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Marionetas de la luz

Madrid. 07 y 08/07/23. Teatro Real. G. Puccini: Turandot. E. Plonka/S. Hernández (Turandot), M. Fabiano/M. Muehle (Calaf), R. Iniesta/ M. Urbieta-Vega (Liù), L. Li/ F. Radó (Timur), G. Olvera (Ping), M. Marín (Pang), M. Atxalandabaso (Pong), G. Bullón (Un mandarín).Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real. Pequeños Cantores de la JORCAM.N. Luisotti, dirección musical. Robert Wilson, dirección de escena.

Poderío y musculatura lírica desde el Teatro Real de Madrid con estas diecisiete funciones de Turandot como fin de su temporada 2022/23. Imposible no sucumbir a este tándem visual e instrumental que supone la producción de Robert Wilson y la inspiración desde el foso del maestro Nicola Luisotti al frente de una Orquesta Sinfónica de Madrid en estado de gracia.

Que Turandot no es una partitura fácil no es ningún secreto, y que la exigencia instrumental de su partitura, tanto para la orquesta como para las voces protagonistas, está a la altura de cualquier título de una ópera de Richard Strauss, por ejemplo, no es tampoco ningún demérito; al revés, Puccini demostró su categoría supina como compositor.

Nicola Luisotti parece estar en una sintonía especial con este título. Su lectura e implicación con la obra es plausible desde el inicio. Tempi certeros, de dinámicas majestuosas y acordes monumentales de efecto teatral impactante, cuidado con las voces, buena administración del sonido con los coros, pero sobre todo un sentido de la espectacularidad sonora que Turandot pide y necesita a borbotones.

Es cierto que en más de un momento el magma sonoro instrumental tapó las voces y solo el coro pudo estar a la altura, pero en general su lectura tuvo drama, colores y más flexibilidad que expresión, un pequeño pero a una labor inapelable. La Orquesta Sinfónica de Madrid demostró un estado de forma excepcional, con una labor desde la percusión excelsa, una sección de metal vibrante y unas maderas y cuerdas de sonido homogéneo y pleno.

En el doble reparto que nos ocupa, tras el que protagonizó el estreno y ya comentado en estas páginas, sobresalió la Turandot de la soprano madrileña Saioa Hernández, quien firmó una interpretación vocal acerada, de agudos afilados y nacarados, con un fraseo siempre atento y una proyección notoria, de  tercio agudo diamantino. Una princesa de diamante que reinó cual emperatriz vocal.

La polaca Ewa Plonka pasó más desapercibida en su función. Con un instrumento más ligero, de proyección limitada, el timbre es genérico y le faltan acentos y personalidad para ir más allá de un ejercicio de mero cumplimiento profesional, de ajustada corrección.

En el apartado tenoril, tanto el Calaf de Michael Fabiano, de voz sobrada a la vez que de fraseo esquivo y falto de colores, como un Martin Muehle de tercio superior sonoro y potente, pero falto de sensibilidad y expresión, consiguieron, sin embargo, ser los más aplaudidos después de la inefable Nessun norma en sus respectivas funciones.

Impecables tanto Ruth Iniesta como Miren Urbieta-Vega en sus cometidos como Liù. La soprano vasca firmó una actuación de preciosismo en los filados y medias voces, con una sensibilidad expresiva justa e ideal. Por su parte Iniesta, de voz más lírica y generosa, tuvo que lidiar con un ligero vibrato en su ascensión a los forte, para un rol que siempre supone una regalo y un caramelo para las sopranos por su empatía con el público.

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Bravo por el trio de Ministros, Ping, Pang y Pong, a quienes se les tiene que reconocer el cantar durante seis funciones seguidas una particella exigente, larga y musicalmente endiablada, remarcada desde la escena con un sin parar de repetitiva gestualidad. De los tres destacó sin duda el barítono mexicano Germán Olvera, por presencia física y una recia vocalidad a la que sólo le faltó más sutileza en su escena de la evocación de Honan. Mikeldi Atxalandabaso fue un Pong intachable con un cometido escénico de llamativa y resolutiva teatralidad. El Pong de Moisés Marín completó con profesional acierto un trio que merece destacarse por su calidad y determinación.

No es Timur un rol que haga destacar al solista entre el magma de esta partitura fabulosa, pero siendo justos Liang Li supo explotar vocalmente sus medios en sus breves intervenciones, por encima de un eclipsado Fernando Radó. Impecable pese a la disposición escénica, colgado de dos cables en medio del aire, el Emperador Altoum del tenor Vicenç Esteve, en una salida teatral de una fuerza icónica cinematográfica. Y sobrado de medios el Mandarín de Gerado Bullón.

Impresionante y efectiva labor del Coro Intermezzo en la despedida del hasta ahora director titular del coro del Real, Andrés Máspero. Precisión en las secciones, homogeneidad y riqueza tímbrica para un gran trabajo final.

La producción de Robert Wilson tiene el atractivo ineludible de una estética sublime. Aquí la luz reina sobre los personajes, los conduce y los mueve en una coreografía donde las sombras chinas, los colores azules, rojos y blancos y unos movimientos de mecanizada esteticidad recrean un mundo onírico de leyenda oriental.

Especial mención al trabajo de los tres Ministros, una especie de cruce entre Buster Keaton, Chaplin y los Hermanos Marx, que le dan a la producción esa chispa entre vintage y humorística que en la partitura Puccini recrea con una minuciosidad asombrosa. En el estilo virtuosístico de la escena de los cinco judiós de la Salome de Strauss, de nuevo Puccini a la altura de los mejores orquestadores de su época y de toda la historia de la ópera.

Wilson deja respirar la música que reina poderosa en medio de su esteticismo fosforecente, donde la aparente frialdad de sus gestos coreografiados no deja sino espacio a la explosión sinfónica de una partitura multicolor que casa a la mil maravillas con esta producción hipnótica y de una finura teatral subyugante.

Un final de temporada que vuelve a situar el Teatro Real en la liga de un teatro a la altura de su ambición internacional.