Un éxito sobrecogedor
Madrid. 25/03/2022. Teatro Real. Prokófiev: El ángel de fuego. Ausrine Stundyte (Renata). Leigh Melrose (Ruprecht). Dmitry Golovnin (Agrippa/Mefistófeles). Agnieszka Rehlis (La madre superiora/vidente). Mika Kares (El inquisidor). Nino Surguladze (Posadera). Dmitry Ulyanov (Fausto). Josep Fadó (Jackob Glock/doctor). Gerardo Bullón (Mathias/posadero). Ernst Alisch (El conde Henrich/el padre). David Lagares (Camarero). Estibaliz Martyn (Primera novicia). Anna Gomá (Segunda novicia). Calixto Bieito, dirección de escena. Gustavo Gimeno, dirección musical.
En contadas ocasiones todo encaja al servicio de una obra maestra y ese ha sido el caso de estas representaciones de El ángel de fuego de Prokófiev en el Teatro Real de Madrid. La pieza ve la luz por vez primera en España, arrastrando consigo una historia complicada desde su mismo proceso compositivo, estrenándose de forma concertante en París en 1954 y en forma escénica en Venecia, al año siguiente. La partitura, que acompañó a Prokófiev durante unos diez años, no vio la luz en Rusia hasta fecha muy tardía, allá por 1991.
Sea como fuere, tampoco en nuestro país habíamos tenido ocasión de verla. Yo guardaba un recuerdo magnífico de las representaciones que la Bayeriche Staatsoper de Múnich propuso en 2015, con Barrie Kosky y Vladimir Jurowski a la cabeza y me atrevo a decir que estas funciones de Madrid son, si cabe, incluso más redondas e intensas que aquellas. Y es que estamos, dicho sea de paso, ante una obra a la altura de la célebre Lady Macbeth de Shostakovich, ni más ni menos. Bienvenido pues el esfuerzo del Teatro Real, con Joan Matabosch a la cabeza, por poner en valor esta obra.
La propuesta de Calixto Bieito -repuesta en Madrid por Marcos Darbyshire, en ausencia del burgalés- es el eje central que lo articula todo. El polémico director de escena exhibe aquí lo mejor de su talento, con una lectura en la que hay concepto y hay mesura, sin excesos fáciles ni previsibles boutades. Todo lo contrario, Bieito plantea aquí la atinada tesis de que 'el ángel de fuego' al que alude Renata esconde un episodio de abusos infantiles. De hecho, como recuerda Joan Matabosch en su texto del programa de mano, hay una cita muy elocuente al respecto en la novela original de Valeri Briúsov:
"Renata tenía solamente ocho años cuando, por prima vez, apareció en su habitación, entre los rayos del sol, un ángel, vestido con blanca túnica y envuelto en llamas de fuego. Era hermoso, sus ojos azules como el cielo y sus cabellos, hios de oro. El Ángel dijo su nombre: 'Madiel'. Renata no se asustó y los dos jugaron entonces con las muñecas de la niña. Desde aquel día, el Ángel la visitaba frecuentemente y Renata se acostumbró a él, siempre tan alegre, tan bondadoso con ella, hasta llegar a quererle más que sus propios padres o cualquiera de sus amigas".
La cita prosigue en el mismo sentido, pero parece evidente a que se refiere, ilustrando el trauma de un abuso infantil. Así las cosas, la histeria de Renata no sería tal y sus delirios no serían fruto de una psicosis desatada. Renata es una víctima y la ópera de Prokofiev -aunque quizá él nunca lo pensó así- ilustra la realidad de tantos y tantos abusos ocultos sucedidos en la niñez y que marcan las vidas de hombres y mujeres adultos. En el caso concreto de Renata, tal y como lo ilustra Bieito, asistimos a la historia de una mujer rota por los recuerdos traumáticos de una vida manejada por hombres que, de un modo u otro, se han aprovechado de ella, abusando bien de su cuerpo, bien de su alma.
La representación, sin pausas, sacude al espectador como un puñetazo en el estómago. Intrigante, vertiginosa, ineluctable... escena y música se acompasan como pocas veces sucede. Por momentos bien a la memoria la Lolita de Nabokov, como si Bieito se atreviera aquí a recrear su madurez, su vida adulta atravesada de traumas y miedos, de carencias y riesgos. Subraya Bieito además el modo en que la comunidad condena y sanciona al individuo que no encaja, al diferente que elude sus reglas y convenciones.
