Gregory Kunde credit Chris Gloag 

Gregory Kunde: “No tengo nada que perder”

Click here for English version

Siempre sostengo que Gregory Kunde (Rochester, 1954) es un artista admirable en cuyo caso impresiona aún más si cabe el testimonio vital que nos lega. Tras casi cuarenta años de carrera, llega ahora para este fascinante tenor norteamericano su debut en el Covent Garden de Londres con el Manrico de Il trovatore, motivo más que suficiente para  dedicarle nuestra portada en el presente mes de julio. Como en nuestra primera entrevista, en 2013, Kunde se sigue mostrando como alguien cercano, con un innato sentido del humor, consciente como pocos de sí mismo, en la madurez de su singular trayectoria, sobre la que reflexiona con enormes dosis de franqueza y simpatía. La próxima temporada será un invitado habitual en los teatros españoles, con Otello y Norma en el Teatro Real, con Andrea Chénier en Bilbao y con I vespri siciliani en Valencia.

Esta debería ser una pregunta normal para un cantante joven, pero suena ciertamente extraña -y quizá por ello más excitante- ante un tenor ya maduro que rebasa de hecho los sesenta años de edad. La pregunta es: ¿Qué siente ante su inminente debut en el Covent Garden?

Soy un tenor maduro por mi edad, pero quién sabe lo que pasa en mi mente (risas). Bromas aparte, es cierto, es excitante pensar que tras treinta años de carrera por fin voy a poder cumplir uno de mis sueños, que fue desde siempre cantar en uno de los grandes escenarios del mundo, el Covent Garden de Londres. Fue uno de los primeros lugares donde vi ópera como espectador; la primera fue en Viena, en los setenta. En el Covent Garden vi Aida en el 76 con Domingo, Cossotto, Caballé… Un cast increíble. Recuerdo muy bien dos cosas de aquella función. Por un lado, el tiempo que pasamos haciendo cola para comprar las entradas con descuento, a 20 libras, en unos sitios fantásticos en Balcony, en el anterior Covent Garden, en este mismo edificio pero antes de la remodelación. Recuerdo que había un intermedio tras cada acto, para cambiar de escenografía, y eran pausas largas: el primer acto dura media hora, la primera pausa duró media hora. En total Aida duraba casi seis horas, como si estuviésemos viendo una obra de Wagner en Bayreuth. Pero lo más increíble de todo es que para poder hacer estos cambios de escena tenían que sacar la escenografía fuera del teatro, literalmente la sacaban a la calle y se podía ver allí. Era increíble.

Lo segundo que recuerdo muy nítidamente de esas funciones es la escena final de Amneris. Tuve ocasión de decírselo a Fiorenza Cossotto en Oviedo, en los Premios Campoamor. Aquello fue indescriptible: qué voz, qué sonido, qué intensidad… qué ovación tan tremenda. En aquel momento yo estaba estudiando en Londres. Para mí es un sueño hecho realidad cantar aquí por fin. Realmente es el único gran teatro que me faltaba, tras la Scala, Viena, el Met, los teatros españoles, etc. ¡Espero hacerlo bien! (risas). Valoro mucho que hayan contado conmigo para cantar algo que tengo ya en repertorio, porque en ocasiones te llegan invitaciones de lugares donde quieres cantar pero con papeles que no puedes asumir o que te exigen un esfuerzo añadido que complica las cosas; y es arriesgado, porque presentarte en un sitio nuevo con algo que es también nuevo para ti, puede ser un éxito o un tremendo fracaso, seguramente no hay término medio.

Volverá a Londres el año que viene para cantar Otello, en un doble cast con Jonas Kaufmann, en su debut con el papel.

Exacto. Será genial encontrarnos en Londres con Otello. También estaré de nuevo en el Covent Garden para la reposición de esta nueva producción de Il trovatore. Pero le diré una cosa: en este punto de mi carrera, por mucha ilusión que me haga, yo no veo estas funciones como algo extraordinario. No deja de ser una producción más; no quiero menospreciar lo que significa para mí, qué duda cabe. Pero al final es sino otro lugar de trabajo, uno más de tantos. Hace unos meses fue mi debut en el Teatro Real de Madrid con Roberto Devereux; y por supuesto que me hacía ilusión, pero al final se trata de hacer nuestro trabajo, nada más… y nada menos. En este Trovatore tenemos dos repartos extraordinarios, con grandes colegas, y el ambiente de trabajo es fantástico, no me puedo quejar de absolutamente nada. 

Mencionaba antes el Metropolitan de Nueva York. Creo que en el fondo de su corazoncito, digamos, echa de menos no estar allí más a menudo, en este momento de su carrera. ¿Quizá se deba todo a que allí tienen un recuerdo muy distinto de usted, como tenor ligero?

