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Cuando el frío impera

Pamplona. 09/01/2024. Auditorio Baluarte. Obras de H. Purcell, G. F. Haendel,  S. Rachmaninov, R. Strauss, F. Liszt, J. Heggie y U. Giordano. Anthony Manoli, piano. Sondra Radvanovsky, soprano.

Apenas media hora antes del recital de Sondra Radvanovsky el frio era dominante en la amplia plaza que recoge el Baluarte pamplonica. De hecho, reconozco que me preocupaba la vuelta a casa por aquella posibilidad, por pequeña que fuera, de que cayera la nieve, algo que por suerte no aconteció. Apenas un grado sobre cero y uno al entrar en el auditorio en apenas unos minutos intuye que la temperatura no va a ser mucho más alta dentro. Y no porque no funcione el sistema de calefacción sino porque la asistencia al mismo era limitada. Si me apuran, una asistencia de esas que a algunos nos produce cierto sonrojo ajeno por aquello de que pueda significar que la cultura, escrita con mayúsculas, no nos interesa tanto como muchas veces pretendemos.

Quienes conocen el Baluarte saben que este se divide en dos grandes estructuras: una inferior, lo que podríamos entender por platea convencional y una superior, una especie de anfiteatro que, así mismo, habitualmente se divide en dos a la hora de catalogar los precios. Pues bien, todo este anfiteatro estaba vacío; supongo que los trabajadores, bien aconsejados, agruparon a todos los espectadores en el plano inferior por aquello de transmitir a la soprano más calor. Y aun y todo, la imagen era muy triste porque en esta platea los huecos también era significativos.

Sondra Radvanovsky -¿de verdad que hay que decirlo?- es una de las sopranos más grandes de los últimos veinte años, mujer de carrera internacional sobresaliente y un nombre que llena muchos grandes teatros operísticos del mundo. Pero en la capital navarra somos así y decidimos que esta artista apenas merecía un 40/45% de ocupación. Supongo que los organizadores, la Fundación Baluarte, estará tomando adecuada nota de lo que está pasando con este problema en los últimos años –porque este tema viene de lejos- y uno no puede sino preocuparse de las medidas correctoras que puedan tomarse en un futuro inmediato. 

Entrando en materia, conviene decir antes de entrar en cualquier detalle, que con Sondra Radvanovsky estamos ante una artista como una catedral. Está claro que no está en su apogeo pero en un programa relativamente cómodo Radvanovsky nos enseñó muchas de sus armas para que la consideremos cantante de primera fila. Además, tuvo a bien presentar todas y cada una de las piezas en inglés, con una simpatía y naturalidad desbordantes, lo que hacía que la interactuación con el público –frío en un principio- fuera in crescendo. Incluso en el momento en el que extravió una de las canciones de Richard Strauss no tuvo disimulo alguno para reconocerlo, pedirle ayuda al pianista y hacer de una escena que para otros podría resultar embarazosa un momento espontáneo y relajado. 

Las dos primeras arias fueron operísticas y quizás las menos adecuadas para su actual voz. El lamento de Dido de Dido & Aeneas, de Henry Purcell –que ella mismo presentó como la primera aria de su vida artística, cuando era una adolescente y aun cantaba de mezzosoprano- y el Piangero la sorte mía, del Giulio Cesare in Egitto, de Georg Friedrich Haendel fueron demasiado fríos y académicos, estilísticamente lejos de lo que luego ha sido su carrera aunque ella los quisiera justificar por ser su pasado vocal más lejano y hacer así una especie de recordatorio de su procedencia artística.

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Cuando la soprano abordó las tres canciones de Sergei Rachmaninov comenzó otro recital. Aquí sí, apareció una voz amplia, voluminosa y con una capacidad técnica importante. En la canción Zdes khoroso, op. 21 ofreció un regulador precioso, de esos que señalan a una artista. Muy bien en las cuatro canciones straussianas con una segunda, Befreit, op. 39 en la que exhibió una gestión del aire magistral, con ejemplos de fiato para ser recordados. 

La segunda parte era sustancialmente más breve. Los Tre sonetti di Petrarca, de Liszt fueron dichos con arte aunque haya que reprocharle a la soprano un italiano de nivel elemental. Muy inteligente el final del concierto, con una unión de obras muy emotiva. La soprano nos contó el impacto que le produjo el reciente fallecimiento de su madre y cómo a consecuencia de ello escribió un poema, If I had known, al que el gran compositor Jake Heggie ha puesto música y ahora la soprano pasea la canción por todos sus recitales. Y después de este homenaje a su madre, cerró el concierto con La mamma morta, del Andrea Chenier, de Umberto Giordano. Y aquí sí, la gente reaccionó con cierto calor tras escuchar una interpretación sentida, con graves poderosos y con mucha intención. La soprano nos indicó que para ella esta aria, lejos de tener un carácter funerario es ejemplo de esperanza porque ante el hecho de una desaparición sentida el personaje operístico reivindica el valor del amor.

En todo este concierto fue más que evidente la complicidad entre soprano y pianista y es que Anthony Manoli conoce muy bien a la cantante pues lleva más de dos décadas trabajando con ella y como la misma soprano ha reconocido alguna vez, Manoli conoce la voz de Radvanovsky mejor que la soprano misma. Lo cierto es que el pianista estuvo inteligente, cediendo protagonismo a la cantante y aprovechando todas sus pequeñas intervenciones solistas para dar lo mejor de sí mismo, como hizo, por ejemplo, con las canciones de Rachmaninov. 

El poco público fue bastante comedido en sus reacciones hasta muy al final y aplaudió “demasiado”. Hubiera sido deseable que se respetaran los distintos grupos de canciones y no interrumpir tras la interpretación de cada una de ellas. En ocasiones creo que hay gente que tiene miedo al silencio. Eso sí, los que estuvimos sabemos que hemos tenido la suerte de poder escuchar a una grande de la lírica. Al salir no nevaba aunque no podía dejar de pensar que los espectadores navarros no habían sido capaces de convertir el gélido frío pamplonica en calor torrencial dentro del auditorio. Una pena. 

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Fotos: © Iñaki Zaldua