• © Wilfried Hösl
  • © Wilfried Hösl
  • © Wilfried Hösl
  • © Wilfried Hösl
  • © Wilfried Hösl
  • © Wilfried Hösl
  • © Wilfried Hösl

Prometeico

Múnich. 12/12/15. Bayerische Staatsoper. Prokofiev: El ángel de fuego. Svetlana Sozdateleva (Renata), Evgeny Nikitin (Ruprecht), Vladimir Galouzine (Agrippa), Heike Grötzinger (Schenkwirtin), Elena Manistina (Wahrsagerin), Kevin Conners (Mephistopheles), Okka von der Damerau (Äbtissin), Igor Tsarkov (Faust), Jens Larsen (Inquisidor), Christoph Späth (Jakob Glock) y otros. Dirección de escena: Barrie Kosky. Dirección musical: Vladimir Jurowski.

Me atrevería a decir que con esta producción de El ángel de fuego la obra de Prokofiev a ha sido rebautizada para integrar el repertorio estable de nuevo. La producción de Barrie Kosky y la dirección musical Vladimir Jurowski no sólo le hacen justicia sino que la catapultan hasta ser uno de los espectáculos mas brillantes que hemos visto este año, casi a la altura de la experiencia sobrecogedora que supusieron los Soldaten vistos también en Múnich. 

Esta obra de Prokofiev, en su forma escénica, se estrenó por vez primera en fecha tardía, el 14 de septiembre de 1955 en La Fenice de Venecia. La partitura estaba compuesta ya, no obstante, desde mediados de 1927, tiempo en el que estaba supuesto su estreno en Berlín. Los avatares hicieron sin embargo que el estreno se pospusiera hasta la fecha citada, una vez que Prokofiev ya había fallecido. Desde entonces nunca ha entrado de forma estable en el repertorio, representándose de forma muy esporádica. En esta ocasión, la Bayerische Staatsoper de Múnich hacía una de sus apuestas geniales, reuniendo a una gran batuta, cada vez más madura, tan consagrada como promisoria, la de Vladimir Jurwoski; y a un talento ya contrastado de la dirección escénica, Barrie Kosky, el actual responsable artístico de la Komische Oper de Berlín. 

De entrada, la decisión de representar todo el espectáculo sin pausas redunda en una redoblada impresión de fatalidad. Como si el desenlace por venir fuese ineluctable , en una acumulación creciente de tensión e intensidad, tanto en el foso como en la escena, toda la acción transcurre en manos de Barrie Kosky como una suerte de thriller en un reducido marco temporal y espacial. La angustia es creciente, el espectáculo cada vez más mayúsculo. Por instantes siniestra (¡ese último acto!), por momentos inquietante (¡el cuadro final del segundo acto!), la representación sobrecoge en fin por el consumado rendimiento de la orquesta en manos de Jurowsky y por la sobresaliente propuesta escénica, con la que se advierte un diálogo fértil en todo momento. Realmente, no hay un discurso escénico al margen de un discurso musical, sino que hay un único discurso que se desdobla sobre las tablas y en el foso, dando forma a un espectáculo sobresaliente y único, de esos que se ven muy de vez en cuando. La representación termina por ser un viaje perturbador por las entrañas del alma, a través de las vivencias devastadoras e inquietantes de los protagonistas, Renata y Ruprecht, que son el eje sobre el que todo pivota en el libreto. La pura recreación técnica de la producción escénica es primorosa, con una iluminación fascinante.

El adjetivo “prometeico” ha adquirido en nuestros días el sentido de lo magnánimo, altruista o caritativo, aunque en realidad tiene que ver con el arte de manejar el fuego que Prometeo proporcionó a los hombres, según la mitología clásica. La labor de Vladimir Jurowski fue prometeica precisamente en este sentido, pues manejo el fuego de este Ángel con un arte consumado e intachable. Vigoroso, incisivo, insinuante, rítmico… bajo su batuta, la partitura fluyó con un sonido limpio, compacto, afilado y firme, de una fuerza contenida y coherente, nunca desbocada pero siempre intensa, perfectamente meditada, dando el máximo recurriendo en ocasiones al mínimo, en una economía del drama musical que está sólo al alcance de unos pocos.

Respecto a los protagonistas, es difícil reprochar algo a una solista que se entrega más incluso que al cien por cien de sus capacidades, como fue el caso de Svetlana Sozdateleva como Renata, papel protagonista en el que sustituía a Evelyn Herlitzius. Habida cuenta de la rareza que supone esta obra, seguramente la Bayerische Staatsoper no tuviera muchas más opciones en el mercado a la hora de encontrar un recambio para este rol, que guarda un cierto paralelismo con la Lady Macbeth de Shostakovich si atendemos a su exigencia constante y a su henchido dramatismo. La voz de Sozdateleva, que venía de cantar la parte en Dusseldorf y que la cantará próximamente en Berlín, suena arriba abría y destemplada, las más de las veces abierta y punto hiriente, pero la entrega es tal, la vivencia del personaje y la fe en la producción son tales, que todo ello se impone a sus flaquezas hasta el punto de hacernos olvidarlas. Si acaso, cabe reprocharle que  Semejante implicación, casi animal en su entrega, se advertía en el caso de Evgeny Nikitin, que tampoco se diría que afronte su mejor momento vocal, con una voz corta en proyección en el agudo, aunque con un centro siempre interesante, de color velado pero incisivo. Vladimir Galouzine, como Agrippa, demostró que todavía mantiene lo que en realidad fue su único capital, en sus mejores años: una voz grande y con pegada en el agudo, capaz de imponerse a una orquesta en plena explosión sonora. Por último fue todo un hallazgo el material contundente y vigoroso de Jens Larsen, un bajo a seguir.