En realidad, siguiendo con la mirada de Bieito, El ángel de fuego se suma a toda una serie de óperas sobre la locura, un asunto que atraviesa la historia de la ópera desde uno de sus grandes epicentros, el belcanto de mediados del siglo XIX, lleno de mujeres locas, histéricas y fuera de sí (Lucia di Lammermoor, I puritani, La sonnambula, etc.). En realidad, también en esos casos, el cliché belcantista no era sino una fórmula para eludir hablar de otras cosas, haciendo pasar a las mujeres por seres con una psique desequilibrada. Pero como en el caso de Renata, parece plausible decir que no estaban locas sino que eran víctimas.
En el caso de Prokófiev ganan terreno lo satánico y lo sobrenatural, dos elementos un tanto apaciguados en la propuesta de Bieito, mucho más terrenal, aunque el exorcismo final sigue teniendo su razón de ser, aquí más alejada de las resonancias del simbolismo ruso y mucho más próximo a las mismas claves con las que Benjamin Britten dibujó a individuos oprimidos por sus comunidades (Peter Grimes, Billy Budd, etc).
Dicho todo esto, la propuesta se sotiene de modo muy atinado en la escenografía circular de Rebecca Ringst que recrea las diversas estancias del alma de Renata, en correspondencia con los episodios traumáticos de su pasado, incluyendo una habitación infantil y un gabinete de ginecología, como piezas sueltas del puzzle de la memoria de la protagonista que vamos descubriendo conforme avanza la representación.
En el terreno vocal, la soprano lituana Ausrine Stundyte resultó una intérprete ideal para el rol de Renata, con unos medios poderosos y sonoros, de timbre un tanto agrio, aunque bien domeñados y ciertamente desvocada como intérprete, un verdadero animal escénico que sostiene a sus espaldas el pulso de la representación con una entrega y resistencia descollantes. No se puede pedir más, en su caso, incluso en los episodios escénicos sin música, entre un acto y el siguiente, su magnetismo era extraordinario.
Stundyte contó con la réplica del barítono británico Leigh Melrose en la parte de Ruprecht, un rol sumamente físico, extenuante, extremo como casi todo en esta ópera. Es justo poner en valor su entrega total, denodada, y su magnífico trabajo con la lengua rusa.
Intachable el resto del cast, con voces rayando a un nivel realmente alto, como Dmitry Golovnin en su doble cometido como Agrippa y Mefistófeles, con un instrumento restallante, o Agnieszka Rehlis en su doble rol como madre superiora y vidente, con una voz sonora y profunda. También fue un lujo contar con Mika Kares en la parte del inquisidor, así como Nino Surguladze como posadera y Dmitry Ulyanov como Fausto.
Loable el esfuerzo por incorporar voces españolas de probada eficacia en los roles comprimarios, desde el resolutivo Josep Fadó hasta jóvenes voces emergentes como las sopranos Estibaliz Martyn y Anna Gomá, pasando por las rotundas voces de Gerardo Bullón y David Lagares.
En todo caso, nada de lo anterior hubiera funcionado igual de no ser por el altísimo nivel de la lectura musical que disfrutamos en esta ocasión. Y es que hacía tiempo que el foso del Teatro Real no sonaba de un modo tan espléndido, con la Sinfónica de Madrid superándose a sí misma (costaba creer que fuese la misma que en el Ocaso de hace unas semanas), realmente estimulante en su ejecución, convenientemente espoleada por la batuta del español Gustavo Gimeno, en su debut en el coliseo madrileño. La dirección del maestro valenciano imprimió un extraordinario relieve a la partitura de Prokófiev, encontrando el punto exacto entre el análisis y la tragedia, entre la nitidez y la expresividad.
Gimeno no renuncia a los momentos más electrizantes y monumentales de la obra, aunque priorizando siempre la transparencia en su manejo de la partitura, que suena aquí con una asombrosa lógica interna. Gimeno se descubre además como un excelente concertador de foso, dando todas y cada una de las entradas a los solistas, con un nivel de detalle asombroso. A lo largo de la representación la tensión orquestal fue in crescendo, creándose un clima obsesivo y angustioso, alcanzando su climax en el complejo y estremecedor exorcismo final. Igualmente, los intermedios orquestales sonaron poderosos y arrolladores. En conjunto, una visión musical epatante, de primer nivel.
Fotos: © Javier del Real