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Conmoción

Berlín. 13/10/2019. Komische Oper. Henze: Die Bassariden (The Bassarids). Sean Panikkar, Günter Papendell, Jens Larsen, Tanja Ariane Baumgartner, Vera-Lotte Boecker, Ivan Tursic, Tom Erik Llie, Margarita Nekrasova. Barrie Kosky, dirección de escena. Vladimir Jurowski.

Hay palabras que empleamos poco, demasiado poco, como por ejemplo conmoción. Y sin embargo cualquier experiencia teatral debería estar encaminada a generar esa sensación, ese trastocamiento general en el espectador, de un modo tal que salga de la velada entre confundido, noqueado y emocionado. La Komische Oper de Berlín, liderada en estos últimos años por el director de escena Barrie Kosky, ha logrado posicionarse entre los mejores y más reputados escenarios internacionales. Y lo ha hecho apostando por un estilo propio, sin necesidad de recurrir al reclamo de grandes nombres en sus repartos, confiando en el talento de su ensemble de solistas y sus modestos aunque solventes cuerpos estables.

Representar una obra tan singular como Las bacantes de Henze en un teatro con una historia y unas dimensiones tan particulares era un gesto decidido y bien premeditado, con el que Kosky ha buscado llamar la atención, y sin duda lo ha conseguido. Estrenada en el Festival de Salzburgo en el verano de 1966, esta imponente partitura de Hans Werner Henze cuenta con un libreto en inglés, obra de W. H. Auden y Chester Kallman, a partir del original homónimo de Eurípides. La música del compositor alemán -concebida en cuatro movimientos, como si fuese una sinfonía- posee una intensidad y fuerza constantes, apenas sacudidas por instantes de un lirismo inquietante. La partitura busca desbocarse y con ello conmocionar al público, de una manera sumamente eficaz e impactante.

La vigorosa y abundante orquestación de esta partitura forzaba de hecho las costuras de la Komische Oper. De ahí que la solución escénica pergeñada por Barrie Kosky hiciera de la necesidad virtud, resolviendo la escenografía (obra de Katrin Lea Tag) con una gran escalinata (remedo de un anfiteatro clásico), donde se disponían parte de la orquesta y el coro (en movimiento, no estático), logrando ir más allá de una mera representación en concierto, al involucrar a toda la sala del teatro en el proceso mismo de la representación, dejando de hecho las luces encendidas casi por completo durante toda la velada, salvo los minutos finales, donde sobrevenía un contundente fundido a negro.

Hay algo de austero e inquietante en esta producción del director de escena australiano. Y es que tanto el juego cromático (básicamente en blanco y negro) como la iluminación (casi excesiva, todo está ante nuestros ojos) dejan entrever un entramado de tensiones latentes e impulsos contenidos, cuya precipitación parece que fuera a desatarse de un momento a otro, como de hecho sucede. Y es que también hay momentos de desenfreno dionisiaco y determinación fatal, como si el devenir de la acción fuera incontenible, sobre todo en la segunda mitad de la función, cuando se precipita la venganza de Dioniso. El trabajo de Kosky logra ser nítido, poético y espectácular, sin necesidad de recurrir a grandes ingenios técnicos ni fantasiosas soluciones escenográficas. Menos es más, sobre todo cuando los acentos están bien puestos y se subraya lo esencial. 

Nada en esta función hubiera sido igual sin el admirable desempeño del coro titular del teatro. Su trabajo es encomiable, desde todo punto de vista. No solo porque cantan una partitura endiablada con asombrosa firmeza y convicción. Su trabajo, caracterizados sus integrantes de un modo muy plástico, subrayando la fuerza e intensidad visual de sus intervenciones, resulta fundamental para seguir el devenir de la acción, evocando Kosky con ello el papel original del coro en la tragedia griega, coordinados como un solo hombre, moviéndose arriba y abajo por esa gran escalinata como una masa uniforme e imparable. También es fundamental la contribución al espectáculo del cuerpo de baile, una decena de bailarines que llevan sobre sus hombros la responsabilidad de evocar esos rituales desenfrenados de las bacantes, tal y como los relata Eurípides en su tragedia homónima. Merece un gran aplauso la Komische Oper, por el modo en que sus 

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Impecable el reparto reunido para la ocasión, en el que repetían algunos de los solistas que ya habían puesto en pie este título en Salzburgo, en el verano de 2018, como el tenor Sean Panikkar, la mezzosoprano Tanja Ariane Baumgartner o la soprano Vera-Lotte Boecker. Conviene seguir de cerca la trayectoria del tenor norteamericano Sean Panikkar (Pensilvania, 1981). De orígenes indios, su voz campanea fácil y lírica, al menos en una sala de las dimensiones de la Komische Oper de Berlín. Su adecuación al estilo de Henze, su impoluta y precisa articulación del texto en inglés y sobre todo su esforzada actuación en escena, redondearon una actuación sobresaliente. La misma entrega interpretativa, el mismo nivel de compromiso con el espectáculo, se advirtió en las citadas voces de Baumgartner y Boecker. La primera de ellas, como Agave, firma un cuadro poderoso y escalofriante, cuando aparece en escena ensangrentada, bajando la escalinata con la cabeza de su hijo entre las manos. Cabe destacar también el buen hacer de Günther Papendell como Penteo, exhibiendo un timbre firme y una insolente determinación en escena, sobre todo cuando debe aparecer vestido de mujer. Fantástico también en su pequeño pero relevante cometido el bajo Jens Larsen como Cadmo. Y sin duda a la altura del resto del elenco las voces de Ivan Tursic (Tiresias), Margarita Nekrasova (Beroe) y Tom Erik Lie, destacando el atinado histrionismo del primero, abriendo la representación.

Imponente, por su autoridad y firmeza, la dirección musical de Vladimir Jurowski, designado ya como próximo director musical titular de la Bayerische Staatsoper de Múnich. El maestro ruso sincroniza foso y escena con precisión de relojero, algo nada fácil en tanto en cuanto numerosos instantes de la acción suceden a su espaldas, en una suerte de pasarela situada a los pies de la platea, con intervenciones también desde algunos palcos. Jurowski hizo sonar la orquesta titular del teatro, una formación cumplidora pero modesta, como si se tratase de una orquesta de primerísimo nivel. Su dominio de la partitura fue apabullante, logrando además dotar a esta música de una teatralidad extrañamente natural.

Con esta producción Barrie Kosky parece haberse decidido a recuperar el espíritu original de la tragedia, que no era otro que el de sacudir las conciencias de los espectadores, conmocionarles, para que de un modo u otro ya no pudieran seguir siendo los mismos al salir del teatro. Su Komische Oper es hoy un espacio, y no solo por esta producción que nos ocupa, capaz de erigirse como un escenario dedicado por entero a esa transformación, ya sea por la vía de la tragedia o por la vía de la comedia.