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Forma Antiqva et Novus Spiritus

Barcelona. 29/1/18. Palau. Ibercamera. Vivaldi: Concierto para cuerdas en Sol mayor "Alla Rustica”. Trío Sonata en Do mayor. Concierto para cuerdas en Do mayor. Concierto para violín en Mi mayor, "La Primavera"
 Concierto para violín en Sol menor, "La Estate"
 Concierto para violín en Fa mayor, “L’Autunno”  Concierto para violín en Fa menor, “L’Inverno”. Britten: Simple Symphony, op. 4. Forma Antiqva. Dirección: Aarón Zapico. Johannes Prahmsohler, violín.

Feliz retorno de los hermanos Zapico y compañía junto al violinista tirolés Johannes Pramsohler a una sala abarrotada dentro de la cuidada temporada de Ibercamera. Lo hacían con un programa estético bien definido, intercalando Benjamin Britten entre los conciertos vivaldianos, y con ese interés que siempre despierta su lectura de Las Cuatro estaciones desde la grabación lanzada hace seis años. Sin faltar detractores, a lo largo de esta última década Forma Antiqva se ha ido consolidando como una formación de referencia, y será una buena noticia si los podemos escuchar de nuevo la temporada próxima en Barcelona. 

El conocido Concerto alla rustica, contemporáneo de los cuatro conciertos-estaciones, abrió la cita. Ligado coyunturalmente al Ospedale della Pietà, demanda la frescura de una danza. Y así lo fue, particularmente favorecido por la ligereza del continuo desde la secuencia de octavas en el Presto. En suma, fue un preludio de lo que nos esperaba donde la formación, desde el sonido redondo y la ductilidad hasta las dinámicas extremadas en ese giro epilogal y expresivo hacia el modo menor del Concierto, puso sus cartas sobre la mesa. Tras ello, una de las sonatas en trío escritas por Vivaldi “Per sua Eccelenza Signor Conte Wrttbij”: Johann Joseph von Wrtby, noble bohemio gran aficionado a la ópera –presente en el estreno praguense de Farnace y en el estreno absoluto de Argippo en Praga– e intérprete de laúd, que tiene una centralidad a lo largo de los tres movimientos siguiendo la forma de los conciertos. En este caso, con un preciso Pablo Zapico desde el archilaúd. Algo descentrado comenzó Jorge Jiménez, que sin embargo después logró una íntima sintonía con Zapico, y una intérprete muy consistente fue Ruth Verona desde el violonchelo barroco. Como en el Concierto ripieno que inició el programa, el Concierto para cuerdas en do mayor, exige por igual despliegue enérgetico y equilibrio sonoro. En este dominó el valor contrastante de nuevo, y entre la agilidad de la cuerda sobresalió la solvencia y pulcritud de Daniel Zapico en la tiorba, tanto como el dispendio de implicación y gestualidad agitada de Jorge Muñoz al contrabajo barroco, pero siempre gobernado por el sentido del matiz y el esmero en la administración del arco y la claridad en la digitación.

La primera parte se cerró con un aparente salto a los años treinta del XX: la Sinfonía simple de Britten. Aparente porque se buscaron complicidades en concepto y sonido que resultaron atractivas y coherentes. Una apuesta, la de vincular el XVIII con el XX, muy explorada hace una centuria. Desde 1915 la Sociedad Nacional de Música programaba en Madrid Vivaldi junto a Bartók, mientras Adolfo Salazar leía misa desde la Revista Musical Hispanoamericana, y en Barcelona la Associació de Música da Camera hacía lo propio con Bach y Ravel entre otros, desde 1913. La obra de Britten, de juventud y concebida para músicos amateurs, pronto escapó a los propósitos del propio compositor. Bañada por las turbulentas aguas del Mar del Norte británico en Lowestoft, representa una mirada sintética sobre sus primeras canciones y piezas para piano, que datan de los años veinte. Sintética y estilizada, desde el trabajo formal que ya en la siguiente década estaba capacitado para desarrollar, como muestran sus pasajes fugados o su convincente labor de orquestación. Para el “bullicioso” primer movimiento (Boisterous Bourrée) se eligió un tempo lento y una gestión muy particular de las dinámicas, así como un vibrato comedido. Más allá de algunos desajustes en afinación de las violas en el último movimiento fue una interpretación de rotunda musicalidad, lograda mediante un sonido expansivo y contrastante que es casi un sello personal de la formación. Eso sí, no siempre son toses y móviles: una insoportable vocalización de una cantante situada en otra sala del Palau invadía la sala de conciertos y desconcentraba constantemente entre movimientos o en pasajes de pianissimo. Inexplicable.   

La culminación llegó con Las cuatro estaciones: la dirección enérgica de Zapico desde el clave se tradujo en una relectura estimulante, dotada de gran riqueza tímbrica, dándole un nuevo relieve a la partitura. Como si subrayaran los bordes y aristas de este música para dotarlas de redondez y sensualidad sin deshacer su estructura. Sin pretender trasladar sin más universos muy distintos, uno siente que la lectura triunfa allá donde falla Max Richter que se revuelve, con un espléndido ejercicio de banalidad, contra la omnipresencia banal de los cuatro primeros conciertos de los doce que componen Il Cimento dell’armonia e dell’inventione. Haciéndolas dialogar con los albores del siglo XXI, la formación asturiana muestra y demuestra que Las Cuatro Estaciones aguantan el paso del tiempo, porque son una obra de arte. En su concepto, el tejido contrapuntístico siempre se deja a expensas de la imagen plástica, del andamiaje dramático en el que se apoya toda la profunda hermenéutica de la dirección, muy celebrada por el Palau. Por su parte, excesivamente rígido e incluso algo errático, el celebrado violín de Pramsohler tardó en entrar en la música, pero cuando lo hizo desplegó su talento in crescendo hasta el segundo bis, un ornamentado Largo del invierno vivaldiano.

En suma, un prete rosso servido con un novus spiritus, revisitado creativamente y alumbrado por Britten y por el concepto musical de la formación asturiana, ofrecido con entrega y honestidad. Decía Paul Bekker a final de los años veinte que se podrán reconstruir las formas del XVIII pero no trasplantar su espíritu: cuando uno pretende lo segundo suele desembocar en el manierismo o el academicismo estéril, y en cualquier caso en un callejón sin salida. Y eso vale tanto para la creación como para la dimensión creativa de la interpretación. Por eso precisamente puede Forma Antiqva vincular Vivaldi y Britten entre ellos y con nosotros, con naturalidad, actualizando la misma conciencia en nuestra época para que siga entrelazándose en las regiones subterráneas de la historia. Porque en efecto, como recordó el director langreano al acabar, “Vivaldi y Britten hablaban de lo mismo”. De las emociones del ser humano y la empresa siempre incompleta pero maravillosa de capturarlas musicalmente, aunque arrojemos tantas veces al olvido a los que han vivido o viven para intentarlo. 

Foto: Palau de la Música Catalana.