Turandot real javier del real 

Un gélido ardor

Madrid. 20/12/2018. Teatro Real. Puccini: Turandot (final de Franco Alfano). Irene Theorin, Gregory Kunde, Yolanda Auyanet, Andrea Mastroni, Joan Martín Royo, Vicenç Esteve, Juan Antonio Sanabria, Gerardo Bullón, Raúl Giménez. Dir. de escena: Robert Wilson. Dir. musical: Nicola Luisotti.

"Il gelo che dà foco, che cos'è?", interroga la principessa di gelo a Calaf, il principe ignoto. Ese gélido ardor no es otra cosa que el amor, ese imposible que acontece por doquier, esa luce del mondo que transmuta las pasiones hasta lo inverosimil. Robert Wilson lleva ya décadas cultivando una estética propia y reconocible. Lo cierto es que apostar con denuedo por un código estetico, llevándolo hasta sus últimas consecuencias, es una decisión tan valiente como arriesgada. Uno de los espectáculos más bellos que yo haya visto jamás es precisamente el Pelléas et Mélisande que lleva la firma del director de escena estadounidense y que pudo verse en el Real en tiempos de Gerard Mortier. 

Una estética es mucho más que una apariencia. Es un discurso de ideas, una metafísica que se canaliza a través de un código complejo, elaborador a través de formas, colores, sombras y un largo etcétera de elementos. Wilson es un maestro en este arte. Pero su apuesta es taxativa y es lógico que no convenza a todo el mundo. Personalmente encontré sumamente afortunada la comunión entre su óptica y la naturaleza estética de esta partitura póstuma de Puccini, que navega entre el verismo y el simbolismo, entre el post-romanticismo y el discurso de vanguardia.  

Apostaría a que el proceso de ensayos ha sido fatigoso, rozando el hastío. Pero lo cierto es que el estatisimo de Wilson cuadra muy bien con el gélido universo de la princesa Turandot. El drama se deshace aquí en fotogramas a veces demasiado puntuales, a veces en exceso coreografiados, pero por lo general concebidos con exquisito gusto, con suma elegancia y, por qué no decirlo, con talento. Porque hay que reconocerle a Wilson el talento de quien es capaz de firmar un trabajo personalísimo, tan reconocible que solo podría atribuirse a su firma, y que no se impone por encima de la obra a la que está sirviendo. En tiempos donde es costumbre contar historias paralelas y usar la escena como desván para dar rienda suelta a psicoanálisis de barra de bar, encontrar arte con mayúsculas y sin complejos siempre es una buena noticia.

En lugar de la esperada Nina Stemme, quien apenas diez días antes del estreno canceló su presencia en estas funciones por enfermedad, pudimos escuchar a la soprano sueca Irene TheorinAunque en mejor forma que en la anterior aproximación al rol que puede escucharle, hace un par de veranos en Peralada, Theorin se mostró segura aunque quizá gélida en exceso con su lectura de la protagonista, con un tercio agudo a veces agrio y no siempre desahogado. Canta con todo, se pliega bien al discurso de Wilson y en conjunto no defrauda; pero no es Turandot el rol en el que más y mejor brillan sus facultades.

Me atrevo a decir que Gregory Kunde constituye, junto con Plácido Domingo y Leo Nucci -si dejamos a un lado a Mariella Devia, ya retirada de la ópera escenificada-, algo así como la santísima trinidad de los fenómenos líricos que ponen a prueba nuestra credulidad. No lejos ya de cumplir los sesenta y cinco años de edad, lo de Kunde no deja de ser un fenómeno histórico. Lo hemos glosado aquí muchas veces ya con anterioridad, pero hay que repetirlo: no tiene precio escucharle cantar con ese arrojo, con una voz bien proyectada, firme y de agudo desenvuelto. Por descontado se echa de menos un centro más nutrido, lo mismo que un grave menos áfono; con ello redondería mejor las partes más líricas del papel, que resuelve en su caso más por el empuje heróico que por el lirismo evocador. En cualquier caso, un Calaf de mucho respeto. 

Solvente labor de todo el resto del elenco. Elegante y medida la Liù de la española Yolanda Auyanet; firme aunque algo aterido el Timur de Andrea Mastroni. Y en fin, bravísimo el trío de máscaras, a saber: Joan Martín Royo (Ping), Vicenç Esteve (Pang) y Juan Antonio Sanabra (Pong). Toda una sorpresa escuchar a Gerardo Bullón en sus dos breves intervenciones, robusto y decidido. E intachable, como cabía esperar, el ya veterano Raúl Giménez en su desempeño como el Emperador Altoum.

En el foso el maestro italiano Nicola Luisotti, Director Asociado del Teatro Real, acierta con unos tiempos firmes, decididos y marcados. Apuesta por una lectura vigorosa de esta expresiva y colorista partitura, extrayendo lo mejor de la Orquesta Sinfónica de Madrid, a la que hacía tiempo que no se escuchaba tan compacta y convincente. No hay virguerías, pero sí hay pasión bajo control, algo que agradece una función donde lo más ardiente parece relegado a suceder en el foso, dadas las atinadas constricciones que impone Wilson en escena, con sus más y sus menos. Muy elogiable también la actuación del coro, sobre todo en la exigente parte actoral de su cometido, aunque atentos también a las abundantes indicaciones de la batuta de Luisotti, pendiente a menudo de cuidar bien los balances y las intensidades.

Dicho sea de paso, celebro que se reivindique el final de Fanco Alfano, en un tiempo en el que la propuesta alternativa de Berio parece gorzar de buen consenso. Como atina a describir Roger Parker en sus notas al programa, es verdad que el final de Alfano oscila entre lo sensiblerio y lo extravagante, pero resulta a la postre  "extrañamente conmovedor y fascinante". Es a buen seguro un atinado broche a una partitura que todavía hoy abruma por su genialidad.

En suma, uno de los mejores espectáculos que ha presentado el teatro real desde la llegada de Joan Matabosch a la dirección artística