Sí, es una situación extraña. Por supuesto que me gustaría cantar más a menudo en el gran teatro de mi país, pero las cosas son más complejas a veces. En efecto, en EEUU se tiene de mi un recuerdo muy concreto, ligado a mis primeros años, como tenor ligero, en un repertorio belcantista, etc. Lo último que hice en el Met fue Puritani con Netrebko, por ejemplo. Y hay que ser realistas: mi situación actual no es normal. Cuando a un teatro le hablas de un cantante que tiene sesenta años, lo último que piensa su gerente es que se trate de alguien a quien merezca la pena escuchar y descubrir. Con sesenta años, por desgracia, mucha gente en este negocio piensa que estás ya de salida, y yo soy consciente de estar nadando a contracorriente durante estos últimos años. Si un cantante maduro cambia de repertorio, lo normal es pensar que lo hace para cubrir un problema, para buscar un acomodo menos exigente, porque la voz ya no le responde, etc.

Siempre que alguien cambia de repertorio todos nos preguntamos: ¿Dónde está el problema?

Exacto. Y es lógico preguntarse eso. Tengo la fortuna de tener mi agenda llena hasta dentro de varios años. Y le digo de verdad que no me preocupa volver a cantar o no en el Metropolitan. Me haría ilusión cantar en mi casa, claro que sí, pero no puedo centrarme en eso. Si tiene que ser, será. Pero soy consciente de que conocen a otro Gregory Kunde, distinto del que lleva cantando los últimos cinco años. En un teatro como el Met hay un número ingente de audiciones y no es tan fácil como parece que alguien como yo vuelva a entrar en el sistema, por decirlo de alguna manera. Pero estamos trabajando en ello y creo que estas funciones en Londres pueden ser importantes para que todo vuelva a su cauce con el Met. Si le digo la verdad: a estas alturas de mi trayectoria prefiero que alguien me contrate porque me ha escuchado en un teatro y le interesa lo que hago, no porque alguien le haya presionado para que cuente conmigo, sin creer en mi trabajo. No tengo nada que perder. Si estoy en Covent Garden es porque responsables artísticos de este teatro me escucharon cantar en Grecia hace tres años. Es así de simple y así de complicado al mismo tiempo. 

Se trata de estar en el lugar exacto, en el momento adecuado. 

Así es. Por eso confío en que el Met llegará en algún momento de nuevo, si tiene sentido que llegue. No hay que buscar excusas.

Es curioso porque no hay tantos tenores norteamericanos interpretando hoy en día su repertorio. Usted tendría que ser la opción natural allí, prácticamente.

Hay grandes colegas allí, desde Bryan Hymel o John Osborn a Michael Spyres pasando por Michael Fabiano o Steven Costello, pero ciertamente no tantos que estén haciendo un repertorio spinto, podríamos decir. Y es lógico, porque en algunos casos son voces todavía jóvenes, con mucho recorrido por delante. Están haciendo muy buenas carreras, somos buenos colegas además. Déjeme decirle otra cosa sobre el Met: es un lugar enorme y aunque la acústica es muy buena, tu mente no deja de pensar en lo grande que es esa sala y lo difícil que tiene que ser que te oigan en la última fila. Uno allí sólo piensa en el volumen, y es un error, porque cantar más fuerte no resuelve nada (risas). Más allá del Met, hay otro lugar al que quiero volver tarde o temprano en Estados Unidos. Me refiero al teatro que fue mi casa, la Lyric Opera de Chicago. Quizá concretemos algo para 2018, cuando se cumplirán 40 años de mis comienzos allí. Seguramente están sorprendidos de que todavía siga cantando (risas). Algo semejante creo que pasó con el Met. Hace ya casi treinta años, en 1987, canté una única función de Manon de Massenet, junto a la gran Catherine Malfitano; fue mi debut allí, en la producción que había cantado Alfredo Kraus allí previamente. Puede imaginarse cómo era mi voz entonces: seguramente la mitad o incluso menos de lo que es ahora, por tamaño, volumen, proyección, etc. 

Era otra voz, directamente.

Totalmente, una voz joven que todavía no se había especializado. El belcanto en América, en aquel tiempo, era algo todavía muy reducido. Todavía no se había completado la Rossini Renaissance, y las óperas de Donizetti y Bellini que se interpretaban se podían contar casi con los dedos de una mano. Por aquel entonces era normal cantar todo el repertorio italiano, daba lo mismo que fuese Nemorino en L´elisir o Alfredo en La traviata que Rodolfo en La bohème. Y por supuesto todo el repertorio francés, como asimilado a ese mismo paradigma de tenor lírico que servía para todo: Faust, Manon , etc. Incluso muchos de mis colegas cantaban Don José en Carmen, Cavaradossi en Tosca o Don Carlo, Ernani… Cuando llegó esa oportunidad de debutar en el Met con Manon, yo tenía la fortuna de haber sido antes el cover de Alfredo Kraus para este mismo título en Chicago. De modo que conocía la parte perfectamente. Tuve una muy buena crítica en The New York Times, lo recuerdo, pero también recuerdo que la voz no estaba preparada para el Met, se quedaba corta para las exigencias de ese gran espacio. Yo apenas había cumplido los treinta años por entonces. Es curioso lo mío con el Met: en aquel momento era muy pronto y ahora parece que es demasiado tarde (risas). Tras esa función de Manon en el Met, el teatro me ofreció partes de comprimario allí. Yo no quería tomar esa orientación para mi carrera y rechacé la propuesta. Le cuento esto porque así siguen siendo las cosas hoy en día en los teatros: la primera impresión que dejas en un lugar es la que queda para siempre y cuesta mucho conseguir que se revise. Por eso no me extraña que cuando ahora al Met le hablan de un Gregory Kunde que está cantando Otello, Trovatore, Manon Lescaut, Vespri… allí por descontado piensan que es imposible que les hablen del mismo tenor.

