SalonenEva Guillamet 

Inacabada y sin esperanzas

Barcelona. 7/10/2019. Palau. Ciclo Palau 100. Mahler: Sinfonía nº 9. Philharmonia Orchestra. Esa-Pekka Salonen, dirección de orquesta.

No descubro nada si digo que la Philharmonia Orchestra es un instrumento preciso y poderoso, del que ya ha dado cuenta en numerosas visitas a nuestro país desde hace años. Una década al frente de la formación ha hecho crecer a Esa-Pekka Salonen, y también le ha otorgado un carácter a la orquesta, que ha sido trabajada por la mano de grandes directores. Dentro de dos años será el joven Santtu-Matias Rouvali, otro fruto de la educación finlandesa, quien recoja su testigo después que Salonen pase a ocupar la titularidad de la Sinfónica de San Francisco. 

El finlandés es un director analítico y concienzudo, que no obstante no deja de revelar gran capacidad imaginativa. Para el episodio barcelonés de esta gira española, decidió poner en los atriles un gigantesco fresco sinfónico, siempre difícil de dirigir y que no admite ninguna escala de grises. Una obra que el director grabó con éxito junto a esta misma orquesta en su primera etapa como titular. Más allá de sus dimensiones, en la Novena llega hasta el límite esa tendencia tan presente en toda la obra sinfónica de Gustav Mahler: hacerle decir a un lenguaje musical aquello que ya no puede decir. Y con eso, pone un pie mucho más allá, hasta cubrir el arco temporal que se proyecta con la Segunda Escuela de Viena. 

La versión, ya lo anuncio, fue personal y antológica en varios aspectos. Ya desde el primer movimiento Andante comodo, la formación mostró sus cartas desplegando una concepción nada edulcorada, con una prestación orquestal magnífica capaz de adaptarse rápidamente a esos marcados contrastes ciclotímicos. De sobras son conocidos los desafíos de la partitura, con variaciones constantes y una especie de collage formal. Sin embargo, guarda una enorme unidad expresiva si se sabe otorgar relevancia a cada elemento en el momento justo; a ello apuntó una soberbia planificación en manos del finlandés, con una respuesta asombrosa de la orquesta en ataques y consistencia en la gestión de las dinámicas. Y ello desde lo que implica la célebre indicación en la partitura Mit höchster Gewalt (“con la máxima violencia”) del primer movimiento, hasta un sobrecogedor y omnipresente ersterbend (morendo) final. 

Muy lejos de tantas lecturas pretenciosas de una obra tan manoseada y sobreexpuesta en los auditorios de nuestro tiempo como la de Mahler, la virtud estuvo en la contención. Subrayando las tensiones y dibujando los contrastes, este Mahler de Salonen y la Philharmonia satisface por su radical modernidad y madurez de concepto, trazando un mundo complejo, atravesado por múltiples referencias, que muestra sus fragilidades y se va evaporando, con suavidad pero sin vacilar.   

A través de una dirección de concentrada intensidad, la Philharmonia ofreció dos movimientos centrales arrolladores por virtuosismo y carácter, con intervenciones brillantes en maderas, elocuentes y socarronas, y una cuerda de empaste y afinación extraordinaria. El rondo La desintegración de los temas fue hasta el final perfectamente conducida por un Salonen enérgico y magnético, tremendamente comunicativo y rotundo perfilando los clímax.   

En suma, una lectura que gira la mirada hacia el siglo XX, situándose en la crisis de un lenguaje y un mundo que se apaga con agitados estertores. No leída por lo tanto desde posromanticismo con el que se suele anunciar a los cuatro vientos. No buscó la versión esa tendencia tan extendida en la actualidad que la convierte en una confesión subjetiva, en un patético testamento. El magistral trabajo con las texturas con el que trabaja Mahler –ese del que tanto aprendiera Shostakovich para sus atmósferas desoladas–, recibió una administración muy sutil e inteligente por parte de una batuta que la entiende desde la transparencia sonora y la profundidad intelectual. 

En el Adagio todo ello se concentra de forma descarnada, y la ampulosidad grandilocuente y pretenciosa es el gran peligro. Más allá de un chelo solista de tanto virtuosismo como sentido estético, la marcada articulación de las corcheas, la extrema delicadeza en las respiraciones entre frases y la sobriedad casi monacal de los últimos compases hinchó el silencio que quiso prolongar Salonen en la sala, dejando abierta la obra y su enigma. Inacabada como el proyecto de la modernidad. También como su crisis y derrumbe. El mejor ejemplo, ese apacible final, que de poder ser una nana para quedarse dormido transmutó con acierto en el paliativo de un moribundo, sin esperanzas. Ser sincero en el sonido y rotundo en el silencio: lo más difícil en la música y en lo que baso mis elogios. Más aún, en una música de tal ambigüedad y complejidad como esta.