Familias disfuncionales y artistas para la historia
Nueva York. 30/04/2016. The Metropolitan Opera. Strauss: Elektra. Nina Stemme, Adrianne Pieczonka, Waltraud Meier, Eric Owens, Burkhard Ulrich. Dir. escena: Patrice Chéreau. Dir. musical: Esa-Pekka Salonen.
En el Metropolitan de Nueva York existen todavía repartos perfectos, carteles con los que otros teatros solo pueden soñar. Este es el caso de la Elektra que ha programado durante los meses de abril y mayo, una producción que además será historia por ser la obra póstuma de Patrice Chéreau, un creador imprescindible en la historia de la escena contemporánea.
A Chéreau le interesa mostrar a las claras y sin tapujos los conflictos de la familia disfuncional más conocida del teatro griego. Todo ocurre a la vista en esta producción, en un exterior interior, en un patio a modo de prisión, frio, desnudo, donde nada puede ocultarse. El escenario está dispuesto con una geometría y una iluminación duras, formando líneas de fuga que acentúan la dimensión metafísica de la tragedia, a modo de los paisajes oníricos de De Chirico. Sobre él, la impecable dirección de actores hace imposible apartar la mirada de la escena, ni tan siquiera un segundo. En el comienzo hay un interminable par de minutos sin música, el sonido de una escoba enmudece a las casi 4.000 butacas del Met, y desde ahí, la tensión permanece insoportable, en esa casa de mujeres autoritarias y doblegadas, condenadas a no entenderse, que por momentos recuerda a la de Bernarda Alba. La producción se enfoca en el aspecto más neurótico de la protagonista, en una Elektra inestable que vive en permanente estado de contradicción, enamorada de su propia desgracia, y en su fijación con la idea de la venganza, más allá de la venganza misma. Un momento lo resume bien: el ansiado encuentro con su hermano, Orestes, hace que Elektra escape y hecha un ovillo se proteja de la amenaza de su deseo cumplido, del fin de su gozar obsesivo.
Con su espectacular trabajo orquestal Esa-Pekka Salonen empuja la tensión escénica hasta el límite. Se esperan grandes intensidades en una obra como esta, pero no es habitual un magnífico trabajo de orfebrería como el que se puede disfrutar en estas representaciones. De modo análogo a lo que ocurre en el escenario, los entresijos y las contradicciones de la partitura se exponen con cuidadísimo detalle. Todo se escucha, los leitmotivs están perfectamente perfilados incluso en los momentos más tormentosos. Se combina la furia de la partitura con unos instantes de lirismo exquisito, como pocas veces habíamos escuchado en esta obra.
Nina Esteme es una elección perfecta para el papel protagonista. Posee una potencia enorme, una emisión sana en todo el registro y una muy notable habilidad para hacer las dinámicas emotivas y los pianos conmovedores. Si lo habitual en muchas sopranos dramáticas que es que griten cuando cantan, ella canta incluso cuando grita. Es además una convincente actriz, capaz interpretar todas las dobleces y ambigüedades de este personaje tan contradictorio.
El papel de Crisótemis suele asignarse a cantantes de cierta dulzura por contraste con la protagonista. En esta caso, Adrianne Pieczonka sigue la línea vocal de Stemme, y acentúa el aspecto dramático de su canto. El agudo es afilado y el timbre metálico, como un cuchillo. Subraya la inestabilidad del hogar y al final de la obra se presenta como nueva matriarca, con fuerzas para tomar el mando de la casa.
Waltraud Meier ha sido la mejor cantante y actriz del repertorio dramático alemán de las últimas décadas. Ha ido anunciando su retirada de los papeles en los que ha cimentado su repertorio; hace tan solo unas semanas se despidió de Isolda en Berlín. En esta Clitemnestra se entiende por qué, y es que a las leyendas también les llega su fin. Su irresistible presencia escénica y su fuerza dramática siguen ahí, intactas: esa entrada sobre de una alfombra roja que simboliza el poder y la sangre, con todas las mujeres de la casa encorvadas sus pies fue una de las estampas más potentes de la representación. Sus movimientos sobre el escenario acumulan la atención del público, pero la voz se ha ido, el registro medio y bajo son apenas audibles en directo. El tercio alto, aún penetrante, lo maneja con un celo permanente, como quien esgrime una porcelana a punto de romperse. Algo que, por otra parte, dota de cierta ternura al personaje, que el director nos propone lleno de deseo por recobrar a su hija.
Es esta una Elektra que será recordada largo tiempo. Un referente para el final de Patrice Chéreau, un gran realizador que, como siempre hizo, adapta aspectos del original para realzar aún más su esencia. Una lectura orquestal extraordinaria y un trio de cantantes de referencia. Puro drama.