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El poder del símbolo

Bruselas, 28/10/2023. Teatro de La Monnaie. R. Wagner, Das Rheingold.  Wotan, Gábor Bretz; Donner, Andrew Foster-Williams; Froh, Julian Hubbard; Loge, Nicky Spence; Fricka, Marie-Nicole Lemieux; Freia, Anett Fritsch; Erda, Nora Gubisch; Alberich, Scott Hendricks; Mime Peter Hoare; Fasolt, Ante Jerkunica; Fafner, Wilhelm Schwinghammer; Woglinde, Eleonore Marguerre; Wellgunde, Jelena Kordić; Flosshilde, Christel Loetzsch. Orquesta Sinfónica de la Monnaie. Director escénico, Romeo Castellucci. Director musical, Alain Altinoglu.

Con la primera entrega de este Anillo que ahora se estrena en La Monnaie de Bruselas, en coproducción con el Liceu de Barcelona, donde se verá a título por año desde la temproada 26/27, Romeo Castellucci vuelve a confirmarse, por si quedara alguna duda, como uno de los escasos creadores escénicos imprescindibles en un panorama teatral que parece haberse quedado sin demasiadas nuevas ideas.

Castellucci apuesta por una obra abierta, pero no en el sentido clásico-contemporáneo del teatro de autor, en el que el director de escena impone su propia visión con mayor o menor fortuna. En lo que resulta ser una visión más barthesiana, el director italiano construye su propuesta a través de un despliegue de símbolos intenso, desnudo y potente; de esos mismos símbolos que configuran el libreto original. Esta es la esencia de su trabajo en las obras que aborda; no es casual que contengan siempre un alto contenido simbólico y significado filosófico: Tannhaüser, la Resurrección, Moisés y Aaron e incluso La flauta mágica, y este Oro, le vienen, perdonen el fácil juego de palabras, como anillo al dedo. No se trata, por lo tanto, de reescribir la obra y ofrecérsela renovada a la audiencia, sino en diseccionar sus símbolos esenciales y potenciarlos, para que seamos nosotros mismos, como nuevos autores, los que tejamos los detalles de la narrativa inspirados por la potencia de su creatividad.

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En este Oro, como decíamos, vuelve a utilizar ese lenguaje propio, ya muy reconocible y característico: esas masas blancas que inundan la escena; los viscosos líquidos negros que en contraposición manchan la narrativa, perforaciones de escenario que crean escapes aparentemente imposibles, y carnes y cuerpos como elementos de atrezo vivo. Posee además un extraordinario sentido de la dinámica temporal, a modo de cambio escénico medido pero continuo, que nos sumerge en un flujo expresivo del que es imposible desviar la atención. 

Así, el fondo del Rin -como dice, por cierto, el libreto- se convierte en un lugar oscuro y resbaladizo en el que el oro apenas logra relucir con fuerza y nobleza. El poder, en última instancia uno de los grandes temas del anillo, aparece reflejado en la marcha de unos dioses que se sostienen a duras penas sobre los cuerpos de unos humanos reducidos a pavimento vivo. La victoria sobre Alberich conjuga terribilidad y compasión en un cuadro de tortura. La turbadora entrada al Valhalla final se muestra como una caída en el abismo, llena de divinidad mesiánica pero también de un sentido premonitorio de fatalidad. Se trata, simple y llanamente, del Anillo de Wagner y de sus temas, pero mostrados con una fuerza y una potencia estética difíciles de igualar. Castellucci no es tanto un director de actores, sino de escena. Ahí radica la magia de su espectáculo, que no surge de las actuaciones individuales de los cantantes ni de sus movimientos corporales (como podría ser el caso de Sellars), sino más bien de cómo estos interaccionan con un entorno plástico rebosante de creatividad.

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Si bien en su parte escénica esta producción resulta imprescindible para cualquier aficionado a la lírica, pero también para cualquiera con sensibilidad plástica, la faceta musical no pasa de una modesta corrección. La orquesta, apenas cumplidora, en manos de director Alain Altinoglu, no consigue transmitir los estados emocionales de la historia: las ondinas no suenan juguetonas, no hay gloria en el Valhalla, ni opresión en Nibelheim, y la salida final de los dioses apenas tiene transcendencia musical. No se trata de volumen, algo que el director se empeña en conseguir a través de la presencia exagerada de los metales, sino de la falta de esa tensión adaptada a cada uno de los motivos musicales, que resulta imprescindible en cualquier buena representación de Wagner. 

Tampoco las voces son extraordinarias, aunque cumplen sin demasiados defectos. De entre todos, destacan el versátil y carismático Loge de Nicky Spence, y la solidez de gigantes de Ante Jerkunica y Wilhelm Schwinghammer que, curiosamente, en su primera escena mueven la boca simultáneamente para simular una sola voz. Pero la mención especial de la noche debe ser para el Alberich de Scott Hendricks, una de las mejores actuaciones de este papel que recuerdo, huyendo de histrionismos y construyendo un creíble retrato psicológico sobre el poder y la derrota, con el que es difícil no empatizar. 

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Veinticuatro horas después de asistir a la representación, las sagaces y poderosas imágenes de esta producción, permanecen pertinaces en la mente. Es una de esas experiencias que ganan con el tiempo y la memoria. Uno solo puede imaginarse lo sobresaliente que hubiera sido esta producción de haber tenido en el foso y en las voces una calidad similar a la propuesta escénica. Quizá podamos comprobarlo pronto, cuando este Anillo emprenda su viaje al Liceu.

Fotos: © Monika Rittershaus