Orozco Estrada Radio Frankfurt 2020 

Arte y pedagogía

Barcelona. 29/01/2020. Auditori. Ibercamera. Mussorgsky: Noche en el Monte Pelado. Tchaikovsky: Concierto para violín. Strauss: Don Juan y El caballero de la rosa (suite). Fumiaki Miura, violín. Orquesta Sinfónica de la Radio de Frankfurt. Andrés Orozco-Estrada, director musical.

Con un programa exigente y bien tramado irrumpió la Sinfónica de la Radio de Frankfurt (Hr-Sinfonieorchester) en el ciclo Ibercamera, que a lo largo de sus nueve conciertos de temporada sigue poniendo el listón alto en cuanto a nombres. Obras todas del gran repertorio en esta cita, pero nada de Beethoven (¡gracias!). Un círculo virtuoso desde Mussorgsky hasta Strauss, pasando por Tchaikovsky, con ilustraciones musicales plásticas y escénicas al inicio y al final, en manos de una orquesta espléndida, que más allá de la altísima prestancia en todas sus secciones tiene una inmensa capacidad para hacer música, labrada en una venerable tradición. No descubro nada si afirmo que su titular Andrés Orozco-Estrada, que alterna titularidad en la Sinfónica de Houston, es una de las batutas más sólidas e inspiradas de su generación. Un intérprete tremendamente comunicativo, muy activo en la tarima y en cuyos movimientos nada es gratuito. La de esta cita, se erigió en un ejemplo de la capacidad que tiene un buen director de trasladar sus conceptos estéticos al resultado sonoro de una orquesta, cuando el primero sabe hacerlo y la segunda sabe responder.

Encabezaba el programa lo que se suele traducir como Noche en el monte pelado. Con sucesivas versiones, el celebérrimo poema sinfónico de 1867 de Mussorgsky, compositor con enorme instinto dramático, fantasía para orquesta después en las sabias manos de Rimsky. Esta es la que se suele interpretar, aunque resulte tan atractiva también la rudeza y modernidad de la versión original, que figuras como Abbado han sabido captar magistralmente. Se interprete una u otra, el acercamiento se dirime entre una lectura más romántica o más moderna. Por esta segunda optó Orozco-Estrada, acercando Mussorgsky ya a lo que se escucharía en la segunda parte. La ilustración es literal en esta partitura, porque el propio Mussorgsky lo describe con palabras, y permitió apreciar el poder narrativo de la dirección. Cautivó la agresividad de la orquesta y la agilísima respuesta a una batuta angulosa e hiriente, administrando los famosos glissandi y las dinámicas de forma magistral. Una recreación tan rotunda como fascinante de unas páginas interpretadas hasta la saciedad.

A Fumiaki Miura lo habíamos escuchado junto a la pianista Varvara en el mismo ciclo, la temporada pasada en el Palau. Su paso fue muy prometedor, mostrando una técnica deslumbrante, con la última de las sonatas palatinas de Mozart, aunque no desplegó toda la hondura estética de la “Kreutzer” de Beethoven. Lo que pudimos escuchar del Concierto para violín de Tchaikovsky fue de una tremenda distancia glacial; nada de dolor, ni de grandeza trágica. Técnica arrolladora una vez más, opulencia y homogeneidad sonora (aparentemente) sin esfuerzos, pero el japonés estuvo demasiado (pre)ocupado por la intrincada literalidad de la obra, leída con pulcritud y exactitud asombrosa. Tanto, que se hacía difícil escuchar algo más que las notas. Y es normal, son muchos los que se han acercado a la obra del ruso y no ha sido hasta después de mucho tiempo cuando han empezado a comprenderla, o siquiera, a mostrar una lectura madurada y propia. Sin embargo, tenemos una necesidad enfermiza de encumbrar nombres y celebrar éxitos prematuros. Y nada bueno resulta de eso; la clásica está repleta de ejemplos. Que quede claro: no hay duda de que Miura tiene todos los mimbres para desarrollar una gran trayectoria como intérprete y músico. El inicio de sonido fue elegante y mesurado, quizás demasiado en pasajes que pedían más entrega dramática como lo hace esta partitura, condicionados por el solista. El violinista empezó a dejar respirar un poco más la música, a darle más sosiego y una lectura más concentrada en el andante central.

Miura Radio Frankfurt 2020

Con Strauss la orquesta sentó cátedra, sin más. Se trata de un compositor que se amolda bien al sonido de los de Hesse, en un repertorio labrado ya en tiempos de Paavo Järvi. La elección de Orozco-Estrada es lógica porque también ha navegado con buen rumbo en las mismas aguas (¡qué envidia da contemplar una gestión y una dirección artística tomando decisiones lógicas!). Para empezar con un Don Juan en el que la detallista batuta supo darle relieve a todas las tensiones que envuelven aquí y allá la partitura, sin dejar de revelar un profundo sentido melódico. Los cimientos del buen resultado hay que buscarlos en grandes dosis de dramatismo y electricidad desde los primeros compases, cuerda muy incisiva y metales con el desparpajo y la precisión que demanda Strauss. Concepto y virtuosismo para ejecutarlo.

Por otra parte, una ejemplar planificación narrativa de la obra, íntimamente ardiente y straussiana, que tras un romance espurio en la sección central (meandros líricos que sirvieron para mostrar la admirable técnica y capacidad poética de la batuta), termina como sólo puede terminar don Juan -y como lo hará nuestra época- con la destrucción agónica después de la fiesta. Una poderosa masa orquestal bien gobernada, encadenó sin tropiezos toda la fuerza plástica de una de esas óperas "invisibles" de Strauss que aborrecía Hanslick.

La suite del Rosenkavalier redondeó una noche straussiana difícil de olvidar. Uno trata de practicar la contención que exige el oficio, pero es admirable cómo comprende y comunica -ambas cosas son muy difíciles de lograr y no siempre van juntas- este colombiano formado al abrigo de Viena, la atmósfera teatral y plástica de Strauss. Irresistible en el vals, con un rubato soberbiamente administrado, derrochando tanta ternura y vuelo lírico en las melodías como violencia y riesgo en los pasajes comprometidos, Orozco-Estrada era siempre una antorcha en la densa niebla orquestal en la que tantos se extravían. Sonido muy equilibrado sí, entre lo ligero y lo robusto sin blanduras ni estridencias, al dictado de la espléndida claridad gestual del director. Hay ocasiones en las que una cita artística se convierte en una lección, la lección se eleva a arte y el arte es capaz de materializar la educación estética soñada por Schiller. Esta fue una de ellas.