Embriagador
Lucerna y París. 7 y 12 de septiembre de 2016. Festival de Lucerna y Théâtre des Champs-Élysées. Obras de Strauss, Wagner y Tchaikovsky. Diana Damrau, soprano. Bayerisches Staatsorchester. Dir. musical: Kirill Petrenko.
Este hombre es un misterio. Allí donde llega, pone boca abajo la sala. Así fue en Lucerna y así ha sido en París, donde apenas terminada la obertura de Meistersinger, se escucharon ya los primeros gritos de euforia entre el público. En el caso de Lucerna el programa preveía un Wagner y dos Strauss, incluyendo los populares Vier letzte lieder, pero también la mucho menos popular Sinfonia doméstica. No era pues el programa más seductor para un público que veía por vez primera en Lucerna a la Bayerisches Staatsorchester, la orquesta de la Ópera de Múnich, que no es una de las más conocidas, y a Kirill Petrenko, precedido no obstante de su nueva fama como futuro director de los Berliner Philharmoniker. Era por descontado una ocasión para observar en el podio a un director que hasta ahora hemos visto trabajar sobre todo en el foso. En París se presentaba idéntico programa salvo en la segunda parte, con la inclusión ya más clásica de la Sinfonía no. 5 de Tchaikovsky.
Apenas sonó el primer acorde de Meistersinger, todo estaba dicho: un acorde pleno y al mismo tiempo sutil, con una ligera variación y seguido por una dinámica increíble, escogida frente a la más acostumbrada solemnidad. Obviamente no estamos ante la típica obertura en forma de fragmento cerrado destinada al lucimiento de la orquesta. Aquí la orquesta suena, sí, pero con una fluidez y unos acentos que desbordan, como si fuese más bien una “toccata y fuga”, un encuentro breve con la nota que pasa inmediatamente a otra y que prosigue adelante, con increíble refinamiento, sobre todo en el caso de los metales, que contribuyen a poner en valor el increíble equilibrio de la pieza, que termina por ser aquí la antesala de una obra que mira de hecho más hacia la comedia que hacia los dramas de la madurez: por descontado, quienes busquen un Wagner grueso y potente deberían escuchar a otros directores. Este Wagner no es grueso sino grácil, elegante, límpido y parece correr, incluso aunque no dure menos que otras interpretaciones. Este Wagner nos cuenta una historia a través de colores y posee una extraordinaria humanidad, esa misma que atraviesa toda la ópera. La orquesta, habituada a su director siempre sonriente, le sigue hasta el mínimo gesto, la mínima indicación, ya sea apuntad con al cabeza, con las manos, con el cuerpo: un espectáculo en sí mismo. Muchos directores se recrean en el espectáculo con sus gestos; aquí no hay nada de eso: es sólo un cuerpo poseído por al música, imbuido de la música, que comunica ritmos y dinámicas a una orquesta que lo da todo. Por conocido que sea el acercamiento de Petrenko a Meistersinger, su interpretación vuelve a parecer nueva, como una perpetua sorpresa.
Con los Cuatro últimos lieder de Strauss nos encontramos en un ambiente totalmente distinto, crepuscular, propio del final del día y también del final de la vida: melancolía, nostalgia, el espectáculo último de la naturaleza. Es lo opuesto de la alegre humanidad de Meistersinger. Y para Diana Damrau supone una primera vez con estas piezas, que acomete con voz segura, con un instrumento que se expande a las mil maravillas, con agudos relucientes y una expresión natural, sin exagerar los acentos, sin pretender ser estilosa o artificial. Estamos quizá habituados a voces más redondas, más cálidas, menos directas. En Lucerna su interpretación fue quizá algo más fría, mientras que en París sonó ya más mórbida; el resultado es notable y no cabe duda de que irá a más con el tiempo. Damrau transmite una extraordinaria unidad con la orquesta: no es así la orquesta la que propone un marco para que la voz se exprese. No, aquí se da un tejido íntimo entre voz y orquesta, como si la orquesta fuese el verdadero acompañante de la voz (en el sentido que lo es el piano en el lied), de modo que no es la voz la que decide el color, tampoco la orquesta la que impone el ritmo. Es un discurso único en manos de dos voces que se entienden y se van pasando el testigo una y otra vez. Fascina la manera en que Petrenko privilegia siempre la palabra sobre la música, convirtiendo a la orquesta en un hilo refinadísimo de sonido, con una precisión increíble en cada sílaba, subrayando las palabras, nunca protagonista y siempre atento a cada nota y a cada expresión: deja libertad al violín solo (en Beim Schlafengehen) para cantar el duetto con la solista en suspensión, en uno de los momentos más sublimes de la velada. De hecho, Petrenko sostiene que “en Strauss, se puede y se debe jugar con el texto”. Para la intérprete esto supone una tremenda comodidad porque jamás se ve cubierta por el sonido de la orquesta, que al acompaña siempre con mimo. Pero cuidado, no porque la orquesta suene de modo discreto, ni mucho menos: está tan presente como la voz. Se trata ciertamente de una partitura entendida aquí en modo muy diverso a esas lecturas en las que la orquesta subraya, comenta y encuadra. En este caso la orquesta es un mar de colores que responde al del texto y la cantante, incluso con la natural dependencia de la acústica de la sala en Lucerna, un sonido más cálido e increíblemente preciso; en París en cambio una acústica más seca, menos precisa, más difícil para la voz y para la limpieza de la orquesta.
