Sin miedo a la grandeza

Barcelona. 16/03/24. L’Auditori. Obras de Raquel García Tomas, Ravel y Montsalvatge. Fleur Barron, mezzosoprano. Orquesta Sinfónica de Barcelona y Nacional de Cataluña. Ludovic Morlot, dirección musical.

Pocas semanas antes de la publicación del primero de los CDs dedicados a la integral sinfónica de Maurice Ravel –el “buque insignia” del sello discográfico de L’Auditori–, la OBC y su director titular han presentado un programa muy bien hilado y perfecto para los amantes del impresionismo francés, que contaba con Shéhérazade (tres poemas para canto y orquesta), Pavana para una infanta difunta, y tres obras de la suite de Daphnis et Chloe. El inmutable compromiso con la nueva creación y los compositores catalanes ha florecido en un estreno de Raquel García-TomásLas constelaciones que más brillan, y Cinco canciones negras, de Xavier Montsalvatge (1912– 2002). La invitada para poner voz al francés y al español era la mezzo Fleur Barron, uno de los talentos internacionales más activos de la escena lírica, discípula de Barbara Hannigan y una promesa en auge.

Hace exactamente un año, Raquel García-Tomás firmaba un hito en su carrera al estrenar en el Liceu Alexina B, ópera en tres actos. Premio Nacional Música 2020, la compositora ya es una de las creadoras más relevantes del país. Inspirada en Las constelaciones que más brillan, obra del ilustrador balear Pere Ginard, la catalana traza su propia ascensión a las estrellas en este nuevo encargo de título homónimo, que fue la obra inaugural de este programa que ocupó el pasado viernes, sábado y domingo en la sala grande de L’Auditori, y que visitará Hamburgo y Estocolmo a partir de abril.

Con las constelaciones de Ginard en el trasfondo, resonaban los primeros compases del estreno de una compositora muy versátil; una obra “que se sumerge en la exploración de la impermanencia” y contempla el firmamento nocturno sin prisas pero sin pausas. García-Tomás articula un discurso constante, basado en grandes respiraciones orquestales y con el foco puesto en el plano vertical, tejiendo un entramado de resonancias rico en matices. La compositora resigue las constelaciones de forma coherente, con multitud de ideas, mientras contrabajos y cellos profundizan en la inmensidad del cosmos. Durante los diez minutos, la obra de García-Tomás refleja sus dotes orquestales con recursos muy idiomáticos y sugerentes, y una eficiente gestión de la tensión y la distensión a partir de unos de unos materiales simples y naturales. Su enfoque místico y casi minimalista resultó un acierto para entender el mensaje de una obra basada en un sustrato tan humilde y existencialista como la mera admiración a las estrellas. La batuta de Morlot supo lucir los centelleos de una obra contemporánea apta para todos y la orquesta pareció moverse cómoda desde la calma a los momentos de mayor actividad.

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La otra mujer protagonista de la velada, la mezzosoprano Fleur Barron, entró en escena con un vestido dorado ansiosa por guiarnos hacia la ruta de la seda. En Asie, la primera canción de Shéhérazade, –y en las siguientes piezas de Ravel– pudo notarse el excelente trabajo de ensayos –y grabaciones– de un especialista en repertorio francés como Morlot; un aval importante para encarar obras de Ravel. La mezzo brilló desvelando los misterios de Asia, algo justa en graves, pero supo compensarlo con su registro más agudo. Fascinó en La flûte enchantée, con un gran dominio del fiato siendo L’indeferent la pieza donde Fleur consiguió seducir a los más resistentes al embrujo de Ravel.

La pausa dio pie a la famosa y atemporal Pavane pour une infante défunte que resonó en la Pau Casals con equilibrio justo entre ligereza y cuerpo orquestal. Le siguió el turno al Montsalvatge más “caribeño” con sus célebres Cinco canciones negras, de nuevo con la invitada Fluer Barron, ahora vestida de negro y destellos dispuesta a arrancar sonrisas a los oyentes. Destacaron la puntillista habanera, donde Barron sacó su lado más teatral y la tragicómica Chevere. La cantante inglesa de origen singapurense, defendió su español mientras Morlot y su orquesta disfrutaban visiblemente recreando el folclore cubano, desde la trompeta con sordina al percusionista del güiro, destacando la Canción de cuna y el Canto negro.

Otra pincelada de L’Auditori, la grabación integral de las obras sinfónicas de Ravel, fue la encargada de cerrar la velada, la Suite no. 2 de la monumental Dafnis y Cloe. El conjuro bucólico y apasionado de este clásico hecho música, se adueñó de la sala con facilidad gracias a una orquesta que ya degusta las mieles de las intensas sesiones de grabación. Morlot sumergió a la audiencia en un mar de texturas, en el que destacaron las maderas solistas, especialmente en el Lever du jour y Pantomime; y una sección de cuerdas que compensó la ausencia coral. El dominio absoluto de los tempi y las intervenciones individuales sumaron a favor de una interpretación inmejorable, propia de una orquesta y un director que no temen a la grandeza, y que conectó con el público con un apabullante final generoso en decibelios, que enloqueció al público del sábado. Solo la exquisita primera Gymnopédie –orquestada por Debussy– pudo calmar tamaña exaltación.