Parsifal Bayreuth2016

Ausencias

Bayreuth. 02/08/2016. Festival de Bayreuth. Wagner: Parsifal. Klaus Florian Vogt (Parsifal), Elena Pankratova (Kundry), Georg Zeppenfeld (Gurnemanz), Ryan McKinny (Amfortas), Karl-Heinz Lehner (Titurel), Gerd Grochowski (Klingsor) y otros. Dir. de escena: Uwe Eric Laufenberg. dir. musical: Harmut Haenchen.

Con la presencia entre el público de la canciller alemana Angela Merkel -ausente en el estreno del pasado 25 de julio- se alzaba el telón de Bayreuth para la segunda representación de esta nueva producción de Parsifal, preludiada por la polémica intromisión de Christian Thielemann en las funciones de Andris Nelsons, hasta el punto en que éste decidió abandonar esta edición del Festival. A quince días del estreno -y tras barajar opciones como el propio Barenboim, de gira por Buenos Aires-, el Festival de Bayreuth recurrió a la figura de un kapellmeister de indudable oficio como Harmut Hanchen para hacerse cargo del empeño. 

No en vano Parsifal es seguramente la partitura wagneriana con la que Hanchen está más familiarizado. Desde que la dirigiese en Amsterdam en 1983, se ha ocupado de ella en numerosas ocasiones, algunas tan sonadas como el estreno parisino de la nueva producción firmada por Warlikowski, allá por 2008, en tiempos de Mortier en la capital francesa. Fue con Mortier, de hecho, con quien Haenchen llegó al Teatro Real, primero para ocuparse de Boris Godunov y más tarde de Lohengrin y Fidelio -con desiguales resultados, todo hay que decirlo-.

Su Wagner tiene una general transparencia y equilibrio: un balance nítido entre secciones, favorecido además sobremanera en esta ocasión por las condiciones acústicas de Bayreuth. El fraseo es ágil, las dinámicas admiten pocas concesiones y en general la inercia se adueña de la representación, donde no hay apenas margen para la contemplación y la hondura. El problema de fondo es que dicha ligereza, esa cierta premura que lo marca todo de principio a fin, no corresponde a un concepto, no trasluce una decisión sumamente meditada y en coherencia con un criterio estético o musical. No extraña demasiado, pues Hanchen se ha distinguido a menudo precisamente por esto, por su fiabilidad antes y por encima de su personalidad, que a decir verdad no es demasiado marcada.

Haenchen ha hecho gala de la brevedad y rapidez de su versión musical. “Dura menos incluso que la de Toscanini”, ha dicho el veterano director alemán a los medios locales. No cabe restar méritos a su labor en el foso de la sagrada colina, sobre todo habida cuenta de que se incorporó a los ensayos a apenas dos semanas del estreno, tras la vergonzosa y agria polémica entre Christian Thielemann y Andris Nelsons. O quizá cabría decir, por ser más justos, tras el entrometimiento de Thielemann en los ensayos de Nelsons, un atropello a su autoridad que el director letón no dudó en dejar en evidencia, rescindido su contrato para estrenar este Parsifal, del que él era no en vano el principal atractivo. Hanchen ha cubierto el vacío con un éxito menor, más debido a las circunstancias que a la valía misma de su versión musical, que deja un tanto indiferente.

Estrenada en 1882 en el propio Festspielhaus de Bayreuth, y definida de hecho como una Bühnenweihfestspiel (Obra escénica para la consagración de un festival), Parsifal es, seguramente por encima de cualquier otra, una obra sumamente abierta y ambigua. Es evidente que Wagner pensó en la singular sonoridad de la sala, sobre todo en sus balances, a la hora de definir los planos sonoros de la partitura, que se escucha aquí con una personalidad indudable (algo que se puede concluir sin necesidad de tanta mitología en torno al sagrado lugar y sus circunstancias). Por lo que se refiere a su puesta en escena, la obra ha sido objeto de las más diversas experiencias, algunas tan extremas como la performance de Schlingensief. La presente producción de Uwe Eric Laufenberg teníaa por delante el reto de superar la notable impresión dejada estos años atrás por el trabajo de Stefan Herheim, en conexión con la versión musical de Daniele Gatti. Laufenberg no era, por cierto, la opción original para escenificar esta nueva producción, que se había encargado en su día a Jonathan Meese, de quien renegó el Festival habida cuenta de las connotaciones nazis de su propuesta.

