Los mundos de Turandot
Barcelona. 25/06/2019. L´Auditori. Puccini: Turandot. Elena Pankratova, Simon O´Neill, Carmen Solís, Rubén Amoretti, Carlos Daza, Beñat Egiarte, Jordi Casanova, Marc Pujol, Joan Cabero. OBC, Cor Madrigal, Polifònica de Puig-Reig. Dir. musical: Kazushi Ono.
Lo fascinante de una obra como Turandot es la colisión entre mundos diversos y a diferentes niveles. Como es sabido, Puccini no pudo, o más bien no supo, acabar su última obra. Una obra en la que contrastan violentamente el lenguaje musical y el imaginario de la etapa central del compositor (Bohème, Tosca, Butterfly) con los nuevos horizontes armónicos, rítmicos y dramatúrgicos de las vanguardias musicales del siglo XX que Puccini pretendía introducir para revolucionar la tradición operística italiana. Una revolución que, a pesar de sus esfuerzos, especialmente en La fanciulla del West i Turandot, finalmente no pudo evitar el colapso de la misma.
En Turandot observamos un nuevo tratamiento lenguaje musical que tiene indudables influencias del brutalismo armónico y el tratamiento rítmico de La consagración de la primavera, de Igor Stravinsky, estrenada en 1913 en París (tres años después de La fanciulla del West), así como paralelismos con Oedipus Rex, del mismo compositor, estrenada posteriormente a Turandot. Pero el conflicto entre dos mundos, el del paganismo (Turandot) y el catolicismo (Liú) a nivel moral, entre la tradición de la ópera italiana, simbolizada por la melodía, frente a estas nuevas tendencias vanguardistas del siglo XX (Debussy, Strauss, Schönberg y Stravinsky) a nivel musical e, incluso, del melodrama típicamente pucciniano frente al distanciamiento brechtiano (Ping, Pang, Pong), convierten Turandot en una ópera tan apasionante como problemática. Tanto es así que Puccini (igual que Franco Faccio o, posteriormente, Luciano Berio) fue incapaz, tras la muerte de Liú, de dar verosimilitud dramática al dúo final entre una cruel torturadora y asesina y un obcecado Calaf, enamorado de un personaje que, como bien dicen los tres ministros, realmente no existe.
Viene a cuento este preámbulo a raíz de la versión en concierto dirigida por Kazushi Ono, al frente de una brillante OBC en L’auditori de Barcelona, porque lo más interesante de esta velada fue, sin duda, su planteamiento musical y el rendimiento orquestal. Cualquiera que haya seguido la trayectoria de Ono y asistido a sus conciertos sabe que el director japonés se mueve como pez en el agua en el repertorio que va desde inicios del siglo XX en adelante y, en este caso, se ha puesto de manifiesto el relieve que Ono ha querido aportar a los elementos modernistas de la partitura. Una versión que puso el acento en los aspectos más expresionistas de la obra, en su modernidad armónica, así como en el protagonismo de percusión y metales, ambos impecables, incluida la banda interna. Una lectura espectacular, con momentos indiscutiblemente brillantes, que se vio reforzada por unas masas corales integradas por el Cor Madrigal y la Polifònica de Puig-Reig que, a pesar de alguna entrada dubitativa, estuvieron a la altura de la orquesta y del reto, con un sonido empastado, bello y vibrante, destacando especialmente un excelente coro de niños (Cor infantil Amics de l’Unió).
Pero, como hemos dicho, en Turandot, el elemento expresionista colisiona con la torrencial inventiva melódica de Puccini, y en este segundo universo la dirección de Ono careció de efusividad en el fraseo y las cuerdas quedaron a menudo sepultadas, firmando así una versión analíticamente brillante, sonoramente apabullante y bien concertada, pero un tanto falta de emoción en los oasis líricos, como en las arias del Calaf, Liú o el concertante final del primer acto.
A nivel vocal, el día del estreno, los resultados no fueron tan satisfactorios aunque es muy probable que el segundo cast, liderado por la espectacular Elena Pankratova en el rol titular, suba el nivel. En la primera función Jennifer Wilson fue una Turandot de poca sustancia dramática y tendente al grito en el registro agudo. Ni en su aria de entrada ni en el dúo final se percibió un dominio vocal y dramático consistente del personaje mientras que el tenor Simon O’Neill, de timbre poco interesante, dosificó inteligentemente las fuerzas durante toda la obra para firmar una interpretación solvente, eso sí, falta de cualquier rasgo de clase o personalidad.
Lo mejor, sin duda, fue la Liú de Carmen Solís, cantada con gran inteligencia y sensibilidad. Sin contar con un instrumento lujoso y a pesar de un sonido un poco entubado, dio una lección de fraseo, culminando su actuación con un emocionante Tu, che di gel sei cinta, en lo que fue, fragmentos orquestales aparte, lo mejor de lo noche. A su mismo nivel vocal, aportando un realce inaudito al personaje de Ping, estuvo el barítono Carlos Daza, exhibiendo una voz bella y aterciopelada, magnífica proyección y un dominio absoluto de la compleja partitura del trío de ministros. Es difícil destacar en un personaje como Ping, lo cual acentúa el mérito de la prestación de este cantante. A su lado, Jordi Casanova fue un convincente Pang y Beñat Egiarte un tímido Pong. Del resto del cast, destacar el Timur de Rubén Amoretti, de timbre excesivamente lírico pero cantado con elegancia y nobleza, el sonoro Mandarín de Marc Pujol i el eficiente Altoum de Joan Cabero.
Una función que acabó con el público puesto en pie y que disfrutó de lo lindo. Una reacción que se nos antoja improbable en los títulos puccinianos recurrentes que programa el Liceu, algo que da que pensar. Sin duda, el teatro de ópera de Barcelona debe darse cuenta, de una vez por todas, que tener una orquesta y un coro de nivel, y no las campañas de marketing, es la clave para crecer artísticamente y crear un contexto que atraiga a nuevo público y a voces y batutas importantes que sitúen Barcelona, de nuevo, en el panorama operístico internacional. El nuevo director artístico del Liceu debería tomar nota.