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Cañas y barro

Madrid. 29/01 y 05/02. Teatro de la Zarzuela. Roig: Cecilia Valdés. Cecilia Valdés. Elizabeth Caballero / Elaine Álvarez (Cecilia). Martín Musspaumer / Enrique Ferrer (Leonardo). Homero Pérez-Miranda / Eleomar Cuello (José Dolores Pimienta). Linda Mirabal (Dolores Santa Cruz). Yusniel Estrada (Pedro). Isabel Ilincheta (Cristina Faus). Alberto Vázquez (Don Cándido). Isabel Cámara (Doña Rosa). Ileana Wilson (Nemesia Pimienta), entre otros. Orquesta de la Comunidad de Madrid. Coro del Teatro de la Zarzuela. Carlos Wagner, dirección de escena. Óliver Díaz,

Cecilia es el más puro mestizaje cubano, alegría de vivir, amores, flores, tango-congo, guarachas, cinquillos, la risa cristalina que se quiebra en drama, cafetales y cañas de azúcar; el dolor de sus esclavos y tantas almas rotas ante un destino marcado por el color de su piel. Parece mentira - o no - que hayan pasado casi 90 años desde su estreno, pero aquí está. En una ciudad y un país en el que muchos hogares tenemos fuertes lazos, incluso raíces, con América, toda ella. Es una de las señas de identidad de la dirección de Daniel Bianco al frente del Teatro de la Zarzuela: (re)descubrir las muchas coordenadas de las que goza el género. Con Cecilia viajamos hasta Cuba, donde la música de Gonzalo Roig nos es desplegada como santo y seña. Embebida de los ritmos tropicales provenientes de África, con una instrumentación colorida e imaginativa, se recrea en melodías bellísimas, tanto en su parte más desenfadada, como en los momentos más líricos y profundos... además del regalo de ese tema de Cecilia Valdés con el que se abre el prólogo, que es pura intensidad y que a cualquiera se le clava en el corazón nada más escucharlo. Es curioso que Cecilia se estrenase exactamente el mismo día que aquí, en Madrid, se subía al escenario por primera vez uno de los grandes hitos del género: Luisa Fernanda, plagada también de números imborrables de nuestra memoria musical... y que la Zarzuela volverá a subir a su escenario en pocos meses.

La trama de la obra ya es otro asunto, pero quedémonos con una cosa: la zarzuela, siempre, habla de nosotros. Y aquí, no por tratarse de Cuba iba a ser menos. De cómo hemos sido y de cómo afortunadamente estamos cambiando. Nos habla de razas y de cómo históricamente algunos se han aprovechado de ellas. También de cómo las han tratado. Yo, por apuntar al gremio al que uno pertenece, aún hoy en día podemos leer palabras en algunos escritos como "negrito", en diminutivo (¿cómo si alguien fuera poco negro quizá? ¿hay negrazos si uno es muy negro? ¿qué es ser poco o muy negro? ¿hay blanquitos?), o cómo se habla de personas "de color", dando por hecho que quien escribe es transparente. De hecho, es curioso cómo en un momento dado de esta zarzuela, el propio texto, de 1932 y con la trama localizada en 1812, no lo olvidemos, la protagonista dice: "venía del baile que dio la gente de color". Coincidencia o no, aunque yo apostaría por algo intencionado, las dos sopranos que dan vida a Cecilia omiten la expresión. Bravo por ellas. El racismo es miedo y es prejuicio. Y no sólo tienen prejuicios las malas personas, también las buenas. Querer superarlos es lo que diferencia a las unas de las otras.

Esas sopranos son, en un primer reparto, Elizabeth Caballero, de timbre luminoso y desenvuelta en el tercio superior, con caracteristico vibrato, gusto por el detalle en la partitura y buena habilidad escénica, y Elaine Álvarez, de voz más dramática y timbre más carnoso, en el segundo. A su lado, respectivamente, el galán que no es galán de Martín Nusspaumer y Enrique Ferrer. El primero con un grato timbre y solvente fraseo; el segundo más pasional, ambos con ciertos problemas tanto en el agudo, como en la emisión. Completa el trío protagonista el personaje de José Dolores Pimienta, que ha contado con dos buenas voces para darle vida. Tanto Homero Pérez-Miranda (de voz más recia), como Eleomar Cuello (de voz más aterciopelada) resultaron convincentes en su actuación y arrebatadores en su bellísima romanza Callar debo.

