LuisaMiller TeatroReal

El laberinto verdiano

Madrid. 26/04/2016. Teatro Real. Verdi: Luisa Miller. Versión en concierto. Lana Kos (Luisa), Leo Nucci (Miller), Vincenzo Costanzo (Rodolfo), María José Montiel (Federica), Dmitry Belosselskiy (Wurm), John Relyea (Wurm), Marina Rodríguez-Cusí (Laura). Dir. musical: James Conlon.

Luisa Miller es una de las obras más interesantes que jalonan la producción verdiana. Verdadero epígono de la revolución que supuso la popular trilogía compuesta por Rigoletto, Traviata y Trovatore, esta ópera es un compendio de la evolución que Verdi acometió poco a poco a la hora de amalgamar drama y música, con una teatralidad impresa ya en la línea vocal, cada vez menos instrumental y más significativa en sí misma. En Luisa Miller se escuchan ya muchos elementos que veremos más tarde en Traviata y en Rigoletto, por descontado, pero también en la versión definitiva de Simon Boccanegra, en Don Carlo, en Un ballo in maschera o en La forza del destino. Obra a reivindicar, pues, por lo que cabe celebrar este par de funciones del Teatro Real, aunque sean en versión concierto. No es fácil además armar un reparto compacto y regular para este título, que exige no sólo el habitual cuarteto de soprano, tenor, barítono y mezzo, sino que incorpora el desempeño de dos buenos bajos, con escena específica para ellos incluida. Una muestra más pues de lo intrincado que es el laberinto verdiano, cuajado de partituras de apariencia engañosa, con enorme exigencia vocal. 

El papel protagonista recaía en la joven soprano croata Lana Kos. Por lo general, su recreación del papel quedó en esa tierra de nadie en la que su hacer nunca desentona pero tampoco entusiasma. El canto es limpio y aseado, con un margen de mejora en las agilidades, a decir verdad no siempre dibujadas con precisión. El temperamento de su Luisa se antoja además un tanto anodino, de un modo tal que no conmueve por esmerado que sea su canto.

El sempiterno e incombustible Leo Nucci se merece por descontado un respeto. El mismo que merece cualquier persona de su edad, en general, y cualquier artista que con sus años se sigue subiendo al escenario sin hacer el ridículo. Pero conviene distinguir entre el respeto y la veneración. Hace tiempo que dejé de “comprar” el sentido del canto verdiano del que Leo Nucci se dice compendio: ¿existe Verdi sin apenas legato, con un "recitar cantando” que cada vez es más “recitar” que “cantando”? Leo Nucci es un mito para muchos y no cabe la menor duda de su genuina teatralidad, pues es dueño de un magnetismo forjado en la vieja escuela. Entiendo a quienes le veneran, pero no me cuento entre ellos.

El jovencísimo tenor italiano Vincenzo Costanzo, que aún no ha cumplido treinta años, se hacía cargo del papel de Rodolfo, siendo la cuarta opción contemplada por el Real para esta parte: primero se había apalabrado con Roberto Alagna, que dio la espantada tras las funciones de Romeo y Julieta; más tarde se contrató a Francesco Meli, sobre cuya ausencia no han trascendido muchos detalles; se apeló después a Gregory Kunde, que no podía incorporase a esta Luisa Miller por estar ahora mismo protagonizando Idomeneo en el Palau de Les Arts. De modo que Vincenzo Costanzo era poco menos que una elección a la desesperada, con el consiguiente riesgo.

A decir verdad la voz es apreciable, con un sonido genuinamente italiano, pero a Costanzo le falta por asentar aún muchos resortes técnicos. No en vano llega muy fatigado al final de la función, insistiendo en un canto muy muscular, más físico que técnico. Bravo en el fraseo y entregado, sí, pero incapaz las más de las veces de administrar sus propios recursos con mesura. Tiene mucho mérito cantar así un Rodolfo, con tan pocos años y siendo un recambio casi in extremis, pero las prisas no son buenas consejeras: hay mucho trabajo por hacer en su instrumento antes de asumir compromisos de tanta enjundia con regularidad.

El ingrato papel de Federica recaía en la mezzosoprano española María José Montiel, que venía de triunfar con el estreno de María Moliner de Parera Fons. Desde luego tiene mérito transitar con tanta naturalidad hacia el belcanto de Verdi desde las coordenadas de la música contemporánea, apenas unos días y con un calendario de ensayos ajustadísimo. Ya había cantado este papel anteriormente en varias ocasiones, en la Ópera de París sin ir más lejos. Se trata de un papel casi pensado para una contralto, con exigencias un tanto extremas en el grave aunque con dibujos complejos también en la franja aguda. Montiel le brinda un temperamento genuino, amén de una desenvoltura vocal intachable.

Excelente el desempeño de Dmitry Belosselskiy como Walter. Tengo a Belosselskiy como uno de los mejores bajos del panorama actual: dueño de una voz grande y sonora, administrada a placer, con un timbre genuinamente eslavo, firmó un Walter de gran nobleza y sobresaliente impronta. Muy apreciable también el Wurm de John Relyea, replica espléndida a Belosselskiy en el dúo que comparten.

La dirección musical corría a cargo de James Conlon, que brilla más a mi juicio en otros repertorios que en el caso de Verdi. Su versión fue vibrante pero algo brusca, con un sonido a veces demasiado grueso y pasado de decibelios. Lo mejor de todo fue su concertación, muy teatral, brillante incluso, aunque se echó de menos cierto recogimiento en las escenas más íntimas y dramáticas. La orquesta del teatro resolvió la partitura con un sonido firme pero anónimo, instalada como está desde un tiempo a estar parte en un hacer solvente pero impersonal. El coro titular del teatro no estuvo en esta ocasión tan esmerado como acostumbra, con algún desajuste puntual, cierta falta de empaste y un sonido poco flexible, no respondiendo siempre con justicia a las exigencias de Conlon, cuando les demandaba un sonido más piano y recogido.