Tannhauser Bayreuth 1

Subversión y risa en el templo

Bayreuth. 28/07/2019. Festival de Bayreuth. Wagner: Tannhäuser. Stephen Gould, Lise Davidsen, Elena Zhidkova, Markus Eiche, Stephen Milling, Daniel Behle, Kay Stieferman, Jorge Rodríguez-Norton, Wilhelm Schwinghammer, Katharina Konradi. Dir. de escena: Tobias Kratzer. Dir. musical: Valery Gergiev.

Si bien el estreno de este nueva producción de Tannhäuser en el Festival de Bayreuth parecía estar llamado a ser noticia por el debut de Valery Gergiev en el mítico Festspielhaus, a la postre ha sido la ingeniosa producción de Tobias Kratzer lo que ha marcado todos los titulares. Y es que el maestro ruso ha estado lejos de epatar con su efusiva dirección, lastrada por algunas evidentes descoordinaciones entre foso y escena, como en los concertantes que figuran hacia el final de los dos primeros actos. Gergiev dirigió con más apasionamiento -se oían incluso sus murmullos y resoplidos, durante la obertura- que con verdadero control. La agenda de Gergiev ha condicionado, y no poco, el propio devenir del Festival en su edición de este año. Se polemizó incluso con su presencia en los ensayos, aclarando Katharina Wagner que el maestro ruso había asistido a todos los ensayos previstos, si bien había llegado con retraso a dos de ellos. Lo cierto es que en las semanas anteriores al estreno de este Tannhäuser, el 25 de julio, Gergiev había tenido conciertos en Baden-Baden (días 6, 7 y 9 de julio), en Múnich (14 de julio) y en Verbier (18 y 22 de julio). Too much... Lo cierto es que las funciones de Tannhäuser se interrumpen tras la segunda representación -la que nos ocupa, del 28 de julio- y no se retoman hasta el día 13 de agosto, con Gergiev ocupado con su orquesta del Mariinsky, primero en Vladivostok y después en el Pacific Music Festival, con conciertos en Sapporo, Tokyo y Kawasaki; y con el estreno en Salzburgo de una nueva producción de Simon Boccanegra a la vuelta de la esquina, el día 15 de agosto. Una agenda de locos, sinceramente. Gergiev es un trabajador infatigable, un músico de talla extraordinaria, con un talento imponente. Pero a menudo en la música se aplica la misma receta que con los vinos y el reposo da mejor resultado que las prisas. Ha habido algo de precipitación en este debut de Gergiev en Bayreuth. No es que su Tannhäuser haya sido un fiasco, pero queda la impresión de que podría haber sido mucho mejor.

 

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Así las cosas, la producción de Tobias Kratzer ha terminado por ser lo más logrado de este Tannhäuser, amén del firme y homogéneo reparto, encabezado por Stephen Gould y Lise Davidsen. Kratzer se mueve con verdadero ingenio por el libreto wagneriano, al que logra resultar asombrosamente fiel, ahondando de hecho en los principios que articulan este Festival, los mismos que de algún modo sostienen toda la obra de Wagner: su vocación experimental y su proyección revolucionaria. Bajo la falsa apariencia de una road movie de tintes cómicos, Tobias Kratzer presenta a Tannhäuser como un cantante que abandonó su vida junto a Elisabeth para seguir a Venus, cambiando de vida de manera radiacal para actuar con una compañía itinerante, junto al enano Oskar (el actor ancondroplásico Manni Laudenbach, caracterizado como el protagonista de El tambor de hojalata de Günter Grass) y la Le Gateau Chocolat, una desbordante drag queen. El coro de peregrinos, veremos después, es el propio público de Bayreuth que acude a la representación, en un giro sumamente irónico por parte de Kratzer, caricaturizando todo el ritual que los asistentes asumen aquí cada vez que emprenden el camino colina arriba.

