Manuel Hernández Silva 

Ciclotimia

Barcelona. 5/3/16. Auditori. Ravel: Rapsodia española y Concierto para piano y orquesta. Rachmaninov: Danzas sinfónicas. Jean-Efflam Bavouzet, piano. Orquesta Sinfónica de Barcelona y Nacional de Cataluña. Dirección: Manuel Hernández Silva. 

A este paso resultará muy difícil dibujar un balance claro de la temporada 2015-2016 de la OBC, una orquesta con gran potencial sin duda, pero ciclotímica, excesivamente expuesta a los caprichos del programa y el tono del director. En este caso, fue el venezolano Manuel Hernández Silva, actual titular de la Orquesta Sinfónica de Málaga. Un director poco ortodoxo en sus gestos, pero con algunos momentos de buena administración del sonido que no obstante no despejaron del todo las dudas que teníamos. En ocasiones mostraba una sabia dosificación sonora y en otras, estallidos que convertían la orquesta casi en un mero instrumento de recreación acústica.   

La Rapsodia española, que incorpora la Habanera para piano de 1895 pertenece al universo sonoro de otras obras del compositor francés que volvían la mirada a España –como La hora española de los mismos años, el Boléro de 1928 o La alborada del gracioso de 1905 dentro de la suite Miroirs– en el momento en que Falla llegaba a París. De gran repercusión en la crítica española que entonces celebró su criterio constructivo y claridad melódica, dentro del concepto de clasicismo que se defendía, tardó sin embargo casi dos décadas en llegar a España desde su estreno en el Teatro Châtelet de  París: “por fin Ravel ha venido a España. Hacía tiempo que España había ido a Ravel”, escribía Gerardo Diego en 1924. Ravel alude constantemente a la música española a través de ritmos, armonías y giros melódicos, mediante una orquestación muy precisa y detallada. Poco de eso pudimos apreciar: esta temporada nos estamos acostumbrando a los aperitivos insípidos, cuando no indigestos, en cada programa. Esta vez le tocó ese papel a una Rapsodia española sin fluidez ni alma. Tras un inicio dubitativo, Hernández Silva imprimió al “Preludio a la noche” un tempo excesivamente pausado que volvió incomprensible el sentido de las frases. La inestabilidad de las maderas ya en la “Malagueña” o el trazo grueso y la falta de agilidad del director en líneas generales tampoco ayudó a levantar el vuelo, que desembocó en una “Feria” con excesivos desajustes. 

Es cierto que Ravel recibió algún desagravio en la siguiente obra del programa, con una interpretación de prestancia y gran personalidad a cargo del pianista francés Jean-Efflam Bavouzet. El Concierto para piano y orquesta pertenece a la última etapa del catálogo raveliano y se trata de una especie de compendio de atmósferas y universos sonoros que atraviesan por momentos Falla, Stravinsky y hasta Gershwin con una lógica constructiva rigurosa que nunca cae en la desorientación de el pastiche. Su concepción de un ideal clasicista se había transformado desde hacía una década, la Primera Guerra Mundial había quebrado la confianza en la autoridad y en la herencia; se trata ahora de una obra colorista sin grandes pretensiones pero de altísima exigencia, que bebe sin prejuicios de muchas fuentes y está provista de una orquestación magnífica. El primer movimiento Allegremente se inicia con un melodía del flautín adornada con glissandi del piano, prolongada por la trompeta. Un inicio con síntomas de desacuerdo entre la orquesta y el solista nos hizo presagiar lo peor, pero a lo largo del primer y segundo movimientos, el pianista fue asentándose con un notable equilibrio y detalles técnicos, como los trinos, de gran brillantez. Hay que decir, sin embargo, que a la orquesta le faltó algo de “ligereza de pies”, cosa que se acusó en la difícil integración del carácter que le dio Bavouzet a la partitura, y que las polirritmias provocaron inestabilidad en algunos momentos. No quisiera olvidar sin embargo la intervención espléndida de Juan Manuel Gómez, solista de trompa, en el comprometido fragmento lleno de agudos  del primer movimiento. El inicio del Adagio es un maravilloso pasaje cristalino y frágil, y fue muy cuidado por el director, otorgándole a Bavouzet un envoltorio sonoro adecuado en el que poder respirar; flautas y oboes ofrecieron un magnífico rendimiento, y el clarinete estuvo algo por debajo de su nivel. El Presto final rematado con gran precisión por el francés, le valió una buena acogida del público al que le regaló dos propinas muy diferentes: el virtuosismo desenfrenado del Estudio de Concierto Op.13 de Gabriel Pierné (aunque con más brillo y vehemencia que precisión) y el lirismo delicado de Claude Debussy en el octavo preludio del primer libro de sus Preludios: “La niña de los cabellos de lino”. 

La segunda parte comenzó con las Danzas sinfónicas de Rachmaninov; en tres movimientos brillantes y orquestalmente exuberantes es la última partitura que nos dejó el compositor ruso, dedicada a la Orquesta de Filadelfia. Algo denostada por ser tachada de anacrónica desde las corrientes de vanguardia, ofrece sin embargo momentos interesantes. El director venezolano trabaja mucho la expresividad de las cuerdas, y fue quizás lo más destacable en su visita. Dentro de esa abundante masa orquestal en el primer movimiento son relevantes los solos de los vientos y el característico color del saxofón, de gran protagonismo. En este apartado destacó un inspirado Ignacio Gascón, saxofón invitado, con una intervención muy expresiva y precisa. El segundo Andante con moto, aunque lo indique en la partitura toma de un vals sólo el ambiente y está regado de interesantes síncopas desde el punto de vista técnico, y de amargura y dolor, desde el biográfico y estético. Aunque algún ensayo más no hubiera sobrado, Hernández Silva fue asentando poco a poco la imbricación entre secciones para que los solos, tal y como piensa esta partitura el compositor ruso, fueran realmente relevantes por encima del oleaje orquestal. Si bien las trompas no mostraron la seguridad de la primera parte, hubo intervenciones de gran solvencia como la de oboes y sobre todo, la de Alfons Reverté, que fue un clarinete bajo soberbio. El último movimiento está impregnado de un carácter trascendente, con la presencia desde los primeros compases del canto de la Iglesia ortodoxa y después del Dies irae. La batuta eligió no obstante más efectismo que trascendencia, rozando la vulgaridad, y la orquesta la siguió obediente.