Un elefante en la habitación

Madrid. 23/09/2023. Teatro Real. Cherubini: Medée. Saioa Hernández (Medée). Francesco Demuro (Jasón). Marina Monzó (Dirce). Silvia Tro Santafé (Neris). Ivor Bolton, dirección musical. Paco Azorín, dirección de escena.

En ocasiones la mayor virtud de una crítica no estriba en emitir juicios sino en plantear preguntas. Y digo esto porque me asaltan varios interrogantes en torno a esta Medée con la que el Teatro Real ha abierto su temporada 23/24. Creo que es la mejor manera de ver un elefante en la habitación... 

Para empezar, ¿por qué Médée, en esta versión en francés, recuperando la versión original de su estreno parisino en 1797? La apuesta habría tenido todo el sentido del mundo en el caso de contar con un conjunto de intérpretes afines a la lengua de Molière, pero lo que encontramos en cartel, en cambio, es un conjunto de solistas italianos (Agresta, Piscitelli, Scala, Demuro…) y españoles (Hernández, Blanch, Monzó, Herrera, Tro Santafé…). Ni un solo cantante francés, a priori más afín a esta versión alternativa. Curioso, cuando menos… Los citados intérpretes se han esmerado con ella y sin duda la versión es atractiva e interesante, pero quizá lo hubiera sido aún más con otro equipo artístico, capaz de sacarle más partido al libreto.

Y lo mismo cabe plantear acerca de la versión con los recitativos acompañados elaborados por Alan Curtis (1934 - 2015). ¿Por qué esta versión? Aquí en cambio sí que tenemos una respuesta que avala su empleo. Y es que los citados recitativos abundan en la sensación de continuidad en la tragedia dispuesta por Cherubini, aproximando su obra aún más a los presupuestos teóricos de la reforma del género propugnada por Gluck. El resultado es un "mayo flujo dramático", en palabras del propio Curtis. Y es que como apunta Joan Matabosch en el programa de mano: "Convertir Médée en una ópera íntegramente cantada, sin diálogos hablados, tenía todo el sentido del mundo".

Por otro lado, en el centenario de María Callas tenía sentido que el Teatro Real rindiese homenaje a su figura a través de un título tan icónico para su trayectoria como esta Medea de Cherubini. Pero, ¿por qué esta nueva producción de Paco Azorín? El propio director de escena escribe lo siguiente en el programa de mano: "Los grandes olvidados de esta historia, sin embargo, son los dos hijos de la pareja. Me ha parecido que era de justicia social y política darles voz en esta producción, entenderlos como los auténticos destinatarios de la violencia de la pareja y proponer al público la identificación con ellos".

De entrada, desde luego, sonaba sugerente la idea de aproximarse a la tragedia de Medée a través de los ojos de quienes la sufren en primer plano, sus hijos. Pero este presupuesto teórico, en torno a la idea de la violencia vicaria, se deshincha por completo ya antes incluso de empezar la representación, como si pinchasemos un souflé. Parecerá una nimiedad, pero es importante recordar que la tragedia original de Eurípides se sustenta en un hecho tan básico y esencial como la presencia de dos vástagos varones.

En palabras de Nicole Loraux (1943-2003), una reputada helenista y antropóloga: "Estas mujeres, como Medea, siempre matan a hijos varones, usurpando al esposo la arrogante tranquilidad del padre cuyos hijos van a perpetuar su nombre y su estirpe. No es que estas madres maten sin desgarro a los niños que han dado a luz; dado que el padre los anexionaba a su poder, ellas destrozan al padre en el esposo" (Madres en duelo, Madrid, Abada, 2004). Dos hijos varones representan la continuidad de la estirpe de Jasón, de acuerdo con las convenciones del tiempo de Eurípides. Azorín en cambio opta por poner en escena a un hijo y a una hija, desfigurando todo este núcleo sustancial de la obra. Entretanto, además, los roles de Jasón y Medea quedan bastante desdibujados: el primero se ve sumamente reblandecido, casi inspira piedad de tan dulcificado que resulta; y en el caso de ella, Medea no pasa de ser una furia rabiosa, presa de los celos y el afán de venganza. Dos retratos muy planos, planísimos, de los dos personajes sobre los que se sustenta la tragedia.

Siento ser tan franco, pero la propuesta de Azorín me parece mediocre en un plano intelectual. Podrá discutirse la idoneidad o no de su realización técnica y escenográfica. Tanto sus ideas sobre el Tártaro -con esas llamas de recurso fácil al final- como el empleo de ese insistente ascensor estaban de más ante mis ojos. Pero ojalá eso fuera todo. Lo que no es sostenible en modo alguno es el afán moralizante que marca la propuesta de principio a fin, comenzando ya con unos textos proyectados que hacen que el espectador se sienta de vuelta al instituto. Cada vez tengo más claro que las propuestas escénicas tienen que sugerir y no subrayar. Habla Azorín de catarsis en su texto del programa de mano. Pues bien, nada más lejos de la catársis que el afán moralizante. Con este panorama, ¿a quién le importan las tres furias convertidas en artistas de parkour? ¿Para qué?
 
