HippolyteAricie Berlin18 KarlMonikaForster 

El artista invitado

Berlín. 02/12/2018. Staatsoper Unter den Linden. Jean-Philippe Rameau: Hippolyte et Aricie. Anna Prohaska (Aricie), Magdalena Kozená (Phèdre), Adriane Queiroz (Oeone), Elsa Dreisig (Diane), entre otros  Escenografía, Diseño y Vestuario: Ólafur Elíasson. Dirección de Escena y Coreografía: Aletta Collins Eva-Maria Möckmayr. Dirección musical: Simon Rattle.

Jaulas de neones, focos multicolor, proyecciones, láseres, humo hasta en la platea… la puesta en escena de esta tragedia lírica es un alarde de horror vacui posmoderno de complicada asimilación, si no se tiene información suficiente sobre aquello que conceptualmente sostiene la apuesta del escenógrafo Ólafor Elíasson, en la que supuso la única première de los Barocktage 2018.

El artista danés (el mismo que derritió 100 toneladas de hielo frente al ayuntamiento de Copenhague) realizó una propuesta impactante en lo visual, como cabía por otra parte esperar, pero absolutamente vacía de contenido, intentando que el barroco francés hermanase de alguna manera con la estética de los clubs techno berlineses de principios de los noventa, o que la multitud de espejos propuestos propiciase al público una pseudo-visión de la sala de los espejos de Versalles. A semejante desfile de instalaciones, pues en definitiva es lo que parecía, no supo darle Aletta Collins las vueltas necesarias para que conciliase con el libreto de Pellegrin. La representación se podría resumir en definitiva en una especie de exposición del artista, con estancias perfectamente definidas en cada acto, y en la que de fondo sonaba, cual artista ajeno invitado, Jean-Philippe Rameau. La coreografía de Collins tampoco supuso una ayuda, pues los movimientos propuestos se debatían en un espacio temporal ignoto entre el barroco y el techno, rechazando así de forma voluntaria el posible papel de argamasa que podría haber jugado entre puntos tan dispares.

Si hay algo que sí pudimos agradecer es que en escena se pusiesen las cartas sobre la mesa desde el primer minuto, lo que dio opción al público de poder elegir centrarse exclusivamente (siempre que las luces cegadoras lo permitiesen) en aquello que Simon Rattle y la Orquesta Barroca de Friburgo nos proponían desde sus atriles. La reconocida admiración de Rattle hacia este compositor no se tradujo sin embargo en una fluidez en el gesto, acto siempre agradecido ante una historia de tan complicada trama y más que cuestionada fluidez en su discurrir dramático. Lo que no otorgó la batuta lo compensó sin embargo una orquesta compacta y equilibrada.

Es evidente que con estos barros cualquiera parte en desventaja, pues este Rameau no es precisamente el de las emociones, y las más de tres horas de espectáculo agigantan siempre el riesgo de enfangarse. Del reparto vocal cabe destacar en positivo el trabajo de Anna Prohaska, Reinoud van Mechelen y Elsa Dreisig, y en neutro el de Magdalena Kožená, presente físicamente pero ausente en aquello que justificaría su presencia en escena por delante de otras artistas, y que evidentemente va más allá de cualquier evento de naturaleza jurídica. Quien pisó durante lustros estas tablas por méritos propios hizo que su voz titubease con demasiada asiduidad en los extremos, supeditando la estabilidad de su instrumento a una intensidad dramática que si bien en otras ocasiones le ha salvado los muebles, ante semejante panorama no hacía sino echar más agua al fuego.

Hace 275, cuando se produjo su estreno, el final de esta infausta historia podía haber sido completamente diferente. El ambiente operístico de entonces, menos encorsetado, hubiese quizás propiciado una velada sin nada que rememorar pero llevadera , mientras que los usos actuales solo sumaron hambre al aburrimiento.