Ejecución
19/02/16. Madrid. Auditorio Nacional. Temporada de la Orquesta y Coro Nacionales de España. Obras de Copland y Busoni. Vadym Kholodenko, piano. Miguel Harth-Bedoya, dirección.
Es curioso que la última vez que Miguel Harth-Bedoya se puso al frente de la Orquesta Nacional, arrancase el programa con una partitura (Carnaval romano de Berlioz) donde se aprecia al inicio un motivo sobre negras en el corno inglés muy similar en espíritu al que Copland encarga aquí al clarinete nada más comenzar su Appalachian spring. Y ese espíritu, claro ejemplo de la suspensión y la evocación perseguidas por el compositor que bien le valieron el Premio Pulitzer en 1945, es lo que más se echó de menos en el Auditorio Nacional. Si Bedoya pudo entonces volcarse en el ritornello de Berlioz para sumar puntos en su lectura, la obra del estadounidense no le dio tal oportunidad, desarrollando una interpretación de sonido limpio (muy bien expuestas las variaciones Shaker) donde destacó la intervención de maderas y metales, pero manca d’anima, en una narrativa tan correcta como superficial.
En la segunda parte del concierto, Harth-Bedoya y Vadym Kholodenko demostraron por qué forman una competitiva pareja artística que gusta en coincidir tanto en los escenarios como en los estudios de grabación; en esta ocasión con una rareza que el pianista tiene en repertorio desde hace años a pesar de su juventud y de la complejidad de la música escuchada. Dos obras no muy habituales pues (primera vez que la ONE interpretaba este Busoni) que provocaron que la sala sinfónica del Auditorio se viese un tanto vacía. Eso sí, los fieles disfrutaron de lo lindo, apreciando con justicia el titánico esfuerzo del ucraniano.
Y es que escuchando el Concierto para piano de Busoni uno se explica por qué no se programa más a menudo. No es sólo por su duración y el número de atriles requeridos que le confieren una apariencia de inmensa mole orquestal de más de una hora de duración; es también porque es una obra digamos circunspecta y nada generosa con el solista, al que apenas otorga un momento como protagonista y al que además se le exige un papel de virtuoso sin brillantez. No es un, pongamos por ejemplo, Liszt, por más que la escritura para el piano sea de lo más endiablada en ocasiones, sin momento además para el respiro. Busoni, que conocía el teclado como pocos en su época, decide reclamar todo aquello que técnicamente se puede exigir a un instrumentista, pero negándole cualquier oportunidad de relucir por encima de la orquesta o de complicidad con el público, convirtiendo al virtuoso en un mero y admirable ejecutor. Sí, en la teoría y en la práctica estamos ante un virtuoso, pero todo virtuoso necesita de su momento de gloria, de exhibición, para tener una identidad completa; así lo han entendido todos los que han escrito para ellos, pero no Busoni, que termina por componer más que un concierto al uso, un poema sinfónico enorme con piano obbligato. Ni siquiera en la coda del cuarto movimiento se le permite al pianista ser el protagonista ya que, aún pudiendo haber concluido ahí el concierto, Busoni decide rematar el movimiento con un finale más bien chimpunero, platillos incluidos; y es que la sensación de totum revolutum sobrevuela la partitura desde su comienzo; tanto, que en un último alarde de “quién da más”, el italiano decide añadir un quinto movimiento con coro pseudo-metafísico (no especialmente destacable la intervención del Coro Nacional de España en esta ocasión) que hay quien gusta comparar con la Fantasía Coral de Beethoven; aunque por comparar también podemos comparar un huevo con una castaña y encontrar puntos en común sin que se parezcan lo más mínimo.
Por todo ello, más que admirable la labor de Kholodenko, quien venció a Busoni perdiendo alguna nota en el juego del máximo virtuosismo técnico posible, siempre bien guiado, más bien acompañado, por el director peruano. Convenció de largo al público, quien entregado parecía querer arrancarle una propina… Algo así como pedir un bis a Isolde tras su Mild un leise.