Por cierto, va a ser cuando menos curioso constatar el alcance de una propuesta como esta en Abu Dhabi, con cuyo festival se ha coproducido la producción de Azorín. No es precisamente aquel un paraíso de los derechos humanos, esos mismos que se nos proyectan en la representación. En la función que nos ocupa hubo un espectador, bastante maleducado por otra parte, que gritó durante la representación: "cursi" y "paleto", en referencia a la propuesta de Azorín. Sin faltar al respeto a nadie, que no hace falta, un poco cursí sí que reconozco que me pareció esa manera de ilustrar al respetable sobre los derechos del niño.
 
Sensación semejante a la de esta Médée la tuve en su día con La traviata del mismo Paco Azorín, precedida por un discurso sobre el feminismo que quedaba en evidencia después ante lo visto en escena. Y algo parecido sucedía con su Samson, con unos afanes de teatro social que no terminaban de cuajar. Cuando una obra tiene la grandeza dramática que posée esta Médée, primero gracias al texto original de Eurípidies y después gracias a la fantástica inspiración musical de Cherubini, creo que no hace falta superponer ocurrencias moralizantes en busca de un titular fácil.
 
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En otro orden de cosas, la versión musical desplegada por Ivor Bolton es válida y valiosa. Sobre todo porque no abundan las ópticas de calado historicista en torno a esta partitura. Y sin embargo, el maestro inglés y la Orquesta Titular del Teatro Real se quedan a medio camino, en tierra de nadie. Su versión quiere sonar a siglo XVIII pero las más de las veces suena a siglo XIX.  

El pulso de Bolton, a veces más revuelto que agitado fue de menos a más, desde una alicaída obertura hasta un tercer acto muy bien dispuesto, intenso, vibrante, de gran teatralidad. Brilló la Sinfónica de Madrid, todo hay que decirlo, en sus intervenciones solistas, singularmente en el bellísimo acompañamiento del fagot al aria de Neris.

El Coro Intermezzo, desconvocada finalmente su huelga para estas representaciones, exhibió su habitual buen hacer, con intensidad vocal y compromiso escénico.

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Espectacular debut con la parte de Médée de la soprano madrileña Saioa Hernández, quien tras la pasada Turandot va camino de convertirse en un icono local. Y por méritos propios: imposible no rendirse ante su instruemento en plenitud, poderoso en los extremos, de agudo fulgurante y grave sólido. Un punto salvaje, Hernández desplegó un abanico de acentos y colores absolutamente idóneo para esta parte. Su Médée tuvo garra, furia, presencia y sobre todo magnetismo. La soprano española es una cantante a la antigua, en el mejor sentido de la idea: con un timbre propio, reconocible, y capaz de elevar la tensión en las tablas con su sola presencia. 

Al italianísimo timbre de Francesco Demuro le faltó a veces empaque para hacer justicia al perfil más heroico de su papel. Y es que Jasón es un rol ingrato, con una escritura un tanto híbrida y para el que cuesta encontrar intérpretes idóneos. Sea como fuere, es de justicia reconocer que Demuro aportó clase y poesía, sobre todo en aquellos pasajes de mayor recogimiento, como su dúo con Medea hacia el final del primer acto.

Impecable la soprano Marina Monzó en la parte de Dirce, sacando todo el partido posible a su amplia intervención durante el primer cuadro de la representación. Monzó exhibe un timbre que ha ganado cuerpo y entidad en el centro sin perder un ápice de su brillo y desenvoltura en el agudo, con una familiaridad evidente hacia los recursos belcantistas que Cherubini asume aquí en su escritura vocal. Monzó resulta además una actriz plausible e implicada.

Y qué gran cantante es la valenciana Silvia Tro Santafé. Tengo la impresión de que ponderamos muy poco su valía, desde luego mucho menos de lo que merece. Y no ya por lo atractivo de su timbre, que es muy reconocible, sino por su impecable hacer belcantista. Su Neris fue una auténtica joya, especialmente su bellísima aria, con ese extraordinario obbligato del fagot. Muy interesante también el material y las maneras demostradas por Michael Mofidian en su desempeño como Creonte.

Buena labor, como es costumbre, del equipo de comprimarios: Mercedes Gancedo (Primera doncella), Alexandra Urquiola (Segunda doncella) y David Lagares (Un corifeo). Los dos actores que encarnan a los hijos de Medea y Jasón, Carla Rodríguez e Ismael Palacios, me parecieron sobreactuados, y no por demerito suyo sino por el tono actoral que intuyo que les requiere Azorín aquí, como buscando insistentemente que el espectador ponga sus ojos en ellos.