Pero detrás de todo esto hay un gran testimonio vital, una gran lección sobre lo que significa labrarse una trayectoria profesional en el mundo de la lírica.

Sin duda. Y creo que es lo más valioso que puedo legar, al margen de la satisfacción personal que me reporta estar donde estoy ahora, haciendo lo que hago. Creo que mi trayectoria es el mejor ejemplo de algo que Alfredo Kraus me dijo cuando yo estaba empezando y coincidimos en Chicago: “Tienes que esperar”. Lo recordaré siempre, esa fue una lección de vida y una enseñanza profesional valiosísima. No se trata sólo de esperar para cantar tal o cual papel, se trata de esperar a tu voz, que sea ella la que te marque el camino y nunca al revés. En un momento u otro todas las voces maduran, cambian y se reorientan. Quizá mi caso sea incluso exagerado y no sirva como medida para la generalidad, pero antes o después toda voz experimenta un cambio natural y la clave entonces está en tener la mente abierta y dispuesta para escuchar ese cambio y asumirlo. Y esta lección no vale tan sólo para los cantantes sino también para los intendentes y directores artísticos: sean pacientes, por favor, no fuercen las carreras de los más jóvenes con ofertas tan tentadoras como insensatas. Hay algo perverso en el hecho de que nuestras carreras se firmen ahora a cuatro o cinco años vista: es imposible saber si nuestra voz sonará entonces igual que hoy. Un excelente Nemorino hoy puede no serlo dentro de un lustro. No sólo cambia la voz, cambia también nuestra mentalidad, nuestra concepción interpretativa de un papel, etc. En mi caso, por ejemplo, tengo contratos para hacer Otello en 2020 y doy por descontado que será forzosamente distinto del que hice por primera vez en 2012. Y no necesariamente peor, porque el paso del tiempo da un mejor conocimiento de los papeles, te permite interiorizarlos, cuidar más la voz al cantarlos, etc. El problema principal es que un teatro tiene fijado un recuerdo concreto de una voz y le propone cantar algo dentro de varios años, pero nadie puede asegurar que de 2014 a 2020 todo se mantenga igual para un cantante. Es más, ¡hay cantantes que no llegan siquiera a tener una carrera de seis años! (risas). Y esto es especialmente perverso, como decía antes, en el caso de un solista que quiere debutar en un determinado teatro: si le proponen hacerlo dentro de varios años con un papel que se sale de su repertorio actual, será muy difícil que diga que no y al final estará dando un salto en el vacío. Nunca sabes cómo sonará tu voz dentro de varios años. Lo puedes suponer, pero nadie te lo puede asegurar. Y esta situación puede llegar a ser muy incómoda, porque ni el solista quiere exponerse a un riesgo así ni quiere situar al teatro en una situación inconveniente en caso de tener que cancelar un compromiso apalabrado con mucha anticipación.

Y si se trata de papeles habituales en el repertorio, puede tener solución. Pero con obras infrecuentes como Les Huguenots o I vespri siciliani, puede ser muy difícil arreglar la situación.

Sin duda. Por eso intento ser muy cuidadoso con los compromisos que acepto. Aunque echar un vistazo a mi agenda en los dos últimos años podría desmentirlo (risas). He debutado unos cuantos papeles (Cavalleria, Pagliacci, Manon Lescaut, Aida, Samson…), y eso implica no sólo cantarlos y ensayar la producción sino estudiarlos previamente, claro. Debo decir que estudio con cierta rapidez, a estas alturas de mi trayectoria. Sólo en algunos casos conocía las partituras previamente, como en el caso de Otello, al haber cantado Cassio, o en el caso de Un ballo in maschera, porque hice “Il primo giudice” (risas).

Hay un vídeo fantástico de aquel Ballo in maschera (risas).

¡Es cierto! (Risas). Es de esas funciones que nunca se olvidan. El reparto era increíble: Luciano Pavarotti, Renata Scotto, Piero Cappuccilli, Mignon Dunn… y Kunde como Il primo giudice (risas). Kathleen Battle hacía también su debut como Oscar y John Pritchard era el director. En aquellos días se hacían los ensayos musicales con más anticipación que ahora. Hicimos tres días de ensayos musicales a piano, con todos los solistas, aunque sin el coro. Y allí estábamos todos, yo sentado detrás de Luciano. Llegó el turno de mi frase, la canté y Pavarotti, con cara de guasa, dijo: “No ha estado mal, me gustaría escucharlo de nuevo”. Yo estaba en una nube, ¡era mi particular dueto con Pavarotti!

