Harteros Arabella Bayerische2018 

Con nombre propio

Múnich. 17/05/2018. Bayerisches Staatsoper. Richard Strauss: Arabella. Kurt Rydl (Conde Waldner), Doris Soffel (Adelaide), Anja Harteros (Arabella), Hanna-Elisabeth Müller (Zdenka), Michael Volle (Mandryka), Benjamin Bruns (Matteo), Dean Power (Conde Elemer), Johannes Kammler (Conde Dominik) Dir. escena: Andreas Dresen. Escenografía: Mathias Fischer-Dieskau. Vestuario: Sabine Greunig. Iluminación: Michael Bauer. Dir. musical: Constantin Trinks. Bayerisches Staatsorchester. Coro de la Bayerischen Staatsoper. 

Hay pocos títulos que lleven asociado un nombre propio con tanto mérito y honor. Éste es sin duda uno de ellos, pues los paños de su protagonista, Anja Harteros, no pueden gozar de percha mejor de la que le confiere. Con el debido permiso de sus loadas cualidades vocales, la soprano renana comienza entrando en esta producción no por los oídos, sino por los ojos. Su tez blanquecina, con cabello y vestuario en premeditado contraste, ponen de relieve desde un primer momento la voluntad de la producción de Andreas Dresen, estrenada con notable éxito en Múnich en el muniqués festival de 2015. Dresen realiza una lectura impecable de la partitura del más ínclito de los Strauss bávaros, cede más espacio del que en éste título habitualmente se confiere a los cantantes sabiendo que en ellos, y particularmente en Ella – para quien teje un auténtico guante – reside el alma de la obra, tantas veces denostada por lecturas inadecuadas o presuntuosas. La falsa simplicidad que se puede presuponer a esta “comedia lírica” ha llevado a sus contadas puestas en escena por no pocos superficiales derroteros, fatuo final que Dresen ha sabido obviar desde sus primeros compases, con una dirección que encumbra la sencillez frente a la inherente dificultad dramatúrgica del título.

Arabella es su alma, y a ella se encomienda el director de escena alemán, conocedor de las capacidades dramáticas de Harteros, también cabeza de su primer cartel, quien despliega en mi opinión uno de los papeles más redondos de su repertorio, capaz de modular su voz, temperamento y gestualidad a los vaivenes emocionales de la trama. Su amor genuino del último acto, por poner un sobrio ejemplo, encuentra claro reflejo en una voz cálida y seductora, libre de aquella timidez e ingenuidad que despliega en sus primeras intervenciones. Tal evolución dramática de un personaje, asentada en pilares tan robustos, estuvo y está en manos de muy pocos artistas.

El resultado es sin duda también fruto de una espléndida escenografía, obra de Mathias Fischer-Dieskau que acompaña a los cantantes asumiendo un digno segundo plano, cual ilustración gráfica pseudo-cubista, dotada de precisas luces y sobras, fruto de una inteligente iluminación de Michael Bauer. Fischer-Dieskau, con escasos medios por motu proprio - entre los que impera una gran escalera que se cruza y gira entorno a sí misma -, es capaz de hacernos visitar los tres ambientes descritos por el libreto de Hugo von Hofmannsthal sin que echemos nada en falta. Tan simple como idílica es por ejemplo la cortina de confeti que tiende al final del primer acto, un telón dorado en segundo plano que dilata las pupilas, disuelve la profundidad de campo y eleva a un primer plano emocional el canto que entretanto envuelve con delicadeza la orquesta. 

También destacable se me antoja la Zdenka de Hanna-Elisabeth Müller, alumbrando con fidelidad su personaje, siendo capaz de portar con dignidad la tragedia que en ella se esconde durante gran parte de la trama, con voz firme y línea elegante, particularmente adapta en su timbre para completar los dúos con Arabella y encumbrarlos entre los compases más memorables de la representación.

Son sinceramente ambas damas las que se portan los más exquisitos manjares a la mesa, acompañadas de un reparto que las acompaña con precisión pero sin especial mérito, y que por ello dejo en la sobra, reconociéndome víctima de la intensa luz que desprendían ellas.

La dirección de Constantin Trinks ejerce un modesto papel, aunque la orquesta volvió a mostrarse a un gran nivel. Lamenté únicamente el que desaprovechase el generoso espacio que Strauss le otorga entre el segundo y tercer acto, allá donde una lectura más incisiva y analítica nos hubiese hecho cancelar de un plumazo la orgía – único frívolo exceso – en la que derivó el baile, sin tener que recurrir al giro continuo de la escena, visualmente efectivo, como todo, y que actuó cual Rumba contra los excesos que allí se acometieron.