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Fenómenos paranormales

Barcelona. 20/05/2018. Liceu. Plácido Domingo, Ana María Martínez, Airam Hernández. Dir. musical: Ramón Tebar.

La zarzuela ha vuelto al Liceu. Y lo ha hecho, como no podía ser de otro modo, de la mano de Plácido Domingo. La presencia del tenor madrileño en el teatro barcelonés se ha multiplicado estos últimos tiempos, tras años de apariciones muy esporádicas. A pesar de eso, sus inicios están ligados profesional y sentimentalmente a un teatro que siempre le ha rendido pleitesía. Y es lógico que así sea, pues Domingo se ha asegurado, por méritos propios, una plaza en el Olimpo de los grandes tenores de la historia. Por motivos artísticos, claramente. Pero también físicos o fisiológicos. Y es que su músculo diafragmático debería ser objeto de estudio como fenómeno paranormal porque, a pesar de que la voz ha perdido el esmalte de los años dorados, es admirable observar cómo no hay ni un solo indicio de oscilación en su emisión. Esa milagrosa longevidad muscular le permite graduar sus intervenciones para acabar, siempre, con una nota bien sostenida, algo sin precedentes en un cantante de su edad. Y saber acabar, como es bien sabido, es un arte. Más sabe el diablo...

El otro factor que juega todavía a su favor es, obviamente, que hay cosas que nunca se pierden. Y el fraseo, la elocuencia dramática, la frase bien cincelada, la palabra perfecta e instintivamente matizada, son algunas de esas cosas. Muestra de ello fue su propina final, seguramente lo mejor de la noche, Amor, vida de mi vida, de Moreno-Torroba. Y es que Plácido tiene eso: cuando crees que ya no puede dar más de sí, cuando la fatiga se hace evidente y el sonido es cada vez más mate, de repente saca el tarro de las esencias para poner en pie al personal. Genio y figura.

Del resto de su actuación resaltar su primera intervención (La del Soto del parral), en la que se mostró fresco y expresivo, mientras que Mi aldea, de Los gavilanes, le planteó más problemas de tesitura. No hace falta recordar que, actualmente, Domingo canta de barítono (incluidas las páginas de tenor, como fue el caso de La tabernera del puerto, claramente bajada de tono y adaptada a su tesitura), pero, así como en sus interpretaciones verdianas a la voz le falta empaque baritonal, la tesitura del barítono de zarzuela, más aguda y brillante, cercano a lo que los franceses llaman el bayton-Martin, se adapta como un guante a las características del tenor. 

En el resto de intervenciones, Plácido ofreció algún detalle de clase aquí, otro allá, pero la fatiga se hacía evidente, así como una excesiva dependencia del teleprompter. Para acabar el concierto abordó el dúo de Marina con Airam Hernández, que excedía de manera evidente sus recursos vocales actuales. Precisamente, el tenor de Tenerife era el otro foco de interés de la velada. Con una trayectoria claramente ascendente, Hernández se ha ido forjando un nombre en teatros importantes como el de Zurich. Había, por tanto, gran expectación en escucharlo en directo pero las altas expectativas no acabaron de cumplirse. La voz es de bello color lírico-ligero, con posibilidades de evolución al repertorio lírico. La línea es elegante y el centro amplio y expresivo, pero técnicamente presenta un pequeño hándicap. El pasaje al agudo no está bien resuelto. Al menos en este concierto, el registro agudo resultó mate, la voz no daba la vuelta como debería y eso en un tenor de sus características es básico. Se trata de un gesto técnico que se puede resolver con trabajo. Esperemos que así sea porque el material es de calidad.

Empezó especialmente frío, pero fue entonándose para, como Plácido, ofrecer sus mejores prestaciones al final, con una arrojada versión del dúo de Marina, y sobre todo una sentida interpretación de La roca fría del calvario, que le valió sus mejores ovaciones. También se mostró entregado en el arrollador dúo de El gato montés, al lado de una Ana María Martínez que pareció ausente toda la noche. La voz de la soprano puertorriqueña, excesivamente cubierta, ofrece pocos colores y matices, y como intérprete mostró muy poco salero, algo como mínimo recomendable en este tipo de repertorio. Si ni con el aria de la zarzuela cubana Cecilia Valdés te metes al público en el bolsillo es que alguna cosa falla. 

La Orquestra del Liceu, en manos de Ramón Tebar, a diferencia de los cantantes, fue de más a menos. Si bien empezó con un pimpante Intermedio de Las bodas de Luis Alonso, la cosa casi embarranca en el de Goyescas, destensado y aburrido. Tebar estuvo sobretodo atento en ayudar a los cantantes, pero el trabajo orquestal se fue descosiendo poco a poco, firmando una prestación muy discreta, claramente poco ensayada.