Adioses medidos
28/10/2018. Madrid, Teatro Real. Recital de Mariella Devia. Obras de Donizetti: Anna Bolena y Maria Stuarda. Mariella Devia, soprano. Sandra Ferrández, Javier Franco, Alejandro del Cerro, Emmanuel Faraldo y Gerardo Bullón. Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real. José Miguel Pérez-Sierra, director de orquesta
Comencemos por el final, porque de despedidas va esta historia. El adiós de Mariella Devia a “su público madrileño” ha sido un éxito anunciado, sobre el que cabían pocas dudas de antemano. El teatro acabó en pie y los bravos sucediéndose en un auditorio entregado, esperando algún bis con el que convertir la noche en algo definitivamente memorable –Roberto Devereux o incluso Norma, de haber suerte. Ella, elegante, serena, no lo concedió, en un ejercicio de mesura y contención que raya lo inaudito.
La medida justa, sabia y exacta resumiría bien la carrera de esta cantante que, a pesar de no ser una de las más populares para el gran público, tiene una inmensa legión de admiradores incondicionales. Ha sido y será una artista de culto para los buenos conocedores de los secretos del bel canto, guardiana de una tradición siempre acechada por modos veristas y otros barbarismos canoros.
Es además una prudencia que se muestra hasta en su manera de hablar. En su reciente encuentro con los críticos comprobábamos cómo, muy amablemente, de su innegable aura de estrella tan solo se desprendían algunas respuestas monosílabas o afirmaciones lacónicas. “Me retiro porque tengo 70 años”. ¿Y no le resulta duro? “No”. Con una sonrisa y sin más historias explicaba así su despedida.
Mas allá de su edad, la extrañeza ante su adiós a las tablas la produce el magnífico estado de su voz, algo que demostró en este programa dedicado a dos de las reinas de Donizetti, unos papeles en los que ha brillado en el final de su carrara. Ya desde la primera nota de Anna Bolena, en ese “Piangete voi?” que abre la escena final, mostró una emisión impecable, una proyección capaz de llenar la sala sin aparente esfuerzo y una cuidada dicción, algo que sería la tónica de la velada. Demostró continuidad en los registros en las escalas ascendentes de “Al dolce guidami…”, en las que las notas altas se alcanzaron como la consecuencia natural e inevitable de la música, no como un zenit exhibicionista. Unos agudos, por cierto, en los que conserva la parte más bella de su voz, llenos aun de armónicos y por supuesto, nunca exagerados. Desde ahí una exhibición del catálogo de técnica, eso que según sus propias palabras “es lo que distingue a los aficionados de los diletantes”: respiración imperceptible, ataques precisos y libres de portamento, coloraturas bien esculpidas, fiato largo y notas que se extinguen resistiendo la frecuente tentación de alargarse más de la cuenta.
Con Maria Stuarda, una escena de carácter más regio y monumental llegó, además de buen canto, una dosis de teatralidad. Sin rastro de agotamiento se impuso a la orquesta, al coro y a los buenos cantantes que la acompañaron desde su preghiera. A la delicadez de las notas altas se le sumaron tintes más dramáticos y una escalada de tensión hasta una extravagante nota final en forte emitida, no como una reina que afronta la muerte, sino como una cantante que presume de capacidades.
Existe entre los aficionados a la lírica una obstinada tendencia a mirar al pasado con sentimiento de pérdida. La nostalgia como forma de experiencia artística. Este concierto aviva la sensación de asistir a una manera de cantar que se nos esfuma. Al preguntarle a la protagonista, Devia se limita a decir “Siempre hay otras”, sin querernos desvelar quién pudiera ser su sucesora.
Foto: Javier del Real.