Un mar de colores: así sonó en Lucerna también al Sinfonía doméstica, un poema sinfónico que no se cuenta entre los más conocidos de Strauss, ni tampoco entre los más apreciados de su producción. Muchos subrayaban lo tedioso del mismo, la ausencia de línea, la pobreza melódica, el falso modernismo, etc. La pieza destina a levantar el velo de la intimidad de la familia Strauss ha sido criticado de principio a fin. De esta intimidad los primeros acordes son testigo in media res, de un modo ligero. Estamos como en un teatro, con ese juego del clarinete y las maderas, todo parece bailar, en una danza discreta con ritmos que otorgan a la obra un aspecto pictórico, como en una de esas pinturas figurativas que recrean escenas de familia en miniatura, estampas decimonónicas. Petrenko prefiere la ironía y la sonrisa: de hecho, muchos momentos recuerdan al increíble tercer acto de Rosenkavalier que ofreció en Múnich el pasado julio. Sinfonía de colores, con rupturas que recuerdan también a veces a momentos de Meistersinger, como si Strauss quisiera en realidad escribir una comedia en familia. Y se descubre así al increíble riqueza de la escritura de esta música, revelada por una limpísima orquesta, con detalles mínimos que Petrenko resalta una y otra vez. El espectador queda estupefacto ante una sinfonía que parece un caleidoscopio de sonidos diversos, casi un fragmento impresionista que revela cada vez más sonidos, cada vez más colores, de un riqueza infinita; y se lee en el rostro de los músicos la gran alegría de hacer sonar esta música, de un modo que no se advierte cuando están en el foso: se percibe hasta qué punto se entregan en manos de su director de orquesta, al que consiguen responder al mínimo impulso. No en vano son las orquesta straussiana por antonomasia, pero en un Strauss poco interpretado consiguen recrear todo un paisaje, un inverso interior que va desde la intimidad familiar a todo tipo de relaciones, sean conflictos, encuentros, tensiones, lo mismo con ligereza que con pesada ironía: admira la magia de la interpretación hasta un punto en que la obra parece nueva, esa misma que antes parecía sumamente aburrida. Desde el primer violín al triángulo la música baila al ritmo del cuerpo de su director, en un mosaico increíble de colores y expresiones. La música habla y Petrenko es su profeta.
En París (12 de septiembre) interpretaron la Sinfonía no. 5 de Tchaikovsky en la segunda parte del concierto. Se conoce bien el Strauss de Petrenko, pero se descubre aquí a un Tchaikovsky nunca antes escuchado, con semejante dramatismo, con un romanticismo sin pathos, sin melismas, la música tal cual, tensa, contrastado, transitando entre los extremos en los que la orquesta es capaz de sonar, convirtiendo la sinfonía casi en un concierto para maderas y orquesta. De hecho interpretación es una prueba para medir las capacidades de unas maderas espléndidas (clarinete, flauta ,oboe, fagot), que toman la palabra en un diálogo constante con las cuerdas. Parece difícil obtener una sonoridad más clara y precisa, difícil obtener pianissimi tan sutiles; parece difícil lograr unas cuerdas tan cálidas en las partes más románticas o líricas.Pero en todo caso lo que interesa a Petrenko es hacer emerger los conflictos del alma, evocar cuanto hay de sueño lírico pero también la dureza de algunos sonidos. Lo que sorprende en suma es la profundidad del análisis: final del primer tiempo, que no es un final, sino una interrupción, seguida por un silencio y después ya las primeras notas del segundo tiempo, que nos envían a una intimidad triste, hasta la intervención del corno en forma de lamento). Siguen después las intervenciones de las maderas que arrojan lágrimas, anunciando ya la Patética pero sin sonar nunca “patéticas”, sin subrayar en exceso el efecto.
Por último, en fin, cómo no subrayar el último tiempo en forma de crescendo con un ritmo infernal, mareante, que lleva a los músicos hacia la incandescencia y transporta al público hacia la apnea. Interpretada así, la Sinfonía no. 5 de Tchaikovsky se convierte en una referencia absoluta del repertorio sinfónico, evocación del universo de un alma turba, presa del deseo de muerte y de luz, sobrecogedora. Como propina, en forma de vórtice infernal: la obertura de Russlan y Ludmila de Glinka. Atrapado por la sorpresa, el público parisino parecía aturdido.