Naufragar entre perlas
Barcelona. 22/5/2019. Gran Teatro del Liceo. Bizet: Los pescadores de perlas. Ekaterina Bakanova (Leïla), John Osborn (Nadir), Michael Adams (Zurga), Fernando Radó (Nourabad). Dir. Escena: Lotte de Beer. Dir. Musical: Yves Abel.
Cuando se estrenó en el París de 1863 Les pechêurs de perles, esta era aparentemente un compendio de elementos muy al gusto en la época, dominado por una inclinación inocente y vulgar por el exotismo que tendría más tarde en Carmen su momento paradigmático, y la recepción fue más que discreta. Más allá del margen de evolución en aspectos como la orquestación, de un Bizet marcado por el italianismo y que se había asomado seis años antes al género, el libreto de Eugène Cormon y Michel Carré resulta vacuo, fallido, inverosímil y sin aristas ni tensión dramática.
Intentar salvar esos límites desde la concepción escénica es un juego arriesgado. En el caso de esta producción del Theater an der Wien que cumple 5 años, enmarcando el triángulo amoroso de Leila, Nadir y Zurga en la isla de Ceilán, en un Reality Show al estilo de Supervivientes, con una simulación de votaciones en directo proyectadas en vídeo, un equipo con un operador de cámara persiguiendo a los cantantes, y un edificio con los vecinos siguiendo por televisión el programa. Eso convierte a los protagonistas en concursantes del reality, al sacerdote Nourabad en un irritante presentador y al coro –que es en Bizet la masa en el peor sentido del concepto– en telespectadores. Es evidente que el trabajo de Lotte de Beer no ha convencido a casi nadie. Sin embargo, aunque la realización tenga algunos problemas –particularmente en un final imposible– y caiga algunas veces en la sobrecarga de elementos sobre el escenario, la idea es buena y libreto y relectura escénica concuerdan a la perfección. Es decir, la hermenéutica de la joven directora holandesa, que introduce materia de reflexión actual como la inclinación a la exposición mediática, el recreo morboso en la sociedad del espectáculo... no pierde nunca de vista el texto, como suele suceder en tantas relecturas operísticas.
Desde luego esta vez lo más alarmante no fue la supuesta y tan comentada “banalización” de una obra y un compositor –que no fue tal, porque respondió con la banalidad contemporánea a la banalidad del siglo XIX–, sino la insuficiencia general en el apartado vocal y orquestal, que tiene en la partitura algunos momentos de íntima belleza.
Con alguna salvedad, el reparto fue homogéneo en sus carencias. De menos a más, la soprano Ekaterina Bakanova como Leïla fue la más destacada, mostrando una excelente proyección, elegancia estilística y brillantez tímbrica, además de gran solvencia en el dominio de la coloratura. Correcto sin más fue el tenor John Osborn en el comprometido papel de Nadir, que más allá de limitaciones en el tercio grave sobresalió por la delicadeza aplicada en la famosa “Je crois entendre encore”, pese a la violencia con la que le trataba la proyección de su primer plano en pantalla gigante, dentro del confesionario del reality. Flojo debut en el Liceu del barítono Michael Adams como Zurga, tan desenfocado en una escena que no le favoreció como en unas prestaciones vocales carentes de la robustez necesaria. Por último Fernando Radó resolvió con soltura dramática el ingrato rol de Nourabad.
En una disposición escénica que lo arrojaba a un desfiladero, disgregando las voces en habitaciones separadas, el coro hizo lo que pudo mostrando no obstante carencias que confirman su línea descendente, desequilibrado y sin empaste. Por su parte, parca en matices y nula en sentido dramático, la dirección de Yves Abel se limitó a concertar orquesta y voces y evitar naufragios mayores, en una orquesta que no logró transmitir el colorismo expresivo de la partitura y mostró lagunas palpables en los metales.
Expresiones espontáneas en las butacas (A mi no m’agrada aquesta òpera, a tu si?) o al proyectarse entrevistas sobre el programa “Los pescadores de perlas: el reto” entre el acto segundo y tercero, un enérgico lamento: ¡Madre de dios!. La recepción antes de caer el telón, fría como pocas se recuerdan aunque el elenco insistiera en saludar una y otra vez. El paso de la producción de esta ópera, por vez primera en el Liceu en su idioma original, es pues un perfecto símil de la evolución del teatro en los últimos años. Pequeños destellos que aparentan ser perlas pero no lo son, en un naufragio generalizado que espera el ansiado cambio de timón, mientras hablamos de lo anecdótico y olvidamos lo sustancial.