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El tiempo como cicatriz

Munich. 25/03/24. Bayerische Staatsoper. Weinberg: Die Passagierin. Sophie Koch (Lisa), Elena Tsallagova (Marta), Charles Workman (Walter), Jacques Imbraillo (Tadeusz) y otros. Coro y Orquesta de la Bayerische Staatsoper. Vladimir Jurowski, dirección musical. Tobias Kratzer, dirección de escena.

¿Se puede poner en pentagrama la Shoah?, ¿se debe escenificar una ópera sobre el Holocausto?, ¿qué efecto puede tener ver una ópera como Die Passagierin en el teatro de la ópera de Munich, ciudad que vio nacer el Nacionalsocialismo?. Todas estas premisas y muchas más se entrecruzan y se responden en el visionado de Die Passagierin, op. 97, la primera ópera compuesta por el compositor polaco-judío, nacionalizado ruso, Mieczyslaw Weinberg (Varsovia, 1919-Moscú 1996). Una nueva producción y primera vez en la historia que se programa en la Bayerische Staatsoper de Munich, para una ópera que está viviendo un notorio rescate internacional dentro del repertorio lírico.

Una nueva producción, la número doce, según se puede leer en el amplísimo y completo programa de mano, desde que la ópera se estrenó mundialmente en el Festival de Bregenz con la dirección de escena de David Pountney y la batuta de Teodor Currentzis. Una producción, disponible y grabada en DVD, que se ha repuesto hasta nueve ciudades a nivel internacional desde su estreno en julio del 2010. La última vez por cierto, en su estreno absoluto en España este pasado mes de marzo en el Teatro Real de Madrid.

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La ópera de Munich ha decidido estrenar una nueva producción con la batuta de su actual director musical, Vladimir Jurowski, ruso de ascendencia judía, con la firma de la producción del alemán Tobias Kratzer. Una nueva gestación teatral con dos de las personalidades operísticas más dotadas y activas de la actualidad, que además redundan en una ópera compuesta por un polaco-judío nacionalizado ruso, sobre un libreto firmado por el ruso Alexander Medvedev y basado en la novela homónima de la polaca Sofia Posmysz (1923-2022), titulada La pasajera (1962).

El relato de Posmysz, que pasó de serie para la radio, a novela, a guión para una film rodado por Andrzej Munk en 1963 (inacabado por la muerte del director en un accidente de coche), hasta derivar en el libreto de la ópera de Weinberg, quien la acabó de componer en 1968. Desgraciadamente el compositor nunca la pudo ver estrenada en vida. Él mismo la consideraba su obra maestra, y el propio Shostakovich, amigo, admirador y protector de Weinberg en la Rusia comunista que también lo persiguió y lo ocultó, luchó para que la pudiera componer y acabar.

El contexto político y antisemita de una Unión Soviética cerrada y opresiva, mandó al olvido musicológico esta ópera hasta su exhumación escenificada en el Festival de Bregenz en 2010. Desde esta fecha, es una ópera que ha tenido una reivindicación musical y teatral que la han colocado en un sitio preeminente entre de las partituras recuperadas de las obras del siglo XX más relevantes de los últimos años.

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La propuesta que firma el siempre talentoso Tobias Kratzer, se construye desde un flashback mental de la protagonista, aquí una suerte de Lisa anciana, la capataz de uno de los barracones de Auschwitz, quien vive con un sentimiento de culpa que la ahoga existencialmente. Kratzer juega con una escenografía en el primer acto, brillantemente resuelta por Rainer Sellmaier, donde se ven los compartimentos cuadrados de un barco-crucero, que remite a la idea de los barracones de un campo de concentración. Esta Lisa anciana, una vehemente y convincente Sophie Koch, revive la historia de su encuentro con Marta, una de sus cautivas del barracón de la que era capataz, en un trompe-l'œil, donde los remordimientos, los miedos, la culpa y el desasosiego están dibujados por una alucinada y brutalista orquestación.

La partitura orquestal, magníficamente construida por Weinberg, se transforma en un tercer protagonista más de la ópera que martillea al espectador sin piedad desde el inicio de los primeros compases de su pentagrama. En el segundo acto, en vez de recrear el campo de exterminio de Auschwitz, Kratzer mete al espectador en la mente retorcida y angustiada de Lisa, en su recuerdos más dolientes. Una escenografía configurada por un mar de mesas, montadas elegantemente, remarca el contraste con la sordidez real de los barracones nazis. La producción apela constantemente con el inconsciente del público. Un público, el de Munich, con una edad avanzada que bien podrían sentirse reflejados en esa anciana Lisa quien todavía recuerda un pasado vergonzoso que no se puede olvidar. El pasado de toda una nación alemana ni mas ni menos.

La elegancia de las proyecciones de Manuel Braun, con sugerentes fotogramas del mar reflejado en el barco crucero, se perciben a modo de recuerdos densos y fríos del pasado que ahogan constantemente la mente de los protagonistas. La traslación de las compañeras de Marta en el barracón, fantástica y pulida Elena Tsallagova, se multiplican como fotocopias de una misma cautiva que sufre, canta, se enamora y muere más de una vez en una metafórica revisitación del horror de Auschwitz. Todo encaja y transforma el visionado de esta producción en una experiencia teatral difícil de olvidar.

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Si las dos protagonistas, la madura y decana Sophie Koch como Lisa, y una puntiaguda y frágil Elena Tsallagova como Marta, cumplen a la perfección con sus dos papeles alter-ego, el resto del reparto no desmerece. Resuelto y efectivo el Walter del tenor Charles Workman, cálido y expresivo el Tadeusz de Jacques Imbraillo, para un reparto compacto que a pesar de sus bondades no supera al visto en el Teatro Real de Madrid, más contrastado y estimulante tímbricamente.

La batuta implacable y cortante de Vladimir Jurowski es, junto a la analítica y onírica producción de Kratzer, la gran protagonista de estas funciones. El ruso no se recrea en ningún momento en un posible lirismo sonámbulo, ni cae en la plausible trampa emocional del emotivo duo de amor de Marta y Tadeusz. La magnífica orquestación se reivindica a sí misma como una hipérbole musical que lo asfixia todo. La orquesta de la Bayerische Staatsoper, impacta y noquea al espectador, en un estado de forma excepcional. Los metales explotan con una contundencia acerada, los vientos suenan macabros en las notas tragicómicas de los guiños al jazz de la partitura, las cuerdas se derraman extrañas, atmosféricas y frías para incidir en una orquestación que recrea un infierno de la memoria dónde no existe la esperanza.

Weiberg no pudo ver el éxito de su ópera en vida. No pudo comprobar como su recreación teatral y musical sirven de teatro de la memoria para un espectador que no puede ni debe olvidar. Más allá del sentimiento de culpa, este ejercicio de memoria histórica transcrito en partitura y libreto, se alza con el extraño triunfo de dar forma a lo intolerable. Una ópera necesaria, dura, que duele y que nos recuerda que el arte también es testigo y mensajero de una realidad que hay que afrontar constantemente, para que no se vuelva a repetir.

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Fotos: © W. Hoesl