 

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Desconozco si en algún momento llegaron a encontrarse, pero cada vez que leo a Carpentier (y le leo muy a menudo) siento que, a cada vuelta de página, podría encontrarme a Linda Mirabal. Encarnada en alguno de sus personajes, o incluso a ella misma. Por supuesto también su madre, la mítica Martha Jean-Claude, todo un símbolo contra la opresión en Haití y que bien podría haber servido de inspiración al escritor en El reino de este mundo, pero también ella. El hechizo de Mirabal, dentro y fuera de los escenarios, perdura desde hace décadas. Desde la primera Carmen que le escuché hará 20 años, hasta aquel reciente (y mágico) Follies de Mario Gas en el Español, la cantante cubana desprende ese noséqué de auténtica artista que hace que no puedas dejar de mirarla. Ese magnetismo único que provoca que, con dos intervenciones contadas en toda la obra, se lleve al público de calle. Su Dolores Santa Cruz aparece en el pasillo central de patio de butacas con el tango-congo Popopo y despliega una voz de pecho recia, coloreada, impactante. Hay que sumarle su En el Barrio e Manglá hay un negro gangá, ya sobre el escenario, con sendos mutis que quedarán para la historia reciente del Teatro.

Aquel negro gangá, llamado Pedro, resulta muy bien cantado por Yusniel Estrada (en el segundo día con la voz algo afectada). Destacan también en el extenso reparto de comprimarios la Mercedes de Amparo Depestre, la Nemesia de Ileana Wilson, el divertido Tirso de Giraldo Moisés de Cárdenas, en buena contraposición al también ameno Melitón de Eduardo Carranza (se echa en falta mayor desarrollo y presencia de estos personajes en la adaptación, quizá con algún número cómico) y la elegancia y sobriedad, tan del personaje, amén de un terso timbre, de la mezzosoprano valenciana Cristina Faus como Isabel  Ilincheta. En su dúo con Leonardo, Óliver Díaz, al frente de la Orquesta de la Comunidad de Madrid, realiza un trabajo de orfebre extraordinario, resaltando una cuerda "liriquísima" en un mágico momento. Mucha intención por equilibrarlo todo y mucha atención a los detalles que dieron pie a un foso mesurado y proporcionado, más pareciera hacia la exaltación lírica que hacia la preponderancia en planos de la percusión y la acentuación de los ritmos cubanos.

Todos ellos se entrelazan en este culebrón, porque es un auténtico "zarzubrón", en una escenografía bella y opresiva (o así la he sentido yo) de Rifail Ajdarpasic, donde las cañas de azúcar se comen litaralmente la totalidad del escenario, cuando el azúcar y los esclavos que en sus plantaciones trabajaban suponían una indigna fuente de riqueza para España. Cañas y barro, parafraseando a Blasco Ibáñez y su costumbrismo. Marcan las cañas y lo que representan el día a día, la vida de cada uno de sus personajes para bien o para mal, dependiendo de la suerte que tuvieran al nacer. Dependiendo del color de su piel. Opresores y oprimidos en un espacio angosto, donde apenas hay hueco para el cuerpo de baile (estupendo en manos de Núria Castejón) y el coro del teatro (al que no se aprecia tan cómodo como en otras ocasiones, si bien correcto). La acústica se resiente ante un escenario completamente abierto y las soluciones que se han buscado para algunos números, ya en la dirección de escena ofrecida por Carlos Wagner, dejan cierta sensación de insuficiencia, (aun dando por hecho el gran esfuerzo que se habrá dedicado por dotar de verosimilitud a la adaptación de Rodiguez y Sánchez Arcilla sobre la obra de Cirilo Villaverde, que seguro no ha ayudado). Por ejemplo en la angular escena de los esclavos, con el coro atrás, entre las cañas e invisible, perdiendo todo el efecto que debería generar. Además del triple anticlímax final, con intérpretes congelados, reencuentros fríos y acartonados entre personajes y una Virgen de la Caridad que se transforma en el Obatalá proveniente de los yoruba en el momento más inapropiado (Sanctus), viéndose este lastrado, convertido en punto cómico por cómo ha sido llevado, aunque se quiera entender la intención. En general, durante toda la obra se tiene la sensación de poca o nula dirección de actores, como si se hubiese trabajado desde la libertad creativa de cada uno de ellos para desarrollarse en el escenario y eso, en este caso, no hubiera sido lo acertado. Quien tiene más tablas, salva los muebles, pero quien no, ahoga su participación (y el drama de la obra) sin el salvavidas de la dirección.

Esto último es una pena porque uno hubiese esperado una conexión más directa con nuestro presente, al tratarse temas tan duros como el racismo y la esclavitud. Al personaje de Isabel se le añade un speech sobre la indiferencia de los blancos por cómo son explotados los esclavos y tratadas otras razas, y sí, aparecen máquinas de aire acondicionado y farolas en la escenografía, pero tendría que haber sido la obra en sí, a través de su dirección escénica, la que nos hubiese asestado una buena bofetada por nuestra indiferencia ante los esclavos y esclavas del siglo XXI: prostitución, mano de obra barata cosiendo nuestra ropa, niños "trabajando", matrimonios de conveniencia... No hemos pasado, dramáticamente, del entretenimiento y el folletín (que por sí mismos también son cosa buena, ¡cuidado!). Musical y visualmente, eso sí, se ha quedado una noche preciosa.

 

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Fotos: Javier del Real / Teatro de la Zarzuela.