Pavarotti y Kraus han sido dos referencias constantes en su trayectoria.

Sin duda. En general, cuando preparo un papel, busco referencias antiguas: Di Stefano, Del Monaco, Pavarotti, Domingo, Kraus, en general todos los tenores de los cuarenta y cincuenta del siglo pasado me interesan. Por cierto, estaba pensando ahora mismo que hasta febrero del año que viene voy a cantar papeles que ya conozco y he interpretado. Nada nuevo que estudiar. Casi no me lo creo (risas).

¡Enhorabuena! Aunque quizá se aburra (risas).

¡No! Lo prometo (risas). El siguiente debut será con Andrea Chénier. Tengo una historia muy buena sobre Chénier. Creo que era en 1979, de nuevo en Chicago, con Eva Marton, Plácido Domingo, Renato Bruson -su debut en Chicago-, Mignon Dunn y Bruno Bartoletti. Yo era el cover de Incredibile.

¡El cover de Incredibile!

El último mono (risas). Yo no era aún tan bueno siquiera como para cantar el Incredibile (risas). Durante la temporada teníamos una hora diaria al piano con un coach. En concreto yo solía trabajar con Walter Baracchi, un coach de la Scala que vino a Chicago. Él no hablaba nada de inglés y nosotros no hablábamos apenas italiano. La comunicación era difícil. Pero él estaba empeñado en que yo cantase belcanto. Él tenía esa intuición ya diez años antes de que yo me introdujera en ese repertorio. Recuerdo que me hizo cantar el “Prendi, l´anel” de La sonnambula. Yo era incapaz de subir tan alto. Y sorprendentemente me propuso cantar “Come un bel dì di maggio”. Me gustaba mucho esa aria, Plácido la estaba cantando esos días en Chicago de forma increíble. Recuerdo otra cosa sobre esa producción: era clásica, ambientada en el período histórico original, con pelucas, maquillaje blanco, etc. Por aquella época muchos de nosotros llevábamos barba: Domingo llegó a los ensayos con barba y por descontado Renato Bruson llevaba su barba, tan genuina y personal. La dirección artística nos pidió a todos que nos afeitásemos por exigencias del guión, digamos. Pero claro, Renato dijo que no, de ninguna manera. Varios de nosotros, en el coro, tampoco nos habíamos afeitado para el primer ensayo, visto que Renato no lo hacía. La intendente entonces era Carol Fox, una mujer muy influyente y resolutiva. Ella convirtió la Lyric Opera de Chicago en una suerte de “la Scala West”, como se decía entonces. Tenía una tremenda autoridad. Cuando la veías llegar por el pasillo tenías la necesidad de cuadrarte como si estuvieras en el ejercito. Era famosa por despedir gente sin miramientos, para readmitirlos al día siguiente (risas). Ella estaba presente en ese ensayo que decía antes, en el que Renato se negó a afeitarse. Y en la pausa del ensayo, varios de nosotros estábamos en el pasillo, también con barba. Carol Fox vino hacia nosotros y me dijo: “Kunde, ¡aféitate para mañana o estás despedido!”. Lo que más me impresionó es que supiera mi nombre (risas). Todos nos afeitamos, salvo Bruson claro. Era un Gerard impresionante, tremendo, con una voz muy particular.

Estuve revisando las críticas que recibía en los años noventa. Y eran duras, crueles incluso en algunos casos.

Sí, así es (risas). Mi primera crítica en Chicago, cuando entré en el centro lírico para jóvenes solistas, fue en un concierto en el que canté el duetto de Pedrillo y Osmin en El rapto del serrallo. Mi voz era minúscula, lo cantamos en inglés, el bajo era de origen italiano y con un acento terrible. Puede imaginar la escena, terrible (risas). El crítico escribió que el dueto había sido “a good joke badly told”. Esa fue mi primera crítica y todavía hoy sigo cantando (risas). Yo entonces me quejaba mucho de lo poco que me mencionaban en algunas críticas, como mucho decían algo como “Kunde was good”, aunque bien pensado era lógico que apenas figurase si hacía partes secundarias o papeles comprimarios. Yo, ingenuamente, soñaba con que alguna vez me dedicasen varias líneas, incluso un párrafo. En una ocasión canté el Uldino de Attila, nada menos que con Nicolai Ghiaurov, Gilda Cruz-Romo y Silvano Carolli. Insisto: yo cantaba Uldino y no el primer papel para tenor, el Foresto, que era aquí Veriano Luchetti. Vino el crítico de The New York Times y me mencionó con muy buenas referencias. Yo estaba sorprendido y agradecido, claro. Después de esto, en 1989 o 1990 canté Roméo et Juliette en Minnesota, en inglés. Hay que tener cuidado con lo que uno desea (risas). En esta ocasión no sólo obtuve uno sino hasta dos párrafos hablando de lo horrible que había sido mi Roméo (risas), sobre lo minúscula que era mi voz para este repertorio comparada con los grandes tenores de los años cincuenta o sesenta. Pero sabe lo peor de esto: que después de esa crítica hay que cantar otras cinco o seis funciones más, teniendo eso en mente, inevitablemente. Y además no sólo tú has leído esa crítica: también parte del público y tus colegas, con los que te cruzas en los pasillos, han leído eso sobre ti. Es duro, para qué negarlo. Mi conclusión a estas alturas es que es mejor no leer las críticas, desde luego no hacerlo antes de que termine una tanda de funciones, y si es posible confiar a alguien de tu círculo más próximo que las lea por ti. El secreto de las críticas es tan sólo uno: si crees en las buenas críticas que recibas, entonces tienes que creer también en las malas. Por tanto: no las leas (risas). 

