En el valle florece la primavera
Zaragoza, 24/04/2014. Sala Mozart del Auditorio. Obras de Schumann y Beethoven. Mahler Chamber Orchestra. Dir. musical: Daniele Gatti.
En el metro de este primer verso de un poema de Adolf Böttger parece basarse el motivo inicial del primer movimiento de la Primera Sinfonía de Schumann. Es un bonito y floral título (coincidiendo además con la estación en la que estamos) para la reseña de un concierto que podría haber tenido muchos otros: “La magia de Gatti”, “La elegancia de lo bien hecho” “Una orquesta encantada con lo que hace”.... Cualquiera resumiría la que fue una estupenda lección de cómo dirigir y cómo interpretar una sinfonía clásica (en el sentido amplio de la palabra). Una clase magistral que, al que firma estas líneas le supo a poco, esperando una propina que nunca llegó. Seguramente el maestro Gatti, que actuó de arquitecto-hechicero del concierto, consideró que a sus dos construcciones, las dos sinfonías que nos había ofrecido, no les sentaba bien un añadido posterior. El aficionado, que es insaciable.
La primera parte del concierto estaba dedicada a la Primera sinfonía de Robert Schumann, la llamada “Sinfonía primaveral”, una obra llena de alegría, de moderado optimismo y de una desenvoltura que tan poco se ve en las producciones del compositor alemán. No es una de las grandes obras del sinfonismo del XIX pero sí que nos da una visión de un Schumann que se lanza a las grandes composiciones con decisión y entrega y que, pese a que le costara más tiempo instrumentarla, esbozó en menos de una semana. Fue una de sus obras más famosas en vida y sigue atrayendo por esa frescura y esa ternura que emana, no en vano eran los primeros momentos de su vida en común con Clara y la música lo refleja claramente. No hubo mucha diferencia por parte de Daniele Gatti a la hora de abordar esta partitura y la siguiente, la Séptima de Beethoven, que ocupaba la segunda parte del concierto. Las líneas de dirección fueron muy parecidas, basadas en el gesto preciso, en la construcción perfecta, sin alterar nada de lo escrito, sin buscar protagonismos, midiendo con maestría y, sobre todo, insuflando a la orquesta (luego hablaré de ella) el espíritu “primaveral” que las notas transmiten.
De todas formas, y sin desmerecer ni al compositor sajón ni a los ejecutantes, el plato fuerte de la noche fue esa maravillosa sinfonía que es la Séptima de Beethoven. No voy a hacer aquí un repaso (no es labor de una crítica, pienso) de lo mucho que se ha escrito sobre este monumento (así lo considero, siendo mi obra sinfónica favorita del maestro de Bonn) y de las diversas denominaciones que se le han dado. Pero creo que sí que hay una definición, la que más consenso reúne, que describe perfectamente esta obra: el ritmo. No hay objetivo que describir, no hay un motivo preciso, una referencia a la biografía personal del compositor donde agarrarse. Beethoven voló libre y maravillosamente inspirado en estos cuatro movimientos que forman una obra inmortal. Gatti, el gran arquitecto de la batuta, construyó nota a nota esta monumental (no por su extensión si no por su grandeza intrínseca) sinfonía sin dejar que el halo romántico entrara en ella. Fue una construcción clásica, un “Palladio” musical donde las formas de cada tema se veían perfectamente dibujadas y definidas, como parte indiferenciable del todo sinfónico. No hubo ni algaradas en el último movimiento ni suspiros en el segundo. Hubo, una vez más, precisión, muchísima belleza y algo que definió todo el concierto: la clara, la obstinada casi, intención del director de mostrarnos cada uno de las muchas capas que guarda la sinfonía. Claro ejemplo de ello fue el segundo movimiento, con esos tres temas que lo componen (el tercero casi disimulado) dibujados con hermoso gesto, con unos contrastes (otra de las piedras angulares de todo el concierto), de los forte a los pianissimi, que marcaron la diferencia entre lo que es bueno y lo que es excepcional. Porque Gatti demostró en este concierto que el lugar que ocupa en el mundo musical no es un regalo o un montaje de la discográfica de turno. Es fruto de un trabajo concienzudo, que olvida el protagonismo del director (que, paradójicamente, en ese mismo acto se convierte en auténtico protagonista) para centrarse en la obra a la que libera, por lo menos en este concierto, de clichés bastante establecidos (como el desbocamiento general, vuelvo a señalar, que se suele escuchar en el cuarto movimiento) y centra la composición en lo que él entiende que debe ser. Toda una lección.
La Orquesta de Cámara Mahler, aquel proyecto que impulsara Claudio Abbado, se ha convertido en una orquesta de referencia en el repertorio que su volumen de profesores permite. La sabia elección de sus directores enriquece su trabajo y la convierte en un conjunto compacto, bien estructurado, con una sección de viento espectacular (que se lució ampliamente con Beethoven) y que transmite, sobre todo, profesionalidad y gusto por lo que hace. Me atrevería decir que hasta alegría. Acostumbrado muchas veces a ver detrás de los atriles a músicos que cumplen muy profesionalmente (incluso con virtuosismo) pero a los que no se les ve disfrutar de lo que están haciendo, a los componentes de la Mahler se les veía felices al final del concierto, seguramente tanto por el trabajo bien hecho como por haber sido dirigidos por esa batuta que hace que todo parezca fácil, porque todo lo marca, todo lo indica, todo lo hace sentir, y sin tener una partitura delante. Grande Gatti.