Poppea Salzburg2018 MaartenVandenAbeele

 

Extravagancia

Salzburgo. 14/08/2018. Festival de Salzburgo. Monteverdi: L´Incoronazione di Poppea. Sonya Yoncheva, Kate Lindsey, Stéphanie d´Oustrac, Carlo Vistoli, Ana Quintans, Dominique Visse y otros. Les Arts Florissants. Dir. de escena: Jan Lauwers. Dir. musical: William Christie.

El Festival de Salzburgo siempre ha tenido un aliento experimental, a pesar de sus formas a veces tan conservadoras, sobre todo si se atiende al atildado público austríaco que lo frecuenta. Quien no arriesga a buen seguro no se encuentra con hallazgos afortunados, pero a veces los experimentos embarrancan y no arriban a buen puerto. Algo así a sucedido con esta Poppea, confiada al coreógrafo Jan Lauwers, en un proyecto que implicaba también a los bailarines de la Academia de Danza Experimental de Salzburgo. Las intenciones eran claras y las cartas estaban sobre la mesa de antemano: lo que se nos proponía era un espectáculo de naturaleza transversal, de aires performativos, más una puesta en escena de calado estético que una producción al uso. No es Lauwers el primer coreógrafo al que se encomiendan propuestas escénicas en terreno operístico. El belga Sidi Larbi Cherkaoui ha firmado trabajos encomiables, como Les Indes Galantes que desarrolló en Múnich. Pero sí era esta la primera ocasión de Lauwers con la ópera, en un encuentro que no ha arrojado ni mucho menos un saldo positivo.

Lo cierto es que su propuesta es muy confusa, como si Lauwers no hubiera terminado de aterrizar del todo sus intenciones. Hay algunas composiciones plásticas reseñables, pero son apenas destellos en mitad de una maraña confusa, embrollada y barroca en el peor sentido del término. A cada ocurrencia le sucede otra, sin solución de continuidad, sin un hilo conductor genuino. Las cámaras nos muestran los entresijos de la acción en los primeros instantes de la representación, en dos grandes pantallas. Un recurso aislado que no tiene continuidad alguna después. Lo mismo sucede con las varas con la iluminación, a nivel del escenario al comienzo y más tarde elevadas sin coherencia con nada en la partitura, en la acción o en el libreto. En conjunto, una sucesión de extravagancias.

Hay un cierto horror vacui en la mirada de Lauwers sobre esta obra, que termina por ofrecenos bajo una mirada demasiado histérica y bizarra. En no pocos momentos su propuesta satura y agota al espectador, al no llevarlo a ninguna parte. Todo lo dicho no obsta para reconocer que el trabajo de todo el cuerpo de solistas de la Academia de Danza Experimental de Salzburgo sea encomiable. Su labor es sobresaliente, pues su tarea era compleja y requiere un denuedo extraordinario. Hacen su trabajo de la mejor manera posible; otra cosa es que su trabajo no encuentre el cauce dramático esperable.

Tampoco William Christie firmó su mejor trabajo, al frente de Les Arts Florissants. Se esperaba mucho más de una referencia como la que representa el maestro británico, quien firmó sin embargo un Monteverdi demasiado plano y adusto, como aterido. Consistente en lo instrumental, qué duda cabe, pues Christie se había rodeado de excelentes músicos; pero esta Poppea no pasará a la historia por ser la más estimulante, la más vibrante o la más ensoñadora que hayamos escuchado.

La Poppea de Sonya Yoncheva representaba a priori el gran atractivo vocal de la velada. La soprano búlgara volvía así a sus orígenes barrocos, exhibiendo un timbre opulento y seductor, desplegando en escena una interpretación de enorme carga sexual. No pareció tan afortunado en cambio el Nerone de Kate Lindsey. Si bien bordó las intenciones andróginas e histriónicas que Lauwers atribuye al personaje, faltó en la solista estadounidense una mayor adecuación al estilo, abundando en exceso en sonidos abiertos y poco canónicos.

A todas luces, la palma vocal y escénica en estas funciones se la lleva la imperial Ottavia de Stéphanie d´Oustrac. Imponente. Voz rotunda, acentos afilados, sensibilidad escalofriante y un magnetismo escénico sobresaliente. Una maravilla su "Addio Roma". Muy notable también la Drusilla de la soprano portugesa Ana Quintans, de emisión fresca, resuelta y muy atinada en escena; y elegante y estilazado el Ottone de Carlo Vistoli. A partir de aquí, discreto reparto, con algún guiño exótico aunque acertado, como el Arnalta de Dominique Visse, y con naufragios evidentes como el terrible Seneca de Renato Dolcini, impropio de un escenario de primera linea.