Sobre esas críticas tan duras, me pregunto si eran justas o no. Es decir, ¿usted lo hacía tan mal entonces?

No, realmente no. Al final quien mejor sabe cómo lo hace es uno mismo. Le diré una cosa: recuerdo unas pocas funciones en mi carrera en las que lo hice realmente mal, por diversos motivos. Pero conviene distinguir muy bien entre gustos, cuestiones opinables que hay en el canto, y juicios sobre el puro trabajo vocal de un cantante. No es tan fácil encontrar a alguien cantando mal en un escenario. Otra cosa es su adecuación al estilo, su capacidad técnica… pero la gran mayoría de los colegas cubren con creces unos mínimos. Por ejemplo: Plácido Domingo cantando papeles de barítono. No hay nada “malo” en eso, en realidad no hay nada criticable, pero por supuesto te podrá gustar o no el resultado final. Para mi gusto el Macbeth que hizo en Valencia fue fantástico. Yo hice Macbeth con Cappuccilli y tengo por tanto con quien comparar, de primera mano. Si alguien me dijera que Domingo estuvo terrible, no lo entendería. Domingo es Domingo, quiero decir, Domingo no sería capaz de subir a un escenario y sonar terrible, es imposible. Si él supiera que va a sonar terrible, no lo haría. Me preguntaba por lo justo o injusto de esas críticas que yo recibía en aquellos años. Esa es la clave, en última instancia. Hay críticos que hay terminado por tomar el oficio por algo demasiado personal. Recuerdo el caso de Tara Erraught , que recibió una horrible crítica cuando estaba cantando Octavian, referida únicamente a su físico. ¿En serio? ¿Qué reputación tiene un crítico que se refiere al físico de un cantante? ¿Desde cuándo eso importa? ¿Por qué le dejan escribir esa barbaridad? Esto es ópera, es música, no es cine. La verosimilitud en la ópera está en la voz, no en la imagen; se trata de emocionar a través de sonidos, no de parecerse más o menos físicamente a los personajes que interpretamos. Debo decir una última cosa sobre las críticas: hay algunas muy respetuosas, muy juiciosas, educadas incluso cuando discrepan sobre algo, incluso algunas que te pueden ayudar a poner el foco de atención en algo que merece la pena revisar; pero son las menos. Algo fundamental ha cambiado desde mis inicios en el oficio hasta hoy. Cuando yo estaba en Chicago apenas había dos diarios que publicaban críticas de nuestras funciones, junto a algún periódico de fuera, ocasionalmente. A día de hoy, con tal infinidad de blogs, la situación se ha disparado y es difícil distinguir las publicaciones que merecen la pena de las que no no tienen el menor crédito detrás. Muchas de esas críticas no son de hecho críticas sino comentarios de barra de bar, sin la más mínima reflexión. Y el problema mayor no es que estén ahí, que existan, sino que muchas personas que toman decisiones importantes en este mundo leen todo eso y lo toman a veces más en serio de lo que deberían. En nuestros días era impensable que el audio de una función estuviera disponible a la mañana siguiente para descargarse en una web desde cualquier parte del mundo. Eso añade una presión inédita para nuestro trabajo. Le contaré una anécdota: en 2011 estaba haciendo Semiramide en el San Carlo de Nápoles. Y de repente, en mitad de mi aria principal, me quedé sin voz, completamente. Mi cover allí era un buen colega, Barry Banks. Me quedé sin voz en mitad de la función, Barry salió y yo me limité a actuar mientras él cantaba. Afortunadamente, nadie allí estaba al parecer con una cámara, porque la situación se habría hecho viral como una de esas “perle nere” que circulan por Youtube. 

Recuerdo que en una ocasión me contó que en aquellos años de su carrera, al terminar la función, siempre preguntaba si le habían podido oír, si su voz había llegado con el volumen suficiente. ¿Qué pregunta hoy en día a los suyos cuando termina una función?