En un contexto de cierta alarma ante la posibilidad de un atentado en torno a la sagrada colina, con el recuerdo demasiado reciente del atentado en Múnich, las connotaciones confesionales de la producción de Laufenberg -con un segundo acto que casi parece sacado de El rapto en el serrallo- habían reforzado las precauciones, con una intensa presencia policial en torno al Festspielhaus. Visto el resultado final, no había tanto que temer. Lo cierto es que la propuesta de Laufenberg tiene algunas buenas ideas pero está realizada con suma torpeza y banalidad. Casi todo en ella se antoja demasiado fácil o ya visto previamente en otras propuestas, desde el citado Schlingensief a la reciente producción de Tcherniakov para Berlín, pasando por Götz Friedrich.

Básicamente, Laufenberg sitúa la acción en un contexto panreligioso contemporáneo, ubicando el desarrollo de la ópera más específicamente en un santuario cristiano, perdido en una remota localidad del interior e Irak, como se nos hace ver con detalle en una vídeo-proyección al modo de Google Maps. Gurnemanz es un sacerdote de heroica resistencia (un remedo del caso de Douglas Bazi y tantos otros) Amfortas aparece representado como un Cristo (no hacía falta semejante y superficial literalidad) y Parsifal es un guerrillero. Y entretanto, Dios ha muerto. Un Dios nihilista que está en todas partes y al mismo tiempo en ninguna. El primer acto es casi una recreación clásica; el segundo sonroja por una realización torpe y banal, casi cómica, y por lo superficial de algunas asociaciones simbólicas; y en fin, el tercer acto provoca un cierto sonrojo, con la repetición de ideas ya previamente exploradas por otros directores de escena y en una realización visual un tanto naïf, con unas enormes plantas -casi caricaturescas- que invaden el santuario todo durante los encantamientos de viernes santo.

Y con todo ello, queda una última incógnita por resolver: ¿Quién es el hombre figurado, sentado en una silla en lo alto de la escenografía y que observa desde allí toda la función? La aparición de una máscara de Wagner que se disuelve en una de las vídeo-proyecciones parece sugerir que se tratase del propio Wagner, contemplándolo todo al modo de un Deus ex-machina, como si en realidad la música misma fuese ya la única y última religión posible. Pero seguramente esto sea mucho elucubrar, para una producción que no atisba siquiera llegar tan lejos.

Entre las voces, como ya sucediera en el Tristan con su Rey Marke, se impone la voz de Georg Zeppenfeld como Gurnemanz. Con una compendio admirable de autoridad y naturalidad, desgrana su parte con belleza y fuerza a partes iguales. Decepciona sin embargo todo el resto del reparto, comenzando por un protagonista no tan entonado como debiera. Y es que Klaus Florian Vogt, que ciertamente puede antojarse verosímil como “Reiner Tor”, con ese timbre de color blanquecino, no termina de hacer suyo el texto, sin convencer tampoco por su implicación con la producción. 

Por lo que respecta a Elena Pankratova como Kundry, decepciona que con unos medios tan imponentes sea incapaz de componer un retrato más contrastado y de mayor relieve. Sus aires de matrona en escena no ayudan lo más mínimo a conformar una Kundry sugerente. Ryan McKinny (Amfortas) y Gerd Grochowski (Klingsor) no pueden con sus respectivos papeles: al primero le falta un instrumento de más empaque y hondura, amén de unos acentos más decididos y meditados; y al segundo le falta autoridad y una emisión más resuelta en el tercio agudo, que no responde como debiera. El Titurel de Karl-Heinz Lehner no impresiona lo más mínimo, con unos medios demasiado anónimos. Así las cosas, al menos maravilla el coro titular, que eleva la temperatura de la representación con su magnífica intervención en el tercer acto

En resumen, el Parsifal que iba a ser con Jonathan Meese y con Andris Nelsons ha terminado por ser con Uwe Eric Laufenberg y con Hartmut Haenchen. El resultado final es banal, un tanto arbitrario, a años luz por descontado del tándem que formaron Stefan Herheim y Daniele Gatti con la anterior producción de Parsifal en el Festival. Un Parsifal de ausencias, pues, este que nos ha ofrecido Bayreuth como gran novedad de la presente y descafeinada edición.