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La elevación a través del lenguaje

Madrid. 11/05/16. Auditorio Nacional. Ibermúsica: Serie Arriaga. Obras de Rachmaninov y Shostakovich. Andreï Korobeinikov, piano. Orquesta Filarmónica de San Petersburgo. Yuri Temirkanov, director.

Ludwig Wittgenstein, quien sufrió también el sinsentido de la guerra, venía a decir que los límites de nuestro lenguaje son los límites de nuestro mundo. El de su coetáneo Shostakovich, lenguaje y mundo, vino demarcado por el poder y la opresión de un régimen, el de Stalin, que le hizo caminar sobre el alambre en numerosas ocasiones sin tener del todo claro hacia que lado caer: el propio, o el impuesto. En cualquier caso conviviendo siempre con el terror. Ese miedo tan helador como esperpéntico, grotesco, que tantas veces es reflejado en sus pentagramas y que, como no podía ser de otro modo, también escuchamos en su Séptima sinfonía, dedicada al asedio de Leningrado y que sin embargo comenzó a imaginar ya antes de la llegada de los alemanes a la ciudad. Sirvió pues como oda funeraria ante lo perdido en manos tanto de los nazis como de los comunistas. Ya lo escribí en alguna ocasión anterior: La Séptima de Shostakovich no es sino el contraste, el caminar entre las aguas de lo patriótico y el homenaje a las víctimas de tal barbarie. Algo complicado, como todo Shostakovich. Música atada a la historia.

En Ibermúsica, tras las recientes lecturas de Afkham y Pehlivanian, hemos podido disfrutarla ahora en la batuta de un hábil e idiomático Yuri Temirkanov, quien acudía a Madrid al frente de la Filarmónica de San Petersburgo ante la llamada de Alfonso Aijón para cubrir el hueco que quedaba en la programación la cancelación por parte de la Dallas Symphony Orchestra de su gira Europea “por razones de seguridad”.

Temirkanov no se complica la vida y ofrece aquellos platos estrella de su menú, siempre dedicado a la madre Rusia. En esta su primera cita un programa algo dilatado para la hora de comienzo del concierto, 22.30h (!) (¿Para cuándo cierta preferencia a Ibermúsica en los horarios del Auditorio?) en el que a la Séptima, obra que per se completa cualquier programa, se le sumó la Rapsodia sobre un tema de Paganini de Rachmaninov, sin aportar nada relevante a la velada, aunque sirvió para dejar claro quién iba a ser la protagonista de la noche: la orquesta. El piano de Andreï Korobeinikov, bien ejecutado, se doblegó a ella, siempre bien empastado, aunque no transmitió nada más allá de unas notas claramente resueltas, de grandes rasgos.

Lo mejor de la noche, como decía, la orquesta y su sonoridad, la apabullante sonoridad que Temirkanov extrajo de ella a cada compás. Un sonido grande, soberbio, de marcada rítmica. Este lenguaje de Shostakovich, en glosa del director ruso, es ante todo poderoso y enérgico. Las dos caras de nuevo del compositor tan diferentes entre sí: la imagen propia proyectada y el sentimiento plasmado en pentagramas. La música superando la figura del hombre. Por ello, la primera media hora que compone el Allegro inicial pasaron como cinco minutos en nuestros asientos, ante uno de los mejores crescendi que pueden recordarse en el Auditorio, seguido de un Adagio más vitalista de lo común y un Allegro final extraordinario en contrastes de familias y dinámicas.

Cuando el espíritu se eleva da igual que sean las doce de la noche como las cuatro de la madrugada pero, en cualquier caso, estarán conmigo que deberíamos dar prioridad entre las entidades privadas a aquellas que cada día nos elevan, e Ibermúsica debería ser una de ellas.