Todavía pregunto lo mismo (risas). En serio, es algo que me acompañará siempre. Esa fue siempre la crítica que arrastré siempre: nadie me oía. Bromas aparte, un artista siempre quiere saber si ha estado bien o no, según el juicio de alguien de su confianza. Tú mismo sabes que no todos los días estás al cien por cien, por mil motivos diversos.

Dando la vuelta a la situación, imagino que hoy disfruta más que nunca de su trabajo.

Desde luego, mi situación a día de hoy es increíble, un placer continuo, por grande que sea el esfuerzo que requiere. No recuerdo quién me lo dijo, pero es algo que siempre llevo conmigo como lema en este oficio: “In bocca al lupo and have fun”. Eso es fundamental. Cantar es un trabajo y al mismo tiempo un privilegio. Por eso deberíamos sentir siempre algún tipo de pasión cuando estamos sobre un escenario trabajando. Es un regalo hacer esto y que además nos paguen (risas). Siempre digo esto a los cantantes jóvenes con los que trabajo: pásalo bien, cantar tiene que ser un placer.

Mencionaba antes el tiempo que conviene esperar para que una voz se desarrolle de forma natural. Pero creo que no todas las voces se desarrollan, hay algunas que cambian muy poco con el paso del tiempo.

Es complicado. Todas las voces cambian lo mismo que cambia nuestro cuerpo, y del mismo modo hay gente que, digámoslo así, envejece mejor o peor. Hay personas que se encuentran mejor con cincuenta años que con treinta, aunque sea sólo por su momento vital, etc. Con la voz pasa algo semejante: depende de tantos factores, no sólo del mero desarrollo físico, que está abierta a tomar casi cualquier camino con el paso del tiempo. Y por supuesto depende de cómo trabajes con ella, cuánto la conozcas, qué objetivos te marques, etc. Pero sí, es cierto que hay voces que aunque crezcan, no llegan a conseguir incorporar otros repertorios. Es el caso de Luigi Alva, por ejemplo, un tenor que sonaba con más cuerpo y más volumen cuando ya era mayor, pero que nunca hubiera podido cantar Otello. Al final no hay una explicación lógica y que pueda compartir todo el mundo. Y soy consciente de que mi caso particular es muy singular. Mis últimos quince o casi veinte años de carrera no se acomodan a la lógica de la mayoría de las trayectorias. De hecho, cuando un cantante se aproxima a los cincuenta años, comienza a pensar no en su retirada, pero sí en el modo de reubicarse en un repertorio más cómodo, e incluso hay quien deja de cantar llegada esa edad porque la voz ya no le responde igual y no han tenido ocasión de trabajar con ella en otra dirección. En mi caso, pensar que hace veinte años estaba cantando el Orfeo de Monteverdi, papeles ligeros de Mozart o el Almaviva de Rossini, es quizá extraño visto lo que hago ahora. Pero no dejo de recordar que en aquellos años, y en mis comienzos, era normal para mí cantar una producción de Cenerentola y después una de Butterfly. No había tanta especialización en un repertorio como ahora. Y tras cantar una ópera de Rossini nunca tuve la sensación de tener que tomar un tiempo para que la voz se acostumbrarse después a Puccini. Simplemente, necesitaba trabajar (risas). Entonces como ahora estoy usando el mismo instrumento, las mismas cuerdas vocales. Pienso en ellas como lo haría un instrumentista cualquiera: un solista de oboe puede interpretar hoy Mozart y mañana Tchaikovsky sin necesidad de pensar mucho en el cambio de un repertorio o otro, contando por supuesto con que cada uno de ellos tiene exigencias distintas de técnica y estilo. Por eso para mí no fue tan raro cantar en una misma temporada, seguidos, el Otello de Rossini y el Otello de Verdi: entre la última función del Otello de Rossini en la Scala y la función de Otello en Peralada apenas pasó una semana. Son esas situaciones en las que no tienes tiempo para pensar lo que estás haciendo, simplemente lo haces. Seguramente porque si pensaras en ello, no lo harías (risas).

Cuando una voz afronta un cambio, una evolución, ¿es la mente la que acompaña a las cuerdas vocales o son las cuerdas vocales las que marcan el camino a la mente del intérprete?

