Por amor a Schubert
Barcelona. 18/11/16. Gran Teatre del Liceu. Canciones de Glazunov, Rachmaninov, Tchaikovsky, Duparc, Poulenc, Strauss y Schubert. Simon Keenlyside, barítono. Malcolm Martineau, piano.
El Gran Teatre del Liceu ha programado un único recital de canción esta temporada, a cargo, eso sí, de dos de los mejores especialistas en el género de los últimos años: Simon Keenlyside y Malcolm Martineau. Presentaban un programa heterogéneo, tan interesante como arriesgado, que funcionó muy bien, con interpretaciones excelentes, gracias a la inteligencia, la clase y la versatilidad de ambos.
Los compositores rusos no son habituales en el repertorio de Keenlyside, aunque, si mal no recuerdo, ya hubo un bloque de canción rusa en su primer recital en el Liceu, hará cosa de diez años. Esta vez fueron Glazunov y Rachmaninov quienes abrieron el concierto; la voz de Keenlyside aún no estaba asentada pero cantó las cuatro canciones con lirismo, amparado por la delicadeza del sonido de Martineau, que contribuyó no poco a construir la melancólica atmósfera rusa. En contraste con Glazunov y Rachmaninov, la teatralidad y la frivolidad (y este fue el primer cambio brusco de la noche, una especie de aviso de lo que vendría después) las pusieron un compositor tan poco frívolo como Tchaikovsky, con su Serenata de don Juan, resuelta con elegancia.
Del repertorio ruso pasamos al francés, casi imprescindible en los recitales del barítono. De Duparc escuchamos sólo tres canciones; tres perlas de su brevísimo repertorio y tres estupendas versiones. La partitura de Chanson triste pide explícitamente ternura, y Keenlyside la cantó con una ternura y una dulzura conmovedoras, con unos reguladores y unos piani preciosos. Continuamos con el dramatismo de Le Manoir de Rosamonde; impecable el barítono en la dramática narración, impecable también el pianista con su sonido ahora seco, ahora delicado, como hilo conductor. Y, para terminar este bloque, Phidylé, donde Keenlyside nuevamente reguló a placer, matizando para transmitir cada detalle del texto; fue una preciosa interpretación, con Martineau muy bien controlando la tensión en piano en la segunda parte de la canción antes de pasar con un sensacional crescendo en la parte final. Un Duparc precioso que nos llevó hasta la obra seguramente más comprometida del programa, las Chansons Gaillardes de Poulenc.
Poulenc, uno de los compositores habituales en el repertorio de Keenlyside, eligió textos tabernarios para escribir un ciclo que a menudo juega a esconder bajo una apariencia musical más que respetable los versos más obscenos, de manera que éstos se deben decir muy bien dichos para que el mensaje llegue. Siempre, siguiendo las instrucciones de Poulenc, evitando cualquier vulgaridad y respetando escrupulosamente la partitura, muy exigente con el pianista. En definitiva, una apuesta arriesgada. Pero como Martineau es un gran pianista, si algo es Keenlyside es elocuente y ninguno de los dos va escaso de elegancia, se hicieron cómplices en su faceta voyou (dicho sea con todos los respetos) y ofrecieron una interpretación tan estupenda como había sido la de las canciones de Duparc. Keenlyside jugó con los cambios de color para destacar versos y palabras oportunamente aquí y allá; el último verso de L'offrande, por ejemplo, o una gran Sérénade, tan cómicamente seria que cantante y pianista apenas pudieron reprimir la risa al terminar.
Si la primera parte había comenzado con tono intimista y había terminado frívolamente, la segunda parte fue al revés: empezó frívolamente con Strauss (cabe decir que sin la grosería de Poulenc, aunque ambos compositores quedaron hermanados por sus alegatos contra el matrimonio). Cuatro lieder muy bien cantados que comenzaron y terminaron en el bosque: de Waldesfahrt, teatral y muy variado, hasta el sereno Waldseligkeit, que preparó el ambiente para el último bloque, los seis lieder de Schubert.
Schubert. Corbata fuera, botón del cuello de la camisa desabrochado, americana abierta; una especie de liberación que le hemos visto a Keenlyside otras veces antes de este compositor. Y una especie de transformación también. No importa lo bien que haya cantado las anteriores piezas del recital; si las hay de Schubert, acabarán eclipsandolas. Un Schubert cálido, natural, elegante, expresivo, sin ningún artificio. Un Schubert cercano, fácil de escuchar (y esto no es tan habitual como podría parecer). Desde la primera nota de Alinde hasta la última de Abschied, magnífico Schubert. Podría extenderme describiendo detalles de cada una de las canciones pero, ¿es necesario?
Como quiero terminar estas impresiones con el buen recuerdo de la música, permitanme que hable ahora de la parte negativa del concierto: el comportamiento de una parte del público. Es normal que los recién llegados a un género no conozcan los protocolos, pero quizás sería bueno que fueran un poco más prudentes y observadores antes de lanzarse a aplaudir después de cada canción. Sobre todo, cuando después de la primera canción de un ciclo el cantante hace un gesto para interrumpir los aplausos y otro para agradecer el silencio; ¿a qué viene volver a aplaudir después de la segunda? Esto sólo lleva, por un lado, a una especie de guerra entre los aplausos y los intentos de acallarlos de otra parte del público, y por el otro, a que los intérpretes ataquen las canciones sin pausa (que tampoco es lo más deseable) para tratar de evitar los aplausos. Quizás una buena forma de recibir a los recién llegados, por parte del teatro, sería incluir en el programa de mano una breve explicación de las costumbres; básicamente, que un bloque de canciones debe entenderse como una unidad, que el silencio forma parte de la música o que nunca jamás se ha de aplaudir antes de que el pianista termine la canción. No se trata de imponer ninguna norma rancia; sólo de respetar el trabajo de dos profesionales sobre el escenario y de no estorbar la concentración de todos, público y músicos. No sé cómo se vivió esta situación desde el escenario y en cualquier caso Keenlyside y Martineau son demasiado educados para mostrar su desagrado, pero desde abajo se vivió con incomodidad y tensión.
Volvamos a la música. Disfrutamos aún de tres propinas: la primera, una seductora Ständchen, de Strauss (¿quizás para compensar la Sérénade de Poulenc?); la segunda, una breve aparición de Mahler con la encantadora Wer hat dies Liedlein erdacht. Y, por último, una exquisita interpretación de Nachtviolen. Die heilige Verbindung, se puede acabar mejor un recital?