Viena y el orientalismo

Madrid. 02/12/23. Auditorio Nacional. Obras de Beethoven y Zemlinsky. Mitsuko Uchida, piano. Christiane Karg, soprano. Christopher Maltman, barítono. Orquesta Nacional de España. David Afkham, director.

Hace cerca ya de 15 años, culminando un - felizmente - interminable interrail en el que, en pleno febrero, habíamos llegado a dormir por las calles de Praga, con el cuerpo baldado y la mente un tanto desganada, entramos en la Philharmonie de Berlín. Mitsuko Uchida tocaba el Cuarto de Beethoven. El impacto de aquella luminosidad, de aquella narrativa tan prístina como personal... de aquel mágico cuidado por el silencio, sigue siendo, a día de hoy, uno de mis mejores recuerdos musicales, aun lloviendo todo lo que ha llovido.

Desde entonces, sólo me faltaba por escucharle en vivo a la pianista de origen nipón el Segundo de los cinco conciertos que Beethoven dedicó al teclado. Aquel con el que el compositor se presentó en público en la Viena que le daría todo lo que llegó a ser. Aquel que ahora presentaba la Orquesta Nacional de España en un programa de primera línea. Esta obra, que fue en realidad el primero que compuso el de Bonn, muestra sin duda las reminiscencias mozartianas, las fórmulas haydnianas de las que Beethoven era valedor, aunque ya con un marcado sello personal. La Nacional, a manos de David Afkham, ofreció una lectura aseada, de espacios, con cuidada articulación y sin ensimismamientos románticos, donde la solista pudo ofrecer lo mejor de sí misma. Vivo  el Allegro inicial, suficientemente encendido, el fraseo del Adagio, por ejemplo, con esa desaceleración del rubato tan propia, con marcados silencios y un degustado sentido del tiempo, fue una auténtica, pero auténtica gozada. Brilló en todo momento el oboe de Robert Silla. ¡Y qué manera de cantar el Rondo final! Tanto solista como orquesta, en una comunión plagada de acentos y sentido de la locución que mostró a un Beethoven genuino al tiempo que desplegó la expresividad tan personal de la pianista, en una madurez exquisita de su musicalidad.

El jardinero fue uno de los primeros poemarios que tuve... y que devoré una y otra vez. Mi padre me regaló el suyo cuando yo era un pre-adolescente y un mundo completamente antagónico al nuestro se abrió en mi imaginación. Son poemas cargados de recuerdos, de amor, fascinación, naturaleza, simbolismo, colores, olores, sonidos y música, porque también reflejan en ellos toda la tradición cultural de la India. Hay algo de la candidez, de la ingravidad de los versos de Tagore, de esa sutileza suya casi mística - erotismo apuntan algunos -, que conecta con el afecto sereno y los sentimientos de pertenencia que, irremediablemente, se pierde en la transcripción un tanto heroica de Zemlinsky, en la épica que confiere el filtro occidental a un idiomatismo y un acervo que no le pertenecen. Por supuesto hay una búsqueda del color - propio y supuesto - en esa atracción de lo "exótico" para una sociedad musical que proviene del colonialismo y su consecuente  orientalismo; de cuidado en las formas de los que quiere narrar, la creación de una atmósfera. Y sin embargo, aun asistiendo a una magnífica obra de arte, qué duda cabe, uno no puede sentir que pueda conectar con ese mundo cuasi onírico que creó el Premio Nobel de Literatura, firme exponente crítico contra la pérdida de identidad de su país a manos de Europa.

No será, desde luego, por la estupenda lectura que erigió David Afkham de la partitura, con gran exposición de los ricos timbres, colores y texturas sonoras que Zemlinsky concede a los poemas de Tagore. No pudo contarse con el clarinete bajo de Carlos Gustavo Duarte, quien sufrió una indisposición durante el descanso y, ciertamente, los metales no tuvieron algunas de sus mejores intervenciones, pero el global sonó fabulosamente rico en matices orquestales, con una percusión brillante (curioso, cuando menos, resulta haber escuchado precisamente a Alondra de la Parra tres días antes en una lectura de Turandot errada y pivotada sobre la percusión).

Ante toda esa exuberancia, los medios vocales de la soprano Christiane Karg pasaron un tanto desapercibidos, echándose en falta un instrumento de mayor fuste para la parte, pero agradeciéndose su intención por la búsqueda del detalle y la inflexión que acompañaran sus versos, tan evocativos y nocturnos. Se creó, además, un llamativo contraste con las formas y medios del barítono Christopher Maltman (quien sustituía a Stéphane Degout), tendente a esa heroicidad comentada anteriormente, con acentos variados y vehemencia en la expresión, siempre noble en un timbre ancho y sonoro.