Con toda esa compañia de titiriteros, en su camioneta, Tannhäuser (caracterizado como un payaso, cual Canio) emprende el regreso hacia el Festspielhaus, con la esperanza de recuperar a su amada Elisabeth. En este punto Tobias Kratzer se atreve a desacralizar la obra de Wagner en mitad de su gran templo. A menudo tengo la impresión de que todo el rito y la gravedad que rodean a Bayreuth hoy en día se aleja enormemente del ideal con el que el compositor concibió no solo su obra sino el mismo Festspielhaus, donde originalmente planteaba un acceso gratuito, con un ideal social francamente radical. Kratzer retoma esas raíces y saca por vez primera la representación misma de las cuatro paredes del Festspielahus, prolongando la acción del primer acto en las inmediaciones de la verde colina, con una performance que tiene lugar en el lago, durante la primera pausa. Allí se han instalado Venus (una impagable Elena Zhidkova, bailando sin parar, y pintando las consignas wagnerianas en unos carteles que ocuparán después el balcón del Festspielhaus) y sus colegas, Oskar y Le Gateau Chocolat, quien con su voz robusta y grave se atreve a cantar, micro en mano, el "Dich teure Halle" que los espectadores van a escuchar minutos después en la sala. Es un momento genial toda esta performance. A Wagner le hubiera maravillado algo así, porque entronca con el espíritu más auténtico que animó a poner en pie el Festspielhaus.

Pero lo más genial de la propuesta de Kratzer es que logra hacer todo esto desde una risa que no es mofa, desde un humor que no es burla, apenas sátira, tragicomedia más bien. El segundo acto es así una genial subversión arqueológica, poniendo en evidencia hasta qué punto Bayreuth ha fosilizado la obra de Wagner y sus ideales. En escena vemos, alzado el telón, la escenografía propia de un Tannhäuser clásico y sumamente realista, como rescatado de los años anteriores a Wieland Wagner. Todo parece sucederse con normalidad. Mientras vemos como esa sociedad del Wartburg hace aguas en su encorsetamiento, Venus se introduce en escena camuflada como una de las Edelknaben (después de inmovilizar a otra y hacerse con sus ropajes) y sus compinches se suman a la trama, como vemos en unos videos en directo, en blanco y negro, que nos muestran el backstage con un tremendo humor. Impagable ese momento en el que Oskar y Le Gateau Chocolat se detienen en su periplo por los pasillos del Festspielhaus, ante las fotos de los directores musicales que han actuado allí: un beso para Christian Thielemann y una huida espantada ante el retrato de James Levine, en clara alusión al affaire sexual que ha terminado por arruinar su carrera. Imaginen la carcajada en la sala. Pero en contra de lo que puedan pensar, no una de esas carcajadas que no encajan con el devenir de la velada. Nada grotesco, nada extemporáneo; todo integrado dentro de la naturaleza de un espectáculo singular y sin par. Finalmente, la tropa de Oskar y compañía irrumpe en escena, evocando el Venusberg y arruinando toda la ceremonia y con ello el reencuentro entre Elisabeth y Tannhäuser, quien sucumbe a los encantos de Venus una vez más. En los videos vemos como Katharina Wagner, ante el devenir de los sucesos, llama a la policía, que irrumpe para poner calma en todo ese genial desmadre. Un segundo acto memorable.

El tercer acto entronca, tanto en su estética como en su expresividad, con dos de los principales referentes del Bayreuth del siglo XXI: Christoph Schlingensief (Parsifal, 2004) y Frank Castorf (Der Ring des Nibelungen, 2013). Un cuadro desolador, el fracaso absoluto de unos ideales, de un modo de vida... No hay esperanza. Kratzer trabaja aquí de manera sutilísima con el libreto, construyendo una compleja poética del desencanto, incluyendo algunos de los momentos musicales más importantes de la velada (las intervencioens solistas de Elisabeth, Wolfram y Tannhäuser, una tras otra). El único que ha triunfado aquí es Le Gateau Chocolat, cuya imagen brilla en un gigantesco cartel publicitario, ocupando toda la escena. El final de la velada es de una tristeza amarga, descubriendo Tannhäuser el cadaver de Elisabeth, ensangrentada, tras haber yacido con Wolfram en la camioneta. El cuadro es una especie de Götterdämmerung espiritual, parsifaliano por momentos. Una obra de arte por parte de Tobias Kratzer. Un trabajo admirable por parte de todo el reparto.

