cantor mexico javier del real 1

Empezar como se acaba

Madrid. 11/10/17. Teatro de la Zarzuela. López: El Cantor de México. Rossy de Palma (Eva Marshall). José Luis Sola (Vicente Etxebar). Sonia de Munck (Cricri). Luis Álvarez (Riccardo Cartoni). Manel Esteve (Bilou). Ana Goya (Señorita Cécile). Coro del Teatro de la Zarzuela. Orquesta de la Comunidad de Madrid. Emilio Sagi, dirección de escena. Óliver Díaz, dirección musical.

El Cantor de México no es sino una obra escrita “a mayor gloria de”. En este caso del cantante Luis Mariano (Mariano Eusebio González García para sus cercanos), rutilante estrella de los años cincuenta y sesenta que triunfó en Francia entre operetas y edulcoradas películas musicales que bien le acercan a lo que hoy en día serían muchos de los que también se presentan como “tenores” en las radiofórmulas comerciales. De hecho, la voz de Luis Mariano, por sus medios o falta de ellos, pronto abandonó la ópera como tal para acomodarse en la opereta y superficiales películas de la época, la más famosa de ellas Violetas imperiales junto a Carmen Sevilla, siempre con sus conocidos falsetes, que incluso para emitirlos (ahí están los falsetes, falsettones y mixtas del gran Pavarotti) su voz siempre se ajustó, eso sí brillantemente, a las formas del crossover, del crooner melódico que con el paso del tiempo raya el horterismo.

Por todo lo comentado, cabe preguntarse si la elección de este título resulta acertada para la inauguración de temporada del Teatro de la Zarzuela. Y voy a intentar escribir estas líneas desde la pura reflexión, habiendo conseguido, creo yo, eliminar al monstruo de las expectativas, que no son sino prejuicios, que siempre surgen cual enemigo mortal para cualquier crítico. La temporada pasada se cerró en la Zarzuela con una propuesta completamente fallida, firmada de nuevo por Enrique Viana y Daniel Bianco, a los que se suma aquí y una vez más Emilio Sagi… y con la misma fórmula: música no encuadrable dentro de la zarzuela, con una estrella no lírica invitada como protagonista y formas ya conocidas hacían presentir, de nuevo, lo peor. Sagi tiene sus medidas y esta producción más de diez años. Baila con la música, tiene una visión viva del teatro dentro de sus propias costuras y supongo que un Sagi al año no hace daño, aunque el caso es que el Sagi-Bianco-Viana, con cualquiera de sus componentes, se me hace ya una constante un tanto repetitiva en la memoria, dentro del teatro de la zarzuela.

Sobre el escenario y en esta ocasión concreta, los habituales textos de Enrique Viana, que destilan llamativas carencias por momentos, pero mejor hilados que en ocasiones anteriores. Emilio Sagi, como comentaba, dentro de su patrón de modelaje, baila con las diferentes músicas, sabe llevar a los cantantes y, exceptuando algún momento demasiado forzado, resulta muy teatral. Lo dicho: una vez al año, no hace daño.
La escenografía de Daniel Bianco es una explosión de color, una oda al kitsch que funciona en todo momento. Rica, viva e imaginativa, secundada en el certero vestuario de la también argentina Renata Schussheim. El momento álgido, más allá de la reminiscencia fallera final donde el público se une a cantar con los artistas, lo vivimos con una Rossy de Palma en estado de gracia, vestida a lo Nancy vaquera, con una cuadrilla de enmascarados con ceñido bañador, todo ello sobre una barandilla levantina de lo más kitsch que gritaba “amo Torrevieja” a más no poder.

Rossy de Palma puede no gustar, y en ese caso nada hay que hacer, pero si uno está predispuesto mínimamente a hacer el humor, se lo pasará en grande con ella. A su lado, un inspirado José Luis Sola como Vicente Etxebar, una Sonia de Munck como Cricri que es una delicia escuchar, y el acertado Bilou de Manel Esteve. Destacar la comicidad de quien siempre es una garantía: Ana Goya, aquí como la Señorita Cécile y por supuesto la gran labor de Luis Álvarez como el empresario Riccardo Cartoni, que es pura zarzuela, de esa que bebe de la vieja escuela, de la buena, con una proyección envidiable y un pulso y dinamismo que llevan para delante cualquier función. Creo recordar que fundó junto a Francisco Matilla la Compañía de Ópera Cómica de Madrid. Esta gente, sí, esta gente bien se merecería el mismo lugar destacado que otros, mencionados más arriba, ocupan ahora el Teatro de la Zarzuela.

Y luego está Óliver Díaz, que de una partitura de la que a priori cabría no esperar nada, él descubre recovecos, sorpresas, detalles. Ya desde el comienzo y por ejemplo, él se saca de la manga, junto a la ORCAM, una cuerda elegantísima en el primer vals de la noche… y a uno le hace levantar la ceja. Después vendrán un juego exquisito del primer violín, un pulcro sentido del jazz y un cuidado en los planos y volúmenes (aquí se ha eliminado felizmente la amplificación de la producción original) que aportan a la obra más de lo que esta en sí misma es capaz de ofrecer. Este título, que termina resultando como verse una película en Cine de barrio: tan simple, tan monótono, tan superficial y tan de otros fueros que no son estos, se sostiene por los cantantes, actores y músicos que le han dado vida. A Díaz hay que darle mayores empresas… y mayores naves. No hablo ya de que estamos tardando en escucharle frente a la OBC o la Nacional. Hablo de que, ya que no dirigirá más funciones que estas a lo largo de la temporada, debería hacerse él cargo de la ORCAM.

¡Y no me olvido del coro, magnífico! De más mayor sigo queriendo ser el coro femenino de la Zarzuela y ese joie de vivre que desprende.

Foto: Javier del Real