Ivor Bolton. Una lectura tensa pero sin tensión. Rígida, alejada de lirismos y sin magia posible. Contundente, pero no vibrante ni enérgica, ordenada además por los tiempos marcados por los proyectores.

Una maravilla... visual.