Verá, conozco a Juan Diego Flórez desde su debut en Pesaro en 1996. No diría que tuviera entonces una voz pequeña, pero sí de dimensiones más bien reducidas. Siempre tuvo una proyección muy buena y eso compensaba digamos la naturaleza del instrumento por entonces. Han pasado veinte años y la voz es hoy mucho más grande que entonces, pero es la misma, con el mismo color, cantando el mismo repertorio, con algunas novedades, pero al fin y al cabo la misma voz, cantando de la misma manera. Visto desde fuera creo que no se advierte lo complejo que es esto, porque un solista se acostumbra a escuchar su voz de una determinada manera y cuando los cambios te sobresaltan, te desconciertan. Cuando de repente percibes que estás sonando más grande, más lejos y más fácil, te preocupas, no lo entiendes y tienes que tomar tiempo para escucharte a ti mismo y percibir qué está pasando. Si no conviertes ese cambio en algo consciente y controlado, si no sientes que está pasando, se puede ir todo a perder. Si la musculatura esta desarrollada y la voz está lista, entonces tan sólo falta un cambio de mentalidad por parte del intérprete. Es una cuestión de confianza en uno mismo y en la capacidad para manejar esos cambios y orientarlos en un sentido positivo. Hay quien requiere ajustar su técnica, incluso cambiarla, para poder afrontar esos cambios. En mi caso he mantenido exactamente la misma técnica que al principio, la misma que permite cantar sin sentir que me desgasto, la misma que me permite concebir desde el belcanto todo lo que canto, entendiendo la voz como un flujo que hay que manejar desde un filo de voz a un sonido potente que se expande. En última instancia, el canto está en los contrastes. Por eso la técnica debe garantizar por encima de todo la flexibilidad de la emisión, que el intérprete sea capaz de mostrar su voz de formas distintas a partir de una misma colocación. Es el primer acto de Otello: desde el “Essultate” al “Vien… Venere splende” (entona esa última frase a media voz). Es lo mismo con Trovatore: después de “Di quella pira” viene un dueto lírico con Azucena.

Recuerdo que cuando hablamos de sus primeras incursiones en Verdi desde el belcanto, se sostenía el argumento de que la obra verdiana no deja de ser en sus raíces puro belcanto, en continuidad con Bellini y sobre todo con Donizetti. Pero ahora que su agenda está cargada de obras de Puccini y del verismo. ¿Qué queda del belcanto en esas partituras? ¿Tenemos un concepto equivocado del belcanto? ¿O un concepto equivocado del verismo?

La clave para mí está de nuevo en la técnica: usa la voz que tienes, que conoces, sea lo que sea que cantes. Al final el belcanto es una técnica en sí misma. Aunque cantase Wagner o Strauss, yo lo haría con esta voz y con esta técnica. En el caso del verismo, por descontado hay una mayor orquestación: más instrumentación, más pesada, con mayor volumen, y la orquesta dobla constantemente la línea vocal, algo que sólo muy puntualmente sucede en Bellini o Donizetti, usando además en esos casos un único instrumento para doblar al solista. Pero en Leoncavallo o en Puccini, es toda la orquesta la que dobla al cantante a menudo. Este es el reto principal. Y después está la carga dramática impresa en la voz, en el fraseo, es otra sentimentalidad, otro juego de colores. De este repertorio sueño todavía con cantar Cavaradossi en Tosca, antes de que sea demasiado tarde y tenga que aparecer en una silla de ruedas cuando Tosca dice aquello de “Mario, Mario, Mario!” (risas). Bromas aparte, hay otra diferencia muy importante entre el belcanto y el verismo: a pesar de lo que pueda parecer hay una gran libertad cuando estás cantando belcanto, hay un sinfín de opciones abiertas, de posibilidad de expresión al solista, precisamente por la ausencia de esa línea doblando al solista constantemente. En el verismo hay un flujo constante de sonido con el que tienes que estar siempre en sintonía; de lo contrario puede arrastrarte con él y pierdes el control de la situación.

Sabe, estoy muy orgulloso de haber esperado tanto para cantar este repertorio. Cualquier tenor sueña con cantar estos papeles desde que comienza a estudiar. Y a estas alturas de mi vida y de mi trayectoria tengo la confianza y la madurez para afrontar este reto sin miedo. No tengo la necesidad de estar constantemente tomando precauciones con un pasaje aquí, otro allá. Me siento seguro con lo que hago; simplemente canto y disfruto cada día como si fuera un regalo.

¿No tiene entonces el más mínimo temor cuando aborda un nuevo debut?

No, si tuviera miedo no lo haría (serio). Por eso no tendría miedo de acercarme a Wagner; por supuesto que lo podría cantar ya mismo. Pero en ese caso sí me pregunto que pasaría con el resto de mi repertorio. En última instancia, no hace tanto tiempo que canto el repertorio que me acompaña ahora mismo; hablamos de cinco años, más o menos. Me gustaría tomarme aún cuatro o cinco años con este repertorio y después, si sigo vivo y capaz de cantar (risas), hablaremos de Wagner. Hay muchas cosas que quiero cantar antes, no sólo debuts, sino partes que forman parte de mi repertorio actual. Podría plantearme ya un Lohengrin, un Parsifal, un Siegmund, pero no tengo claro que sea un camino con retorno y de momento me gusta mi situación actual, en la que puedo volver atrás sobre mis pasos en cualquier momento. 

Hay quien piensa que este sueño que está viviendo ahora mismo podría terminarse súbitamente, en cualquier momento. 

Absolutamente. Es así y soy consciente de ello. Pero ya he pasado por eso. Mi experiencia con el cáncer fue exactamente así. Cuando los doctores llegan y te dan la noticia todo se termina de golpe, todo se para de un día para otro. Soy consciente de la edad que tengo, de todo lo que he vivido, de la suerte que he tenido, del regalo que es la vida para mí y por eso no pienso en otra cosa que en vivirla, en exprimirla al máximo, sin volverme loco, pero sin pensar demasiado ya en las consecuencias. Como lo decía antes, profesionalmente no tengo ya nada que perder.