Y en suma, lo más importante, una verdadera apología de la libertad, siguiendo los principios wagnerianos ("Frei im Wollen! Frei im Thun! Frei im Geniessen!"). Libertad de deseo, acción y pensamiento, sin ocultar las consecuencias que esa libertad nos acarrera, pues no en vano ni el final de Elisabeth ni el de Tannhäuser mismo escapan a la tragedia. La via apolínea versus la opción dionisíaca. El dilema abierto, la tragedia ambivalente. El humor, en todas partes. La subversión, resucitada. Viva Wagner, pues. Así sí.

 

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El papel titular recaía en Stephen Gould, una de las pocas voces de hoy en día -quizá junto a Andreas Schager- que merece el apelativo de Heldentenor. Gould ha sido, con permiso de Peter Seiffert, el Tannhäuser de referencia de los últimos diez o quince años. Y ciertamente su autoridad cantando este rol es evidente, como asombrosa resulta su implicación con la puesta en escena de Kratzer, en la que cree a pies juntillas. La voz de Gould no tiene ya hoy la frescura de antaño, con sonidos cada vez más duros, pero igualmente solventes. Gould no se esconde, canta con arrojo y con intensidad. Su Romerzählung del tercer acto fue magnífico. Lo cierto es que cuesta pensar ahora mismo en un mejor intéprete para la parte de Tannhäuser. Bravo.

Lise Davidsen no podría haber soñado un mejor debut en tan emblemático Festival. Su Elisabeth quedará en los anales y algunos podremos decir "yo estuve allí" cuando la trayectoria de Davidsen se compare con la de otras grandes wagnerianas del pasado, de Nilsson a Stemme pasando por Flagstad, Varnay o Rysanek. Es cierto que Davidsen tiene aun por delante un margen de desarrollo como intéprete, en términos de expresividad. Pero vocalmente es un fenómeno digno de seguir de cerca. Voz pura y cálida, grande y bien timbrada, de una atractiva y recóndita fragilidad. Una voz entre un millón, caudalosa y sonora, hermosa. Su escena de salida, el "Dich teure Halle" fue de esos momentos en los que el silencio se instala súbitamente en la sala, con el público verdaderamente perplejo ante la insultante facilidad con la que Davidsen resolvía la partitura. Imponente. Pero más imponente aun su estremecedora media voz en su extenso parlamento hacia el final del segundo acto ("Zurück von ihm!"). Qué sonido... qué manera de sostener esa voz amplia y pastosa en un sutilísimo hilo de voz que parecía no tener fin. Larga vida y afortunada trayectoria profesional para Davidsen. Sus éxitos serán nuestras alegrías.

Junto a la citada Davidsen, la otra grata sorpresa de este Tannhäuser, en referencia a sus voces, ha sido la mezzosoprano rusa Elena Zhidkova, quien se incorporó al proyecto en reemplazo de la prevista Ekaterina Gubanova, lesionada en su rodilla en el transcurso de los ensayos. Zhidkova se ha consagrado en Bayreuth como una intérprete total, dueña de una voz enfática y atractiva, en manos de una actriz implicadísima y comprometida hasta el final con la puesta en escena de Kratzer. Su trabajo en los videos, su actuación en el lago durante la pausa, toda su presencia en escena durante el segundo acto, cuando no canta pero resulta pieza fundamental para el devenir de la acción... en fin, toda su participación en este Tannhäuser es digna de aplauso y admiración.

Impecable el nobilísimo y elegante Wolfram de Markus Eiche, un cantante a reivindicar, poco conocido más allá de Alemania. Quienes frecuentamos la Bayerische Staatsoper le conocemos bien, entre otras cosas por su inolvidable Beckmesser en Meistersinger. Bordó de una manera imponente su gran escena, la canción de la estrella. Sonoro y recio, aunque un tanto envarado, poco noble, el Landgraf de Stephen Milling. Completaba el elenco un nutrido y solvente equipo de solistas: Daniel Behle (Walther), Kay Stieferman (Bitorolf), Jorge Rodríguez-Norton (Heinrich) -el tercer español que canta en Bayreuth, tras Victoria de los Ángeles y Plácido Domingo, nada menos-, Wilhelm Schwinghammer (Reinmar) y Katharina Konradi (Ein junger Hirt) -hay que seguir de cerca a esta magnífica soprano-.

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