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Mahler y su 5ª Sinfonía. De amor y contrastes

Si para Mahler cada composición suponía la creación de un mundo, (ese mundo que no le comprendía: “nadie la ha entendido (su Quinta). Querría estrenarla dentro de 50 años”), esta partitura, como la concepción de cualquier universo imaginativo, surgiría a través de la lucha de opuestos, de contrastes, de confrontaciones. Nada hay más significativo en la obra sinfónica de Mahler que el acercamiento de extremos. Su exposición al menos. Esperanza y negación, creación y destrucción. He aquí un viaje a la inversa, desde la muerte, tal y como también comenzó su Segunda sinfonía, pero esta vez hacia un final diferente: la vida, con el amor como catarsis y que supuso para Mahler el comienzo de una nueva etapa compositiva, un período medio en el que abandonar el influjo onírico y programático de sus primeras sinfonías. Al menos de cara al oyente y en cierto modo. En cualquier caso con el de Bohemia ya no sentimos una música programática a través de nosotros mismos sino a través de aquello que él mismo siente. Una forma diferente de componer, una forma diferente de sentir. También nosotros.

Curiosa y significativamente todo arranca con una secuencia de cuatro notas, tres corcheas y blanca, ya escuchadas a modo de destino en el inicio de otra Quinta sinfonía, la de Beethoven, de sombra siempre tan alargada. Se desarrolla aquí una Marcha fúnebre (Trauersmarch) a modo de introducción. Las trompetas iniciales llaman pues a un destino inevitable al que pronto se suman la cuerda y la percusión a modo elegíaco, dando comienzo la elegante y depresiva marcha en las cuerdas mientras intervienen los dos temas, creando el comentado juego de contrastes hasta que la tensión generada con los insistentes regresos de las cuatro notas deriva en el segundo movimiento Stürmisch bewegt, mit größter Vehemenz, que vívido, enérgico, atormentado, rompe con la quietud del primero hasta alcanzar el momento álgido de la confrontación con una violenta coral en los metales hasta que todo el sonido acaba disolviéndose sin encontrar resolución posible.

Con tal inquietud generada dentro de nosotros, alcanzamos el tercer movimiento, un scherzo hiperlaxo, cuyo contraste con lo escuchado hasta ahora agudiza la sensación de desconcierto, dejándonos con una impresión de salto al vacío, como si quedáramos de alguna manera suspendidos en el aire, una sensación parecida a la que ha de producir el ritardando en la llamada de las trompas que lo abre, introduciéndonos rápidamente a través de la cuerda en los ritmos de vals vieneses y ländler austríacos, que pronto adquieren el inevitable poso de suspicacia mahleriana.

Y tras el contraste, el amor en forma de Adagietto para cuerda. Aquel que Visconti inmortalizara en su Muerte en Venecia y que el compositor dedicó a su venerada Alma como muestra de su amor. Al finalizar 1901, tras atravesar Mahler una de sus peores rachas de salud y componer los tres primeros movimientos de esta sinfonía, de una estética derrotista, lúgubre, nada hacía prever que el compositor terminaría completándola en un abrazo a la vida, a través de la luz y el amor. Y es que no hay nada como casarse con la mujer que amas, al menos en la mente de un hombre como él a principios del siglo XX, para reestructurar el cauce de la composición que tenía en mente. Es el Mahler quizá más puro, desde luego el más lírico y menos neurótico; una exaltación de la vida que la tradición y la refocilación de algunas batutas han estirado y estirado por más que el compositor apuntase “Sehr Langsam” (muy lento) en sus notas iniciales (más molto ritardando, espressivo, pianissimo y crescendo, casi nada), hasta convertirlo en lo que la mayoría de las veces escuchamos hoy en día. Es este un punto significativo, su duración, que dice mucho del director que se mida con la Quinta. No sólo hay que fluctuar las dinámicas y contrastes hacia el equilibrio de fuerzas, sino también los tempi. Así, resulta significativo escuchar a través de Mengelberg o Walter (contemporáneos suyos) cómo Mahler entendía este movimiento, cómo sentía el amor a través de más o menos siete minutos que años después se han llegado incluso casi a doblar hasta el cuarto de hora en manos de un Bernstein o un Karajan. Ojo con el amor, que cuando uno lo hace durar más de lo que debe, puede convertirse en desasosiego. Puede que estemos entendiendo algo que no siente así la otra persona, en este caso el propio Mahler.

Y al llegar el final, el hombre se redime en una exaltación de la vida. Un Mahler aristoteliano que ha hallado el punto medio que conduce al hombre a la virtud tras todo el paseo de extremos contrapuestos iniciales, rematado ahora sí con conclusivo final por la coral en los metales que no encontró solución dos movimientos atrás. Este es el Mahler del amor y sus contrastes.