orphee canal glass© Pablo Lorente.

Un estilo propio

Madrid. Teatros del Canal. 24/09/2022. Glass: Orphée. María Rey-Joly (princesa), Karina Demirova (Aglaonice), Mikeldi Atxalandabaso (Heurtebisé), Edward Nelson (Orphée), David Sánchez (juez), Sylvia Schwartz (Euridice), Pablo García-López (Cegeste) y otros. Orquesta del Teatro Real. Dirección de escena: Rafael R. Villalobos. Dirección musical: Jordi Francés.

Ópera y conservadurismo parecen para muchas personas cercanas a este arte conceptos entrelazados. Ya gestores, ya artistas, ya los mismos aficionados parecen contaminados por el virus del mencionado virus y levantan, reacios, sus intenciones, sus limitaciones o sus voces contra cualquier intento de alterar la inercia que nos sacude desde hace demasiado tiempo. Por ello, es de agradecer todo intento que trate de sacudir esa inacción en las programaciones teatrales; es evidente que esto no es aplicable de forma igual a todos los teatros, artistas y aficionados pero la línea de la tendencia existente es clara.

El Teatro Real ha preparado dos inauguraciones: la formal, se ha realizado con el Orphée, de Philip Glass en las instalaciones –maravillosas, sea dicho de paso- de los Teatros del Canal aunque no duden que cuando el próximo 24 de octubre se vuelva a la sede oficial se dará rienda suelta al boato y la apariencia de los grandes eventos sociales.

El Orphée de Glass es también la primera parte de una proyecto de tres obras dedicadas al mito y que incluirá –en una demostración de rutina demasiado evidente- L’Orfeo, de Claudio Monteverdi (cuatro funciones) y Orfeo ed Euridice, de Christof Willibald Gluck (en una única función). Es decir, curiosamente, es la versión más moderna y desconocida a quien más espacio y tiempo va a dedicar el teatro a uno de los temas transversales de la temporada, habiéndose quedado fuera alternativas que serían bien interesantes, como la de Bertoni, Rossi, Haydn, Offenbach o Krenek.

El recinto estaba completo y eran evidentes dos cuestiones novedosas entre los asistentes: una, que mucha de gente de fuera, interesada por la novedad de la oferta, se había acercado a Madrid y es que la ópera contemporánea también tiene su público aunque haya quien cierre los ojos; y por otro, la presencia de gente mucho más joven de lo habitual que, eso sí, implanta nuevas normas de comportamiento y demostración de alegría, siendo inevitable que los tradicionales bravos sean sustituidos por aulliditos y grititos demostrativos de alegría.

La puesta en escena era de Rafael R. Villalobos, un nombre que - intuyo que muy a su pesar - ha estado en boca de muchos aficionados por distintos avatares y ya arrastra el calificativo de enfant terrible, que flaco favor le hace. Su apuesta es bastante elemental: un panel de pantallas que se mueve en virtud de las necesidades y un escenario totalmente desnudo por lo que no hay nada: ni habitaciones, ni camas, ni coches, ni puertas, ni armas, ni espacios. Nada de nada. Lo mencionado en el texto se soslaya y todo se solventa con el movimiento, calculado, las posiciones tendentes al estatismo y que en ocasiones me retrotraían al mundo de Robert Wilson y el uso de la iluminación.

En este sentido no puedo hablar de decepción, pero sí de falta de originalidad. Por poner un ejemplo, todo lo relativo a las pantallas pueden evocar un Nueva York de los 90 sí; pero también Londres, Tokio o Seúl. Transmite ubicuidad. También que la sociedad moderna está atrapada tanto por la pantalla, entendido el concepto de forma generosa, como por la información - o desinformación - que se transmite a través de ellas. En cualquier caso, es apreciable un buen trabajo actoral con los cantantes, así como la necesidad de aportar cierto físico para el buen desarrollo de la obra, otra de las hipotecas de las nuevas corrientes operísticas.

Vocalmente, pocos peros pueden ponerse a la interpretación ofrecida. Una vez más, la voz mejor proyectada fue la de Mikeldi Atxalandabaso, que parece haber dado un buen giro a su carrera al abordar papeles de carácter tan importantes como el Mime wagneriano o el Capitán del Wozzeck, de Alban Berg. He tenido la fortuna de verle las tres interpretaciones y el tenor vizcaíno nunca defrauda. Su papel, el criado principal de la Princesa, es el rol más cercano a la humanidad junto al de Euridice y en su interpretación aportó, además, serenidad y austeridad. La mencionada princesa, es decir, la muerte, fue interpretado con ciertas limitaciones vocales por Maria Rey-Joly, eso sí, muy bien caracterizada.

El protagonista, Edward Nelson, de planta imponente, fue un Orfeo notable aunque vocalmente el papel no tiene grandes exigencias vocales. Pablo García-López construyó un Cégeste, lo que tiene mérito porque es un personaje desconcertante. ¿Puedo reconocer que no he terminado de entender el papel del personaje en el entramado dramático? El resto de las voces, entre las que destacó el juez de David Sánchez, muy cumplidoras, dando empaque a las escenas colectivas.

Brillante sin mácula alguna la labor de Jordi Francés. Desde la butaca uno no puede evitar el pensar la enorme dificultad que entraña el dirigir una música de este estilo, en el que la repetición de tantas células musicales se van hilvanando hasta construir un nuevo ejemplo de lenguaje personal. Y es que Philip Glass, nos guste o no nos guste, es una de las referencias más importantes de la historia de la ópera del, así como siglo XX. Lo que ocurra con su música dentro de cincuenta o cien años nadie lo puede adivinar pero su estilo ahí está ahí, así como su huella.