Ascender a los infiernos
Milán, 03/03/2018. Teatro alla Scala. Christoph Willibald Gluck, Orphée et Eurydice. Orfeo, Juan Diego Flórez; Euridice; Christiane Karg; L'Amour, Fatma Said. Coro y Orquesta del Teatro de la Scala. Dir. de escena, Hofesh Shechter y John Fulljames. Dir. musical, Michele Mariotti.
Su voz ha cambiado. Juan Diego Flórez lo ha reconocido en muchas entrevistas y el público madrileño tuvo la oportunidad comprobarlo en primera persona en el magnífico recital que ofreció hace tan solo unos meses en el Teatro Real. De ser el tenor rossiniano de referencia, ha pasado ahora a abordar papeles más líricos. Este Orphée et Euridice en la Scala, que estrenó hace tres años en Londres, no hace más que confirmar la sólida evolución de un tenor que continúa en estado de gracia, tan solo ahora en otro territorio vocal.
Lo hace además envuelto en una producción evocadora, llena de magia e inspiración, que logra trasportarnos al corazón del viaje emocional del protagonista. Es una peregrinación llena de espiritualidad a los terrores del infierno, pero a la vez también a belleza de los cielos. La puesta en escena de John Fulljames, sin apenas elementos decorativos se llena de trama poética a través de los vigorosos fondos, de una iluminación con profundo sentido teatral, y sobre todo, de la dirección y la coreografía de actores que, una vez más, tanto le debe a Sellars. El ballet apunta a lo salvaje de la adversidad humana y también a lo atemporal, combinando movimientos primitivos -a imitación de los sátiros- con otros clásicos y algunos que reproducen sin tapujos una rave contemporánea. Una mezcla en principio imposible que, por firmemente en unas esencias coreográficas comunes, funciona a la perfección.
Si con esta obra Gluck inicia una reforma para unir íntimamente música y drama, los directores de escena lo reflejan literalmente, subiendo la orquesta completa al escenario como un elemento visual y dramático más. Así, además de tocar y envuelta en una iluminación dorada que recuerda la divinidad, la formación sube y baja, marcando los niveles de lo terreno y lo infernal. Sin embargo, musicalmente hablando, la lectura de Michele Mariotti supuso el único punto cuestionable en una producción por todo lo demás redonda. Ofreció una actuación tan solo correcta, que se quedó siempre un punto corta: a los fraseos les faltó sensibilidad y a las armonías, dimensión trágica. En cualquier otro teatro esto hubiera pasado sin escarnio, pero en la Scala no se puede jugar con la calidad musical. Los loggionisti –el feroz público de los últimos pisos- reprobó al maestro con unos abucheos expresivos, de los que nacen de las identidades profundamente ofendidas.
Flórez sin embargo triunfó sin paliativos. Su voz exhibe un precioso color y el centro se ha hecho seductoramente denso y corporal. Su actuación presenta a un Orfeo creíblemente torturado, viril, con un tipo de masculinidad enredada, que combina bien con el dulzor interpretativo que siempre le ha caracterizado. Sigue además cómodo en las agilidades y ligerezas, como demostró en sus piezas del primer acto. Pero su mejor momento vino en el tantas veces manoseado “J’ai perdu mon Eurydice”. Flórez, interpretó una pieza nueva, mostró numerosos registros, todos plenos de excelencia: la potencia trágica, la vulnerabilidad en unas medias voces impecablemente emitidas, el espectáculo de agudo brillante y una afinación que nos sumerge de lleno en lo sublime. Fue una lección sobre la diversidad y potencia emocional de la ópera, concentrada en menos de cinco minutos.
Christiane Karg, como su amante perdida, tuvo una primera intervención algo ligera, pero ganó peso en sus magníficos dúos con Orfeo. El canto delicioso de la soprano Fatma Said, en el papel de Amor, se cimentó en unas coloraturas resplandecientes, magníficamente esculpidas. Por otra parte, perdóneme la frivolidad, si las voces y las dotes actorales del trío protagonista convencen al alma, el físico -parecieran sacados de una cercana pasarela milanesa-, cautiva a los ojos. La actuación del coro no hizo sino subir aún más el nivel de la representación. Exhibe de entrada lo que se debe pedir de cualquier buena formación: afinación, volumen, buen empaste y coordinación. Pero además, caleidoscópico, fue también capaz de manifestar delicados matices, combinando simultáneamente trazas de rabia, miedo, empatía y esperanza.
Esta producción nos deja escenas para el recuerdo, como el combate del arpa con las sombras del averno, llenas de exquisitez plástica y sonora. Con ella pudimos bajar a los infiernos y al tiempo ascender a la gloria del mejor arte total. Pero también nos despierta un motivo para la reflexión por la cantidad de asientos vacíos en la sala, algo que no es infrecuente en la Scala últimamente. Es esta la primera vez que programan la ópera en su versión francesa. Si una obra tan representativa, con una producción de este calibre y un cartel encabezado por Juan Diego Flórez no logra producir un lleno total, habrá que pensar que han hecho otras ciudades menos emblemáticas para llenar sus teatros; más allá de confiarse a turistas confundidos que no saben bien dónde se han metido, y cuya intención es poner un tic verde a la lista de to-dos en Milán.