antonacci voix

Morir solo

Madrid. 09/03/16. Auditorio Nacional. Sala de Cámara. CNDM: Liceo de Cámara XXI. Poulenc: La Dame de Monte-Carlo / La voix humaine. Donald Sulzen, piano. Anna Caterina Antonacci (Elle).

Si no lo han hecho ya, desengáñense, Cocteau no nos ha venido a hablar en La voix humaine del amor sino de su destrucción. O más bien de una de sus desviaciones: la dependencia originada ante la necesidad de sentirse amado. Así lo concebía y así lo dejó escrito: un drama que ha de mostrarse con los ásperos ojos del dolor, sin frivolidades ni tragedias, alejado de elegancias; algo que habitualmente no se suele tener en cuenta (recuérdense sin ir más lejos las funciones de la obra en los Teatros del Canal hace dos años con una sobrepasada María Bayo); teniendo como una de las fuentes inspiradoras el “Parce que les choses que je n’imagine pas n’existen pas, ou bien elles existent dans une espèce de lieu très vague et qui fait moins de mal" (Porque las cosas que no imagino no existen, o bien existen en una especie de lugar muy vago y hacen menos daño) que recoge el texto, mientras que la vertebración de este "diálogo a uno" nos la da Cocteau, quien recordemos escribió La voix entre uno de sus múltiples tratamientos de adicción al opio y su recuperación de fiebres tifoideas, las mismas que se llevaron a su primer gran amor Raymond Radiguet, en frases como “On n’est plus soi-même” (Ya no somos los mismos), “Je crois que nous parlons comme d’habitude et puis tout à coup la verité me revient” (Creía que estábamos hablando como siempre y luego de repente la verdad vuelve a mi) y, por encima de todo “Je n’avais pas le courage de mourir seule…” (No tenía el valor de morir sola).

Es en esta concepción en la que soprano Anna Caterina Antonacci parece sustentar su visión de la obra y la mujer que la protagoniza. Deja sentir cómo el amor ha dado paso a la dependencia, a la necesidad de sentirse querido y el terror a encontrarnos, de pronto, de un día para otro y definitivamente, solos. “Cómo me gustaría que algún día mi alma expirase entre tus besos de amor” que musicara Berlioz tiempo atrás. ¿No es eso acaso a lo que todos aspiramos? ¿Morir entre besos de amor, de un tipo u otro, pero de amor al fin y al cabo? No es la de Antonacci una mujer superada por las circunstancias, al límite de sus fuerzas o al borde del acantilado, como tampoco lo es su canto, suntuoso, ancho y terso. No hay aquí estridencias ni histrionismos sino un corazón que siente y una cabeza que piensa; así lo demostró con todo su buen hacer, culminado en un último “Je t’aime” seco, director, conclusivo, definitivo. No sería el suspiro final que Poulenc esperaría, pero seguramente sí Cocteau, plegándose en cualquier caso y por lo general a las indicaciones expresivas del compositor, con contadas subidas en grados  de expresión o reduciéndolos en otras, a su entender y siempre a través de una dicción y un fraseo impolutos; como por ejemplo hizo con la secuencia en que hablando de ternura, dulcemente, el teléfono se corta, grita unos “Allô! Allô!” prácticamente hiperviolentos y tras una rápida, nerviosa súplica a Dios para que su amor vuelva a llamar, calmadamente vuelve a la conversación.

Gran trabajo del pianista Donald Sulzen en esta versión reducida para voz y piano, donde se pierden los matices orquestales y se focaliza más en la soprano; siempre al servicio de esta y de la atmosférica obra, en un cometido difícil en el que hubo de estar atento a cada detalle e inflexión mientras renuncia a cualquier protagonismo.

Para completar la noche se añadió a modo introductorio el monólogo, también de Poulenc, La Dame de Monte-Carlo, donde la Antonacci se mostró igualmente soberbia. Tampoco hubiese sido realmente necesario añadirlo, aunque entiendo es la opción idónea para sumar minutos a la velada sin tener que contratar a más artistas y seguir dotando a la noche de cierta homogeneidad. Pero ¿quién quiere minutos cuando lo que se va a escuchar nos acompañará el resto de nuestras vidas?

 

Foto: Hiroyuki Ito.