Me sorprende tener siempre la sensación de que no se cansa. No hablo sólo de su físico, donde imagino que sí notará temporadas de mayor fatiga; me refiero específicamente a su voz, que apenas da muestras de desgaste.

No, no me canso cantando. Es extraño, pero es así. Quiero creer que sigo el ejemplo de grandes como Plácido Domingo o Leo Nucci. A nuestra edad, nuestra mayor virtud es conocernos a nosotros mismos, saber nuestras rutinas, cómo responden nuestro cuerpo y nuestra voz, incluso nuestro ánimo. Y la clave es no pensar demasiado en lo que haces; simplemente hacerlo, con todo el empeño y con la máxima confianza en tus capacidades. Es lo que Plácido dice siempre: “If I rest, I rust”. Llevo una vida sana, no hago locuras, mi agenda es exigente, sí, pero me apasiona lo que hago y conozco mis límites. Ahora mismo puedo cantar cada día, algo que nunca pude apenas imaginar cuando era joven. Cuando el Teatro Real me llamó para cantar Luisa Miller en concierto, en mitad de dos funciones de Idomeneo en Valencia, yo estaba dispuesto, aunque finalmente no pudo ser, porque no podíamos poner en riesgo esas funciones en Les Arts si pasaba cualquier cosa. Al día siguiente de una función, si necesitase cantar de nuevo, siento que podría hacerlo. Es más, creo que es algo que los profesionales deberíamos poder hacer, sobre todo cuando llegamos a determinado punto de madurez en nuestra trayectoria. De hecho, creo que necesito cantar casi cada día para seguir estando en forma.

¿Y eso es tan simple como conocerse a uno mismo?

Exacto. Suena simple, pero detrás de eso hay muchas horas de mirarse al espejo, digamos, y sobre todo hace falta creer en ti mismo, en lo que haces. Conocer tus límites es lo que te permite dosificar tus fuerzas en una función, calcular cuando puedes derrochar un poco más tus medios, etc. Esto es fundamental para los más jóvenes, que son quienes menos se conocen a sí mismos todavía. 

¿Y dónde están sus límites?

(Pensativo) Sabe, creo que a día de hoy no tengo mas límite que el que me marca mi pasión por lo que hago. Si hay algo que quiero hacer y se dan las circunstancias, lo haré. Y le digo más: si no sale bien, si va mal, si me equivoco, no pasa nada. Mi carrera está ahí y creo que tengo incluso derecho a equivocarme y dar un paso atrás. Sí que me he marcado un límite a la hora de debutar nuevos papeles: no voy a hacer partes que no vaya a retomar más adelante. Quiero decir: no me interesa debutar un papel en una producción y guardarlo para siempre en un cajón porque se trata de un título infrecuente que no se va a volver a programar. Toma mucho tiempo estudiar una parte nueva, conocer una nueva producción para ponerlo en un cajón después de media docena de funciones. En mi horizonte están Andrea Chénier en Roma y en Bilbao, Peter Grimes en versión escenificada -tras hacerlo en concierto en Roma con Pappano-, Turandot en Israel con Zubin Mehta, etc. Y Wagner… quizá, quién sabe, desde luego no es una obsesión ahora mismo; si llega el caso, sería más un capricho, un reto personal más que otra cosa.

Llegará un día en el que todo esto se termine. ¿Ha pensado en ello?

Es divertido. No pienso en ello ahora, pero es algo en lo que pensaba hace varios años, cuando todo esto no había pasado aún en mi trayectoria. Hubo un momento en el que no tenía claro hacia donde iba mi carrera, un punto de transición en el que las preguntas superaban con mucho a las respuestas, en torno a 2003 y 2006 o 2007. Yo tenía trabajo entonces, sí, pero no me entusiasmaba demasiado. De hecho estuve buscando un lugar donde dedicarme a la enseñanza, algo que no fue posible; yo no era lo suficientemente conocido y además no es fácil para un solista hoy en día encontrar acomodo en la estructura de la enseñanza musical. También me gustaría dedicar algo de tiempo, el día de mañana, a trabajar como director musical. No en el sentido de una carrera profesional como tal sino involucrado en proyectos con gente joven, etc. Lo pasé muy bien trabajando en Valencia con la orquesta de Les Arts. Si no aceptase más contratos que los que tengo a díaa de hoy, hasta 2020, me plantaría en activo con sesenta y ocho años. Mucha gente se jubila on 65 años. Pretender entonces incorporarme a la enseñanza oficial no parece muy probable. De modo que pienso en mi retirada como algo progresivo, el día que tenga que llegar, involucrándome en diversos proyectos con gente joven, intentando transmitir lo que pueda de mi experiencia, y quizá también vinculado a alguna labor de dirección artística en algún teatro.