Perder con tres ases
25/11/23. Berlín, Staatsoper under den Linden. Marc- Antoine Charpentier, Médeé. Magdalena Kožená, Medée; Reinoud Van Mechelen, Jason; Luca Tittoto, Créon; Carolyn Sampson, Créuse; Jehanne Amzal, Cléone y Amor; Markéta Cukrová, Nérine; Gonzalo Quinchahual, Arcas; Gyula Orendt, Oronte . Freiburg Baroque Orchestra. Staatsopernchor Berlin. Frank Gehry, escenografía. Peter Sellars, director escena. Sir Simon Rattle, director musical.
Recibir tres ases de la baraja en una primera mano suele ser garantía de una partida ganadora. Esa era más o menos la sensación del público berlinés ante el anuncio de una nueva producción de Médeé de Charpentier, en la Staatsoper unter den Linden. Los tres ases corresponden a un director musical que es casi un mito en vida, Simon Rattle; al revolucionario director de escena que inundó de amor y odio la escena operística hace un par de décadas, Peter Sellars; y, como escenógrafo, nada menos que Frank Gehry, admirado por las masas y autor de nuestro querido Guggenheim, entre otros muchos proyectos icónicos en todo el planeta. Si a eso le sumamos un público entregado de antemano, ¿qué podía fallar para una gran representación? Pues, desgraciadamente, casi todo.
Ghery tiene ya experiencia en el diseño de decorados para óperas y, juzgar por las fotografías de sus producciones mozartianas, es capaz de trasladar su maestría con los volúmenes curvos a la escena, traduciendo su innegable pericia para crear fachadas icónicas. En esta Medea, sin embargo, los decorados aparecen sorprendentemente insustanciales en fondo y forma. Unos carretes metálicos deformados y comprimidos, con formas indefinidas y poco sugerentes dominan la escena. Hay poco genio en esos volúmenes oblatos que parecen azarosos, y que recuerdan demasiado a grandes estropajos. El gran Frank Gehry, alquimista de los metales, no acertó esta vez con la aleación, porque sus madejas de aluminio, desplazándose sin intención, pertenecen más a una cocina que a una tragedia griega.
Sellars, aparte de la responsabilidad en la propuesta de Gehry, fue el único de los creadores que aportó una gran calidad a la velada. No hubo en su trabajo grandes sorpresas, pero sí un hacer impecable. Como es su costumbre, traslada con acierto la tragedia clásica a temas actuales. Así, Medea, la bárbara, la extranjera, se convierte en una inmigrante a merced de las fuerzas de seguridad de un estado hostil y el asesinato de sus hijos recuerda a la separación que multitud de madres migrantes padecen a diario. El uso de las luces es hipnótico y magistral y los movimientos de los actores, coro incluido, trabajados al detalle para dar a la experiencia carácter de ritual sagrado. Esta vez, como siempre, sus propuestas nos cuestionan y conmueven.
Pero no solo de actores vive la ópera y el imprescindible sostén que debe dar la música falla en la batuta monótona de Rattle. La orquesta de Friburgo es una reconocida especialista en música barroca, y sus sonidos nos recuerdan adecuadamente la deliciosa arcaicidad de la obra. Pero la partitura no acaba de levantar el vuelo, tiempos rígidos y con poca vitalidad lastran las casi tres horas de representación, sin que el foso parezca enterarse de que, sobre el escenario, se desarrolla una obra clásica llena de humanidad y emociones extremas. El dinamismo, expresividad, versatilidad que caracterizan sus interpretaciones románticas y contemporáneas están ausentes en un barroco que parece pesarle.
El elenco vocal es correcto, pero olvidable. De la mano de Sellars, Magdalena Kozena nos ofrece una magnífica Medea en su faceta actoral. Su lenguaje corporal exhibe en ocasiones una impactante terribilidad y es siempre seductor. Pero el aspecto vocal resulta demasiado contenido para uno de los papeles más trágicos de la literatura occidental. Está claro que Charpentier no es verismo y la partitura no tiene vocación de virtuosismo, pero, dejando el grito y las florituras a un lado, existen multitud de recursos canoros compatibles con el barroco que pueden llenar de drama su vocalidad. Del resto del reparto hay que destacar el momento de inocente dulzura del cupido de Jehanne Amzal. También el Jasón de Reinoud Van Mechelen, no suficientemente trágico, pero con una muy reconfortante sensibilidad en su emisión.
Fotos: © Ruth Walz